“Impenetrable, físico, alto, poderoso, hermoso y sureño”: esos son los adjetivos con que Donald Trump describió su muro en el clímax de su discurso sobre su plan migratorio, pronunciado en Arizona pocas horas después de su visita a Ciudad de México.
Los cinco calificativos –líricos, o casi– bien podrían haber sido usados en el elogio de un dios griego, de la cordillera de los Andes, o de Umma Thurman en Kill Bill. Pero lo cierto es que Trump estaba hablando de su muro, y a pesar de su acostumbrada pobreza léxica, cuando habló de él se detuvo, con esmero propio de joven poeta, en busca de los adjetivos exactos. No es de sorprenderse. El muro ha sido piedra angular de su discurso público, el mito con mayor éxito publicitario de su campaña, el que le asegura siempre el eco eufórico de sus seguidores.
Ese mismo mito, naturalmente, también ha sido una preocupación concretísima en la retahíla de amenazas, insultos y humillaciones que Trump ha disparado contra los mexicanos desde que lanzó su egótica campaña. Por ese motivo resultó inexplicable que, durante su breve visita a México, el tema del muro haya sido fundamentalmente obviado. La omisión, además, redobló las preguntas que ya habían estado flotando sobre los chilangos desde antes de la llegada del candidato republicano: ¿Por qué el presidente Enrique Peña Nieto había invitado a Trump? Y, ¿con qué agenda venía Trump a México?
La respuesta oficial a la primera pregunta era que el presidente quería hablar con el candidato republicano sobre la relación bilateral entre los dos países vecinos. Al menos eso prometía eltweet que Peña Nieto entregó a la ciudadanía en un “agua va”, menos de 24 horas antes de la llegada de Trump. Después de la visita, el mensaje oficial siguió siendo que la presidencia lo había invitado para discutir dicha relación bilateral, con miras a proteger los intereses de los mexicanos. Pero nada en el encuentro entre el candidato y el presidente siquiera rozó los intereses de los mexicanos, y la promesa de repasar la relación bilateral se fue desmoronando.
Cuando Peña Nieto habló del Tratado de Libre Comercio de América del Norte en la conferencia de prensa, se limitó a dar cifras sobre los beneficios económicos que Estados Unidos obtiene de su asociación comercial con México. Ni una palabra sobre actualizar el tratado para encontrar términos donde los intereses presentes y futuros de México se vean mejor reflejados. Mucho más grave que eso fue el mensaje de Peña Nieto cuando habló de la migración mexicana. Se limitó a esgrimir los datos conocidos: desde hace más de diez años, la tasa de migración de México a Estados Unidos es negativa. Con eso se lavó las manos, y permitió que Trump, a su vez, evadiera el tema y se limitara a declarar su “amor”, como acostumbra, a los mexicano-estadounidenses, así como a sus muy trabajadores y honrados empleados de origen mexicano.
Solo horas después de estar en el palacio presidencial, cuando Trump dio su discurso en Arizona, ya era claro que su visita había sido una burla en la cara de Peña Nieto, un stunt publicitario más para echarle leña al fuego de su debilitada campaña. Trump fue a México para poder generar escándalo y recuperar la atención mediática que ha venido perdiendo. En Arizona, bajo el renovado interés de las cámaras, repitió lo que viene diciendo desde hace meses: “Vamos a construir una gran muralla en la frontera del sur”.
La respuesta de Hilary Clinton ante el desastre diplomático protagonizado por Peña Nieto y Trump ha sido encomiable y mesurada, por lo menos desde un punto de vista estratégico. En vez de subrayar la humillación que todo esto ha supuesto para México, o reparar en el error diplomático de Peña Nieto y lo que eso puede suponer en su presente o futura relación con él, ha usado la circunstancia para hacer énfasis en el peligro que el candidato republicano supondría para Estados Unidos en sus relaciones diplomáticas con otros países. Pero el daño de Peña Nieto está hecho y no parece claro cómo va a reparar la relación con Clinton.
Hubo algo de déjà vu en el encuentro del candidato y el presidente: Peña Nieto como un Moctezuma, rindiéndose all over again a los pies de un copetudo y anaranjado Hernán Cortés. Por supuesto, ni Peña Nieto es Moctezuma, ni Trump es Cortés: los segundos son un mal chiste comparados con los primeros.
Pero de algún modo Peña Nieto reprodujo esa escena que los mexicanos tenemos tatuada en la conciencia. Un presidente que invita a un candidato a su país lleva la mano. Por lo menos en teoría. Peña Nieto no logró, ni siquiera jugando de local en su propia cancha, incitar a Trump a pedir una disculpa púbica por sus humillaciones a los migrantes mexicanos en Estados Unidos, y a que hablara sobre la amenaza constante de construir un muro financiado por México. La única señal que mandó el presidente, tanto a sus compatriotas como al resto del mundo, es que está dispuesto a que México sea el leal perro guardián de los intereses del amo. Tal vez tenga razón Trump cuando dice que los mexicanos vamos a pagar el muro aunque “aún no lo sabemos”: si el presidente mexicano no es capaz ni de manejar bien y con firmeza la visita de un candidato, ¿qué podemos esperar de él en un futuro?
En efecto: “aún no lo sabemos”.
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