Por Alberto Galvá |
Era una vez un joven muchacho de campiña llamado Hernán. Apenas teniendo 16 años, había emigrado de su pueblo natal en las lomas de San José De Ocoa y estaba desempleado. Cuando partió de su tierra les aseguró a sus parientes y amigos que con su sabiduría lograría dejar de cuidar conejos y vacas y de mal pasar las frías heladas de las montañas, y que a lo mejor volvería muy pronto con un tremendo vehículo con lo que todos sus conocidos quedarían boquiabiertos ante su éxito.
Fue así como lleno de esperanza y confianza en sí mismo, Hernán llegó a la gran ciudad. Una vez allí se dirigió a la casa de unos parientes quienes lo albergaron familiarmente mientras conseguía algún empleo.
Pasadas algunas semanas, uno de los vecinos del barrio en donde vivía Hernán le propuso un trato:
—Muchacho, ven acá.
Le dijo el grande y corpulento vecino, con su barba negra, sus botas de jornalero y su vestimenta de faena.
Cuando Hernán echó de ver al vecino lo observó velozmente de arriba abajo pero sin dejar pasar ni un solo detalle de su anatomía.
Era grueso como un hipopótamo, tenía largas barbas como un maíz viejo, sus manos eran callosas y arrugadas como ciruelas pasas, su boca era como un pan de agua muy grande, sus ojos eran como dos chinolas, tenía piernas largas y firmes como una jirafa y su voz era el retumbar de una caverna húmeda y oscura.
Un poco asustado por lo impactante de aquella figura imponente que le hablaba, Hernán le saludó:
—Hola señor, ¿Qué puedo hacer por usted?
—Bien, verás chico, he estado observado hace algunas semanas que te pasas todo el tiempo ahí sin hacer nada, así que he decidido proponerte un trato.
Cuando Hernán escuchó la palabra trato, sus orejas se pusieron en alerta como un conejo para escuchar cada palabra que pronunciase el corpulento hombre.
— ¿Un trato dice?, ¡bueno, soy todo oídos!
—Verás hijo, —Prosiguió el hombre— mi nombre es Anastasio Formoza, tengo una granja de pollos en las afueras de la ciudad y semanalmente debo viajar allá para ver los animales y cuidar algunos cultivos.
— ¡Ah, por eso las botas de jornalero!, —se dijo Hernán para sus adentros— la barba descuidada y la ropa de faena.
—Sabes, soy un hombre sin hijos, —le continuó relatando Anastasio, y no tengo mujer, y desconfío de casi todo el mundo. Pero tengo mucho respeto por la familia con la que vives. Poseo un automóvil que quisiera mantener muy limpio porque me costó mucho dinero, se trata de un hermoso Caprice Classicc sé que no es un vehículo deportivo o algo así, pero es un auto muy caro y lo tengo como una de mis posesiones más valiosas.
—¿Y.... en qué consistiría el trato, si se puede saber? —Le preguntó un inquieto Hernán—.
— ¡Ah ya veo!, —le dijo el hombre, estas ansioso por saber, eso me gusta, la gente curiosa y despierta me agrada.
––Veras… Simplemente debes mantenerlo limpio, lavándolo todos los días sin falta, lo harás toda la semana y sábados y domingos una vez por día. Lo harás con un shampoo especial para carros que yo te daré. Por último, los sábados y domingos además de lavarlo lo encerarás con una cera especial que yo te proveeré y lo pulirás prolijamente hasta que su chasis quede como un espejo.
Si estas de cuerdo te pagaré bien por ello y verás que trabar conmigo no produce decepciones.
Cuando Anastasio terminó de hablar, los ojos de Hernán parecían brillar con un esplendoroso signo de dinero. Estaba tan emocionado al considerar lo fácil del trabajo y la promesa de remuneración que solo atinó a decirle....
–– ¡Usted solo tiene que decirme cuando comienzo!
Excelente dijo el corpulento hombre, mostrándose alegre de que el muchacho aceptara su propuesta.
––Ven, sígueme, le dijo, enseguida te llevaré a mi casa y te mostraré el vehículo.
Cuando llegaron a la casa de Anastasio Hernán se dio cuenta que era una casa muy bonita y a la vez modesta. Cuando vio donde estaba ubicada la casa y el lugar destinado para la marquesina de inmediato se dio cuenta de la razón por cual el carro tenía necesidad de ser lavado todos los días. La casa quedaba en un tramo de la calle en donde no había pavimentación, así que el lugar se mantenía lleno de polvo, que además, se levantaba cuando pasaban otros vehículos.
Anastasio le entregó una copia de la llave para que pudiera abrir las puertas de la marquesina y así día a día cumplir con su misión.
De este modo llegó el primer día en que Hernán comenzaría a trillar su gran sueño de dejar atrás las tareas campestres para dedicarse a oficios menos indignos según pensaba él y de paso, ver realidad su ilusión de regresar a su pueblo victorioso gracias a su sabiduría y sagacidad.
Con mucha entrega y dedicación Hernán tomó el agua y el jabón liquido especial y empezó a lavar aquel gran vehículo de tramo a tramo hasta dejarlo completamente limpio y lustroso hasta que su rostro podía reflejarse en él. Al terminar barrió el exceso de agua, trató de dejar todo en orden y se marchó a su casa con la satisfacción del deber cumplido.
Así lo hizo el lunes y el martes y el miércoles y hasta el domingo, una y otra vez, esperanzado con la jugosa recompensa que estaba seguro abría de recibir por su trabajo. Cuando llegó el domingo, después de encerar y lustrar prolijamente el vehículo hasta hacerlo reflejar la luz del sol y de las bombillas eléctricas y de las estrellas y de la luna. Anastasio se le acercó muy ufano de su generosidad y le entregó un pequeño sobre manila bien sellado y a seguidas le dijo:
—Chico, me siento contento con tu trabajo, creo que has realizado una excelente labor, me parece que podrás seguir trabajando conmigo y ¡quién sabe, si sigues así hasta te podría llevar a trabajar a mi finca más adelante! Y para que veas que yo gratifico a los que trabajan bien, toma, te regalo este racimo de rulos.
Hernán le dio una afectuosa palmada por la espalda y lo despidió.
—Este porque no sabe, que a mí no me gustan los rulos, si me hubieran gustado los rulos me quedo en el campo y no vengo a la ciudad a construirme un futuro— así se decía el joven muchacho mientras no veía la hora por alejarse del lugar para observar detenidamente la cantidad de dinero contenida en el sobre. Así que cuando estuvo a cierta distancia abrió el sobre y se sorprendió por la cantidad de billetes que vio, se imaginó que debían haber allí por lo menos cuatrocientos pesos, o quizá quinientos, estaba que saltaba de alegría. Pero no los contó sino hasta llegar a la casa de sus parientes, cuando por fin llegó Adriel, su primo lo esperaba impaciente, pues habían planificado ir juntos al cine ese fin de semana.
—Y bien camarada, —lo saludó Adriel, ¿Con cuánto contamos para la diversión?
Seguro de su éxito financiero Hernán le paso el sobre al Adriel y le dice con una sonrisa de oreja a oreja; date cuenta tu mismo...
Adriel tomó el sobre y advirtió que Hernán en la otra mano traía consigo una mano de rulos. Y le preguntó:
— ¿Y esos rulos?...
— ¡Ah, no te figuras, el muy ingenuo me regaló esta mano de rulo pensando agradarme con ello, no sabiendo que a mí no me gustan los rulos, y que yo, precisamente por no bregar con víveres y animales he dejado el campo. Pero como a caballo dado no se le mira el colmillo, y por no hacerle un desaire al patrón los he tomado.
— ¡Ah bueno! —Le dice Adriel. Y prosigue.... sí, creo que con estos cien pesos te alcanza para ir al cine.
Pero pequeña no fue la sorpresa de Hernán cuando escuchó las palabras de su amigo.
¿Qué dices? ¡No juegues conmigo!
—No, no es juego.
—Pero son muchos billetes.
—Aha, de a diez, de a cinco, de a uno; a ver…déjame ver: de veinte, y a ver, déjame ver, como cincuenta de a peso... Ah, y algunos están bien sucios hasta de sangre de pollo me parece.
—¡No muchacho! Tú bromeas, esto no puede ser.
—Pero, —intervino Adriel. La pregunta importante es… ¿Cuánto acordaron ustedes que iba a ser la paga?
Pero Hernán hizo una larga pausa, mientras miraba al amigo con cierto desgano. Ahora se daba cuenta de que esa parte del trato jamás se acordó.
— ¡Bueno! Ok, tu silencio significa que nunca quedaron en nada, no hablaste de la paga con el patrón, o sea, que en palabras simples, acordaste trabajar por lo que sea. ¿Tú qué esperabas? Eres un lavador de carros. —el amigo trató de ponerlo en perspectiva.
—No, no soy lavador de carros. —negó Hernán.
— ¡Ah no!, ¡Oh sí! Corrijo, primo, no eres lavador de carros, eres lavador de un carro. Pero si lo piensas bien, no han sido solo cien pesos, prosiguió Adriel.
— ¡Claro!, no cien, como ciento cuarenta, ¿verdad? —ironizó Hernán.
— ¡Aha! calculando el racimo de rulos ¿Cierto?
¡Aha! primo no te acongojes demasiado por eso, que la vida no se hace en un día.
—No, es que no ha sido un día, fue toda una semana.
—Bueno, ni tampoco en un mes, ni en dos, ni en un año. Sea paciente primo, no desmaye por caballá. Que Dios da a cada quien lo que más le conviene cuando más lo necesita, ahora guarde esa mano de rulos y báñese para que nos vamos al cine.
Aun cuando Hernán había perdido toda la motivación de ir al cine por la decepción sufrida, tomó la decisión de complacer a su primo, para que este no sospechara que se sentía mal por lo que sucedió. Así fueron al cine a ver la película que por toda una semana habían esperado para ver, Adrián estaba muy emocionado con la película, pero Hernán pareció estar en otro mundo durante toda la función. Así llegó la hora de dormir, y Adrián todavía repasaba los hechos del día. Entre meditación y meditación cayó en cuenta de que ciertamente, a pesar de la poca paga, no se trataba de un gran esfuerzo y que le daba tiempo a realizar otras tareas mientras también cumplía con la tarea de lavar el carro, así que ideó un plan que le pareció excelente.
Al día siguiente habló con un amigo de Adriel quien tenía una gran lona, ahora en adelante no lavaría el carro todos los días, sino que lo cubriría con la lona para evitar que se ensuciara de polvo, de este modo, solo tendría que ir en la tarde hasta antes que llegara Anastasio, le quitaría la lona y lustraría el vehículo un poco y parecería que el vehículo se había lavado como todos los días.
Daba la impresión de ser una idea audaz. — ¡Brillante! —Decía él, eufórico por su astuto plan. Así que ahora volvía a tener tiempo para hacer otras cosas más interesantes, inteligentes y productivas que simplemente lavar un carro día tras día.
Fue así como Hernán pasó toda una semana sin lavar el automóvil y una tarde de caluroso ardor veraniego, Salió de su casa huyendo del calor de la casa de techo de zinc, corrió hasta el sitio en donde los otros muchachos del barrio jugaban pelota, se unió a ellos y jugó con entusiasmo hasta que le tocó el turno al bate, todos hacían gran algarabía, porque sabían que el muchacho le daba duro a la pelota, Hernán bullía de alegría, mirándose admirado por sus amigos, fue entonces cuando después de dos oportunidades falladas logró conectar un potente batazo, desatando el delirio entre los jugadores, que lo vitoreaban mientras seguían la trayectoria de la bola y que sin embargo, se dieron a la huida, cuando de repente se escuchó el estropicio de los cristales rotos de la venta de una de las casas de alrededor. Y solo atinó a ver las tiernas manos de unos niños que a la distancia, lo señalaban inocentemente a él, como el autor de aquel fatídico suceso.
Al rato bajó el dueño de la casa y jalándolo por las orejas lo llevó hasta la casa de sus parientes. Quienes al ver en la forma en que era traído se enfrascaron en una acalorada discusión con el vecino afectado, todos gritaban acusándose y diciéndose palabras ofensivas, mientras Hernán en medio de todo, callaba, hasta un determinado momento, cuando el muchacho rompió en llanto, y pidiendo que lo perdonaran prometió que pagaría la reparación de la ventana rota.
— ¡Usted se calla manganzón! —Le dice la tía, con voz enojada. De dónde va usted a sacar el dinero para pagar esa ventana.
—Usted, sabe que le hago un servicio al vecino de más allá, al Sr. Anastasio, y que los sábados me paga por lavarle el carro, con eso yo le pagaré la ventana rota. Respondió el muchacho.
La tía lo escuchó, y después de hacer un breve silencio y gesticularle un sutil: “!cállate ya!”, se pasó la mano por la cabellera sudada y le pidió disculpas al vecino prometiéndole que ellos le pagarían la ventana rota lo más pronto posible, y que disculparan los inconvenientes con lo que la discusión se dio por terminada y todos regresaron a casa.
Era sábado y a Hernán le tocaba ir a la casa de Anastasio a fin de cumplir su parte del trato, pero al llegar a la casa del hombre, grande fue su sorpresa, pues halló a Anastasio en la casa más temprano de lo que de costumbre solía estar, lo encontró cariacontecido y con una extraña expresión de ira contenida, mientras lo veía levantar la lona que cubría el carro de un tirón, con los puños cerrados y proferir una amarga palabrota: Hernán entonces supo que había problemas, intentó en vano devolverse por donde vino, pero fue peor, porque Hernán lo vio a la distancia, y le vociferó varias veces al punto que ya era imposible no volverse.
Llegar hasta la casa se convirtió en una verdadera procesión angustiosa, los pocos minutos que tomaba llegar hasta allí, se tornaron interminables ante la incertidumbre de la magnitud del problema que se avecinaba, hasta que sucedió lo inevitable; frente a Anastasio, sin saber dónde meter la cara por la vergüenza, comenzó a ser testigo de los resultados de su deslealtad al compromiso asumido. Uno a uno Anastasio le fue mostrando los lugares en donde el automóvil había empezado a deteriorarse debido a la humedad que acumulaba la lona con los cambios de temperatura, el auto lucia ahora descolorido y deslucido, muy diferente de cómo estaba antes. Anastasio solo atinaba a recriminarle:
— ¡Mira, mira!
—Mira aquí, y aquí también, mira esto, y esto.
Entonces lo miró a los ojos y viéndolo consumirse por la vergüenza, le propinó una larga y contundente tunda verbal, le dio un concejo tan largo y extenso que jamás, de los jamases aquel chico habría de olvidar.
Al escuchar la larga reprimenda, Hernán, no fue rebelde, ni respondón, ni trató de justificarse, sabía que había hecho mal, sabía que había violado la confianza depositada en él, estaba consciente de que había desobedecido las ordenes y que las cosas que estaban ocurriendo en su vida se debían a su mal proceder, así que cabizbajo, y con voz de enlutado le dijo pausadamente al hombre:
—Yo lo siento, sé que hice mal, y le pido que me perdone, si usted me lo permite, yo trabajaré para usted y trataré de corregir lo mal que hice.
Mirando pues la actitud del chico Anastasio fue movido a misericordia y le dijo al chico.
—Hiciste mal, pero eres humilde, y reconoces tu falta, así que yo te perdono. Por lo del vehículo no te preocupes, la cosa no es para tanto. Si estás de acuerdo, irás conmigo a mi finca a trabajar allá y te pagaré lo que sea justo.
Y así, Hernán aprendió por fin la gran lección. Aprendió a valorar sus raíces, pues se fue de su tierra para dejar atrás lo que hacía, para terminar haciendo lo mismo otra vez, aunque en mejores condiciones, aprendió a no romper los compromisos y a dar valor a las cosas, aunque sean pequeñas y con la ayuda de Dios y los consejos del viejo Anastasio su vida cambió para siempre.
¡Ah, por cierto! Esta vez Hernán le preguntó a Anastasio, cuánto le iba a pagar, y sí le gustó la paga.
FIN