jueves, 7 de enero de 2016

NOVELA DE MAL EN PEOR



DE MAL
EN PEOR
Por: Alberto Galvá


     Steve se vio un día preso en medio de una enmarañada urdimbre conceptual sintiendo en carne viva la constante zozobra de unos dolores intensos y nada imaginarios. Yacía rendido en un rincón de la mar convulsa en que había degenerado su lozana y prometedora existencia, pero ahora, a estas alturas, diferente de los días pasados, no poseía en sí ni el más mínimo hálito que le ayudara a continuar buscando razones de vivir. No podía porque le era imposible seguir siendo como en realidad era, un pariguayo consumado, un pendejo bonachón, un abnegado paladín del bien, sin ser a la vez el blanco predilecto de las más bajas traiciones y acciones inicuas.
     Antes de tomar nuevamente conciencia de su persona, para comparecer ante sí mismo y ante el Ser Eterno, aquel día y en aquella hora crucial, anduvo imperturbable por el basto jardín celestial vestido con los matices de las cuatro estaciones y los colores que son privativos a las pupilas sacrílegas del común de los mortales. Se paseó pausadamente por la admirable floresta celeste y la contempló bañada del rocío primigenio, puro en todo sentido, producto de la mañana eterna del paraíso de Dios. Se solazó en el cadencioso y constante murmullo de las prístinas cataratas cósmicas y contempló en perfecta paz al Ser Supremo ordenando, conservando y guiando a buen fin cada elemento de su buena creación.
     Vivo en su muerte incompleta, detenida su ejecución por la intervención de los atinados designios de Dios; miró todo en derredor, todo lo sublime, lo completo en sí mismo; sintió la sensación ciertísima del verdadero gozo y la plenitud, y sin embargo, en lo más íntimo de su persona advirtió que estaba en su trance, que su paz era incompleta, que era como una fruta a medio madurar, una metamorfosis que por alguna razón a pesar de haber llegado el tiempo preciso no se terminaba de completar, que le faltaba por lo mismo algo que debía hacer; una decisión; sí, siempre es así; es una cuestión personal que todo mortal debe asumir y esta vez no sería la excepción. Fue así como se vio aquel atardecer invernal, siendo observado por sus cercanos. Fue en ese instante que tuvo aquel sublime e indispensable chispazo de la memoria, esa iluminación compasiva que le puso en condición de escoger la rendición, la digna claudicación y gratificante abjuración, que le libró de seguir librando esa guerra sucia y sin cuartel, esa guerra sanguinaria y envilecedora tras ese, su más alto ideal, que era a su vez su verdadero talón de Aquiles, su esperanza tonta y sin valor, su esperanza inútil.         
    


     Bajo la tenue luz de la habitación 205 examinaba la inverosímil posibilidad e irrepetible oportunidad de escoger entre vivir o morir. Para él era crucial tomar una decisión sabia pues después de ese instante no habría otro chance. Debía elegir entre si en definitiva estaba dispuesto a enfrentar los grandes retos que la oferta divina de nueva vida le deparaba o si por el contrario, optaba por caer rendido ante la vida que lo había enfrentado a él y ante la cual había sucumbido de forma lastimera hasta el grado de suplicar cuerda.
     El doctor Alquímides Simientes  ya había informado a sus familiares que lo único que podía hacerse era esperar el momento de su deceso habiendo hecho todo lo que estaba al alcance de la ciencia.
     Fuera de la habitación, sentada en el largo e inhóspito banco del pasillo de espera de la clínica se hallaba Raquel Pimentel Pérez. Estaba vestida con su habitual ropaje de ama de casa de escasos recursos; usaba un pañuelo blanco adornado con esferas color negro con el cual cubría parte de su hermosa cabellera. A su lado la única amiga que en toda su vida tuviera la mujer más sombría y malsana de la tierra; su compañera de tantas batallas, siempre inseparables y testigo mudo de todas sus truhanerías. La tenía asida con  su mano izquierda con firmeza y serenidad. Dentro de ella tenía depositada parte de su seguridad y los elementos imprescindibles para enfrentarse a las más duras adversidades, su cartera predilecta, como todo lo que ella poseía daba la impresión de que juntas habían atravesado muchos ríos, montes y valles, pero a pesar de todo y contra todo pronóstico no se abandonaron, permanecieron juntas hasta aquel fatídico día escrito en sus ojos brujos desde antes que ella naciera. 
     Su aspecto no podía ser más deprimente: cuatro meses en espera de que aquel día llegara la habían dejado emocionalmente agotada. Se sentía a pesar de todo, un tanto embargada de remordimiento por los últimos sucesos del mes y aunque en lo más íntimo de su alma no deseaba la muerte del marido, tantas cosas pasaban por su mente que ya había albergado la idea perversa de que lo mejor que podría acontecer era su partida. El rostro de Raquel Pimentel reflejaba sin embargo más frustración que cansancio, su cara era constantemente bañada por un sudor nervioso e inmisericorde producto de un calor que inexplicablemente era solo percibido por ella, el liso y casi transparente vestido que llevaba notablemente ceñido a sus tiernas y excepcionales  carnes, daban la impresión de que le habían dado mal la dirección del cabaret; el leve maquillaje que se había puesto para realzar su belleza sin igual, la misma belleza que era a su vez la manzana misma de la discordia entre los que la rodeaban, se veía chorreado, los ojos vidriosos, unas ojeras profundas le daban el aspecto de una aparecida y  múltiples hebras de su fina cabellera de mula indómita se adherían a su piel color del exquisito trigo tostado que comieron los patriarcas. Pero aunque había ido a la clínica con toda la intención de ver al marido, experimentó la seca  y contundente admonición que a juicio de su cuñada debió habérsele dado desde los días del noviazgo de ellos. Le prohibió taxativamente que siquiera se asomara por el pasillo en donde se hallaba la habitación. La Morena, la hermana de su agonizante esposo, le advirtió que había dado instrucciones de que si la veían en la habitación la sacaran de inmediato, la amenazó además con revelar a todo mundo las poderosas razones que la impulsaban a tomar semejante determinación en caso de que ella se resistiera a dicha orden. Raquel Pimentel, sabiendo que llevaba las de perder, decidió simplemente posponer su acto de misericordia para los días del entierro. No es que estuviera arrepentida de nada, ella de hecho se consideraba así misma una victima de sus circunstancias «no tengo la culpa de ser así, qué quieren si los hombres me miran como si quisieran devorarme, como si fuera yo un plato exquisito, qué puedo yo hacer si ya cuando nací parece que Dios mismo me destinó a vivir a plenitud de mis virtudes»—se justificaba— así que se marchó de la clínica no sin cierta frustración y regresó hasta la casa en donde la esperaba él, que era su prueba, su desdicha y su perdición, ese hombre que no era su hombre, sino su macho.
    
   

     Hacían ya seis meses que a Raquel Pimentel Pérez le habían turbado la existencia. Su esposo Steve Readman llegó una noche cabizbajo a la casa, lo que no le era habitual, pues siempre fue un hombre templado. La causa de su desazón yacía en algunas molestias estomacales que no experimentaban mejora, todo cuanto ingería le caía mal, en diversas ocasiones había tenido unas deposiciones color amarillo acompañadas de una espiral tintada de sangre. Empezó a sentirse agotado y con un cansancio inusual. Después de contarle a la esposa acerca de las dolencias de las que estaba padeciendo, decidió hacer los arreglos para hacerse el estudio médico que por largo tiempo estuvo postergando. Cuando por fin resolvió acudir al hospital y hubo descrito al médico los síntomas que presentaba, recibió una respuesta para la que definitivamente no estaba preparado:

—«Eso puede ser desde una pequeña e inofensiva llaguita en el estómago, hasta un cáncer».
Steve se halló perplejo ante la manera descarnada y el exceso de sinceridad con que el doctor Estefano Rossi abordó el asunto.
Con rostro demudado Steve le expresó al doctor Rossi su tristeza. Le explicó que su madre dependía de él y que tenía una esposa joven a quien dejaría viuda y solitaria.
     Las palabras de Steve fueron tan conmovedoras que lograron sacar al doctor Rossi de la acostumbrada mecanicidad con que despachaba todos los casos difíciles. Hacía años que se había puesto de acuerdo consigo mismo en cuanto a no inmiscuirse en ningún modo con el dolor ajeno, pues su propio dolor, entendía él, le era suficiente para mantenerlo entretenido.  
—Bueno, no dije que era, dije que puede ser. Hay que hacerle estudios para determinar con seguridad qué es lo que está pasando en su organismo.
—Dijo el médico mientras fruncía levemente el ceño, declarando a seguidas: — ¿Usted bebe? Es decir… ¿Tiene hábito de tomar bebidas alcohólicas?
—Abra la boca, —le ordenó sin dejarlo responder, tratándolo una y otra de vez de usted y de tú según le viniera a voluntad, pues sabía que a su edad le era posible tomarse algunas licencias que en otras épocas le eran privativas y porque además ahora creía que su imaginaria fama de médico extranjero le seguía como al Faraón los ejércitos imperiales.
—No. —Respondió Steve en tono enfático, —yo me doy mis tragos de vez en cuando como todo el mundo, pero soy un hombre de mi casa; no tengo ni tiempo, ni dinero para alimentar vicios.
—La camisa, —continuó el doctor.
—Me la quito completa, le preguntó Steve con cierto azoramiento.
—No, no es necesario, tú no tienes muchas cosas interesantes que mostrarme, y yo tristemente no me incliné por la ginecología.
     Cuando Steve se hubo desabotonado la camisa por completo el doctor comenzó a examinarlo auxiliado del estetoscopio con una pulcritud y un sigilo que llamaban a sospechas.
—Respira profundo. —le ordenó.
Lo hizo ejercitar la caja toráxica hasta sentirse satisfecho, más adelante con sus delicadas manos le examinó detenidamente la cuenca de los ojos y frunciendo el seño con cierta angustia añadió:
— ¿No estas comiendo bien?
—Sí, a mi modo de ver sí.
—Sin embargo parece que tienes anemia.
Haciendo presión en su abdomen con la punta de los cinco dedos de su mano derecha prosiguió:
 — ¿Te duele aquí?
—No.
— ¿Y acá te molesta?
—Sí, sí. Un poco,
— ¿Un poco o mucho, dime claramente?
—Un poco realmente.
—Aha… bueno, veamos…
El doctor Estefano continuó su rutina pero sus ojos no pudieron dejar de centrarse en un particular    detalle que le llamó poderosamente la atención en el cuerpo de Steve; se trataba de aquel peculiar lunar debajo de su costado derecho. Era increíble que fuera tan parecido a uno que tenía su padre y que por cierto él también poseía.
— ¿Qué lunar tan raro?…  ¿Es de familia?
—No creo, solo yo en mi casa lo tengo. ¡Ah sí! Ciertamente, ahora que lo recuerdo creo que un tío mío tiene también uno parecido.
— ¿Muy parecido, estás seguro?
—Eso creo. ¿Por qué lo pregunta?
—No, por nada en particular, es tan solo que es un lunar bastante curioso.
     El doctor Rossi dejó que se le escapara una leve sonrisa que a su vez fue secundada por Steve, pero sin hacer comentarios al respecto porque se hallaba algo confundido ante la camaradería del doctor.
—Lo de la bebida es cierto doctor, sé que en este país es algo raro que una persona no beba a menos que no sea evangélico, pero lo cierto es que yo me cuido mucho, sabe.  
     Después de examinarlo con una profunda e inusual meticulosidad el doctor Rossi hizo un teatro mal logrado pretendiendo simular que había prestado atención a la breve declaración de pureza moral de Steve. A pesar de ello sus ademanes despreocupados le desmentían a todas luces. Pero aún había algo en Steve que aparte del detalle del lunar, a Rossi le llamaba poderosamente la atención; en una acción que para Steve fue algo incómoda el doctor Rossi lo encaró de tal forma y por tanto tiempo que tuvo que pedirle disculpas.
—Perdona, —le dijo.
—Pensarás que soy alguna clase de maniático, y si piensas eso no te culpo. Pero no temas, mis manías no son ni con hombres, ni con niños, ni con mujeres indefensas.
Al pronunciar esta última frase la voz se le quebró, pero prosiguió:
—En fin, voy a indicarle una endoscopia para determinar con seguridad total qué es lo que lo que te está aquejando.
—Quiera Dios que no sea nada grave doctor, imagínese yo no tengo ni nueve meses de casado y quisiera tener hijos algún día.
—No te apenes hijo, — le dijo en un inusual tono paternal.
—Ten confianza, yo he visto gente en peores condiciones rebasar el filo de la muerte, no te adelantes a los acontecimientos; además recuerda que la ciencia está muy avanzada.
     Steve escuchó en suspenso las extrañas expresiones de aliento del doctor Rossi, no obstante quedó algo confundido con lo que oyó. Fue solo después que salió de la sala de consultas del médico cuando atinó a entender el envés de sus palabras.

    
     Vestida con sus pantalones cortos de caqui, y su diminuta bajimama de franela blanca adherida a su espigada figura de yegua invicta, Raquel Pimentel Pérez, la hembra  regia por la cual se desvivían los machos del barrio, la que se había convertido en depositaria de las calumnias y las maldiciones  más enconadas de las damas de buen talante de la comunidad, trabajaba afanosamente rebanando unas cebollas rojas de gran tamaño, con un notable desgano. Se sentía dichosamente asediada por Manolo Brenes Readman, su antiguo novio de la infancia a quien terminó cambiando por Steve Readman, con quien se ilusionó, creyendo que le ofrecía más estabilidad y mejor estatus. Pero ahora recelaba tratando de ocultarle al marido el discurrir de sus hechos más recientes con el vecino de la parte de atrás, sobre todo porque la osadía de Manolo aumentaba conforme pasaban los días. Primero empezó brechándola entre las rendijas de las desvencijadas maderas del rancho mientras se bañaba o mientras ellos hacían el amor, pues así se lo contó de manera descarada y escandalosa, imitando incluso los quejidos analgésicos emitidos por ella en el acto del amor de los jueves a la una de la madrugada; últimamente la había esperado en las esquinas de la casa por donde sabía que ella solía transitar cuando iba o volvía del colmado, y por dónde ella sabía que él solía estar. Al principio solo la piropeaba, más lo de ahora era ya un acto temerario y las temeridades eran en la vida de Raquel la fuente misma de sus muchos y lamentables traspiés. 
     Steve nunca fue que se dijera, un hombre fogoso en sus desahogos amorosos. En lo que sí era un hombre dedicado y entregado, no obstante su truncada educación; era en las tareas cognoscitivas. Era un inveterado lector y le encantaba hacer galas delante de cualquiera que estuviera dispuesto a soportarlo, de su extensa y refinada formación familiar, una rica erudición bibliográfica heredada de sus padres y una pasión confesa por los vericuetos históricos. Aunque la mayoría de sus amigos se burlaba de su genuino y bien documentado bagaje intelectual, siempre halló en Anita King una admiradora incondicional. Anita era hija de doña Tina King, la ilustre y egregia maestra jubilada, «de los tiempos en que realmente había maestros y no profesores boca de burro como los hay ahora» sentenciaba la anciana. Anita sentía además un ciego amor por él; tan ciego que en las últimas doscientas setenta noches en que se había visto sola sin su compañía, había logrado por fin interpretar a plenitud el mundo de sombras en que vivía su madre.        
     Si bien Steve Readman era un marido ejemplar en casi todas las formas que se dijese, en las tareas amorosas era a veces exageradamente gélido y frugal. Se sentía feliz con saber que tenía en su poder a  la mujer que había elegido y que amaba. Gozaba más de la compañía de la mujer que tenerla a su merced en una cama ancha. Ella era su universo, lo constituía todo para él, no sabía a ciencia cierta cual era el hechizo que lo ataba a ella, pues contrario a él era una mujer rústica, indelicada, sumamente tórrida y sin escuela; que apenas conocía las operaciones elementales de suma resta y multiplicación, porque la división nunca la asimiló como era debido, más bruta que la pata de un buey para cualquier cosa que requiriera articular ideas abstractas. En algunas ocasiones llegaron a tener serios choques por lo que él llamaba «la maldita desgracia de los pobres», que no era otra cosa que ese destino azaroso de permanecer hundidos en el foso de la ignorancia alimentada por la holgazanería mental y el ánimo apocado. El altercado más agudo lo tuvieron una tarde en que él haciéndole un acostumbrado cuestionario en la hora después de la siesta, con los pies de ella sobre sí, en medio del mueble de pino color canario, mientras le descascaraba las mazamorras y ella desgajaba algunas chinas agrias; le preguntó la tercera vez por el nombre del patricio libertador y  halló una vez más, para vergüenza suya, que ella confundía a Juan Pablo Duarte con el General Pedro Santana, y a Luperón con Lilís,
— ¿El Patricio?... ¿Ese no es el que mataron a palos por ladrón, digo el que hacía velas en Venezuela o algo así?
— ¡Carajo, mujer, que bruta eres!
—Le gritó indignado por aquella reiterada traidora amnesia y confusión histórica. Estaba fuera de sí porque cuando la memoria histórica de la patria peligraba lo sentía hasta los tuétanos, aunque con ella nunca había reaccionado de ese modo y de hecho, no lo volvería a hacer jamás.
—Estoy perdiendo el tiempo contigo, tú no coges, no asimilas, no te entra nada. —Le recriminó enfático.
Ella reaccionó airada y se marchó de su lado vociferando una andanada de palabras descompuestas que siempre recitaba en orden y tiempo perfecto sin modificaciones, en tonos diminutivos y aumentativos.
«¡Que pendejo! privando en catedrático el patarrajada este».
     Después de aquel infantil desaguisado ella permaneció dos semanas sin dirigirle la palabra, y una noche ni siquiera durmió en la casa con él dizque para que aprendiera a respetarla. Desde esa noche en adelante él comenzó a escuchar perturbadores rumores que hablaban de otros guerreros que habían logrado descifrar la combinación del codiciado tesoro que celosamente resguardaba el cinturón de castidad de su mujer. Lo peor del rumor era que entre los que se mencionaban estaba Manolo, su entrañable amigo de infancia. Así que movido por las infaustas consecuencias que descubrió resultaban de zarandearle los genios a la esposa, decidió en lo adelante asumir un actitud más condescendiente con ella. Su temor irreverente y su exagerada lenidad contribuyeron para que él difiriera todas las asonadas, clarinadas y supuestas intentonas escandalizantes que empezaron exacerbarle los ánimos, pero que sin embargo soportó y perdonó con un estoicismo rayano en el masoquismo. Le excusó sus primeros deslices auto acusándose por las hambrunas sexuales a las que sabía la había sometido en repetidas temporadas de éxtasis levitatorio en el orden intelectual. Su proverbial amor e inigualable don de gente impidieron cualquier represalia, porque su memoria era una memoria pasajera, en ella no guardaba nada, así que su sana conciencia le condenó a repetir sus reveses más de una vez. 
     Raquel Pimentel nunca fue una mujer aplomada en los asuntos morales, y en la casa de Steve, todos excepto él, le reconocían esa peligrosa condición a la muchacha. Doña Vertilia King de Readman, la Viuda de don Pacificador Readman Phipps, y madre de Steve Readman; siempre la calificó como una chivirica oportunista «que se quiere aprovechar del pendejo de mi muchacho».
     La joven había emigrado de un pueblo del interior, extrañamente sola. Era según sus propias palabras de la provincia Duarte, aunque más específicamente de San Francisco de Macorís, pero cuando se ponía sincera aclaraba que no había nacido exactamente allá, sino en la sección de Cenoví, aunque en Cenoví su estadía tampoco había sido duradera, porque la verdad es que también había estado un tiempo en Sosua, «usted sabe en aquellos hoteles, con gringos y alemanes y franceses, aprendí mucho allá con la tía Rebeca» afirmaba siempre con un cierto aire de nostalgia y satisfacción. Su vida a ciencia cierta, era el secreto mejor guardado, o la mentira pública mejor urdida, algunos hasta llegaron a comentar que por las fabulosas virtudes sexuales que se le atribuían, a lo mejor ni si quiera era dominicana, sino una haitiana café con leche, caliente, «de esas que saben de conjuros y esas pendejadas».
     Movida por sus frustradas ansias emancipadoras y por un incontrolable fogaraté examinaba sus laberintos sexuales advirtiendo con mucha preocupación que Steve no la tocaba, no le daba las acostumbradas caricias que a ella la hacían vibrar y que tanto gozaba desde los tiempos de sus exabruptos prenupciales.
— ¿Qué te está ocurriendo últimamente Steve?
Le indagó ella.
— ¿Porqué lo dices?
—No sé, te noto retraído. Y tu semblante se ve cansado, la mayor parte del tiempo pareciera que estas de mal humor.
— Aha, ¿tu crees?
— Si, ya lo creo.
— Aha, y… ¿En qué lo notas?
— ¡Hombre en qué va ser!…
— Hum… ah, ya veo, quizás… pero eso no lo es todo.
— Bueno, si tú lo dices, debe ser. Allá tu. Pero acuérdate que no soy de palo.
     Él la agarró calmadamente por sus  brazos ocultando el rostro tras sus espaldas, y le dijo en tono despreocupado:
— ¿Qué harías, si... yo me muriera?
La  respuesta fue inmediata, como si la hubiera tenido preparada desde hacía ya mucho tiempo.
—Te entierro, me pongo un poco de cebolla en los ojos para disimular unas lagrimillas, y brindo café.
     Él salió de su escondite mirándola fijamente a los ojos y le dijo revestido de una risa falsa y sin mucha convicción:

—Me alegra escucharlo... yo haría lo mismo.

Raquel Pimentel hizo un intento delicado por soltársele para continuar los aprestos de la cena. Pero él inconscientemente no se lo permitió, quería disfrutarla al máximo, aunque no tenía aún un diagnóstico sobre su estado de salud presentía que no duraría mucho; tiempo atrás había escuchado que cuando las cosas no andan bien el cuerpo avisa. Sabía que no era normal lo que le ocurría a la hora de ir al retrete; dos tíos suyos en línea paterna habían muerto de la misma enfermedad: cáncer de colon; y aunque no presenció el proceso de deterioro de ninguno de ellos sí recordaba las dramáticas historias que sus parientes le narraron. Le llamaba además la atención la curiosa razón gramatical aún no descubierta por él de porque este sustantivo no llevaba la tilde.

     Al llegar la noche regresó al rancho con los ojos y los pies adoloridos por lo que, después de bañarse, se recostó por breves minutos. Aquel día se lo pasó en las labores del colmado, primeramente intentando, sin mucho éxito safársele a Anita King, pues cada vez que la ocasión le era propicia lo anclaba a su merced de la manera que ella sabía que a él se le podía mantener cautivo; meticulosamente organizaba su arsenal intelectual introduciéndolo sigilosamente por aquellas áreas en las que ella sabía que él brillaba con luz propia hasta llevarlo al terreno en que la innegable genialidad de ella alcanzaba sus costas más altas. La excepcional magistralidad con que lo hacía hablar de buena gana sobre los más variados tópicos, saltando con gracia y con verdadero acierto desde el desenvolvimiento de los cangrejos de agua dulce hasta el místico origen de los quásares más lejanos; ella era sencillamente admirable, y no faltó momento en que hasta la escrutó en silencio por ver si fuera posible, tal vez algún mal día que le fuera necesario negociar su inusitada erudición, la prenda más valiosa y visible de ella a juicio de él, a cambio del trazado maestro de la figura escultural de la esposa, pero la balanza nunca se inclinó a favor de ella, la cuestión que se le planteaba era similar al conflicto de Jacob con Raquel y Lea, pero, ni él era el terrateniente, que pudiera darles a ambas holgada cabida en sus dominios, ni ella estaba dispuesta a compartir su amor con ninguna otra mujer y menos con Raquel, a quien ella y medio barrio consideraban una zorra consumada.
     Invirtió también parte del día en explicarle a Damián Pozo, su socio en el negocio del colmado, el abc de la administración de los negocios: «las mercancías que te traigan los proveedores que sabes que se venden con lentitud, no las compras, pero las que ves que tienen salida, les compras doble; en cuanto a los manganzones que vienen a hablar pendejadas te cuidas mucho, sobre todo de Virgilio el villetero, me he fijado que casi no sale del negocio; hay que andar con cuatro ojos con esos tipos me he dado cuenta que siempre aprovechan cualquier chance para robarte lo primero que les venga a mano, fíjate sobre todo en el hijo de Rosa la hermana de la mujer de Manolo, que a ese pillito le sobran mañas; de los que vienen a coger fío te cuidas más y no te olvides de poner bien visible el letrero de: "HOY NO FIO, MAÑANA SI" que lo compré por buen preció en el Mercado Modelo».
     Cuando se sintió restablecido se levantó de la cama, pasó por la cocina y después de sobar prolijamente a la esposa, aunque sintiendo cierta indiferencia de su parte, se sentó en la desvencijada mesa del comedor y dirigió su mirada hacia cada rincón de la casa, la cual se resumía en un cuarto de una madera ennegrecida por la falta de pintura, dividido por la mitad con planchas de cartón piedra para dar lugar a la habitación de ellos, luego la sala y la cocina se volvían una misma cosa. Tenían demás un viejo reloj en forma de balcón que representaba un melancólico suburbio de Venecia del cual una vez salía un búho que pregonaba la hora pero que hacía ya tiempo que se había jubilado ya que las baterías se le habían descargado y nadie había hecho nada por reponerlas. Desde afuera se escuchaba el ruido ensordecedor proveniente de los colmados circunvecinos que junto con el sonido enloquecedor de las plantas eléctricas obligaban a todos los habitantes a soportar sus preferencias musicales advirtiendo a los que se quisieran oponer, que a quien no le agradara que se mudara. Pero de entre el ruido podía distinguirse además la risa escandalosa de los jugadores de dominó que estrellaban con ímpetu las fichas en la mesa del dominó para que todos se enteraran que el equipo de los delincuentes serios estaba ganando la partida. Todo los que en el barrio poseían inversores eléctricos tenían los televisores encendidos siguiendo de cerca el béisbol de grandes ligas que había tenido inicio la semana anterior, pero en su casa no era así porque ni tenía inversor ni a él le llamaba la atención el juego de pelota.  Aún cuando el ventilador eléctrico estaba encendido desde hacía rato ya el calor era sofocante, aunque al llegar la madrugada la temperatura volvía a ser apta para seres humanos.
    Esa noche cenaron con una yuca agua tibia, que ella puso a hervir temprano. Le hizo un escabeche de huevos con tomatitos Barceló, y de adorno le colocó unos anillos de cebolla roja pasadas por vinagre. Como era costumbre de ambos, solían acompañar todas las comidas con un vaso de jugo o en su defecto una soda. Esa noche sin embargo no había vestigio ni de lo uno ni de lo otro.
—Raquel —La llamó: — ¿Qué pasó con el refresco?
—Ya me extrañaba que no habías preguntado por él. Gracias a Dios esta mañana cayeron unas guanábanas y decidí prepararte una champola, pero estos apagones están terribles, y la champola por ser tan espesa tarda mucho en enfriarse.
—No te preocupes, dámela así como esté.
—No creo que te vaya a gustar, pero sí la quieres así... que más da.
— ¿Qué hora es? —Indagó él.
—Yo que voy a saber, el maldito reloj ese hace tiempo que no funciona.
—No hay necesidad de maldecir.
—Pero el maldito reloj no es una persona, —se burló ella.
—No quita, se oye feo, y más en una mujer.
—En fin la vaina esa no funciona, no sé que le pasa.
––No es una vaina, es un reloj, y lo más probable es que se le hayan agotado las baterías.
—Pues tráeselas y no jodas más, para algo tienes un colmado; si tienes un colmado no deberíamos tener el reloj parado por un par de pilas, y también deberíamos tener muebles y otras cosas, por eso es que dicen que "en casa del herrero el cuchillo es de palo".
      Steve se sentía decepcionado por los reclamos de la mujer, sabía que el origen de su disgusto no residía en solo las pocas cosas que había mencionado, pero como no podía dar respuesta inmediata a sus demandas prefirió guardar silencio por un rato.
     Ella, mientras tanto, se acercó al refrigerador; quitó la puerta de la nevera haciendo un esfuerzo extraordinario. Él se ofreció a ayudarla pero se quedó sentado porque estaba como abobado, aturdido por el estado de incertidumbre en el que el doctor Rossi lo había dejado.
 —No te preocupes Stivi, a ti te va  tocar volverla a colocar. —Lo consoló ella con cariño procurando volver a la paz.
Raquel se acercó diligentemente hasta la burda mesa de cuatro sillas pintada de un gris fúnebre. Llevaba consigo una generosa jarra de champola de guanábana. Mientras se desplazaba a través de  la media luz de la vela que alumbraba la penumbra del largo apagón de ese día, su cuerpo se balanceaba acompasadamente dejando al marido orgulloso una vez más por la elección. Tomó uno de los cuchillos que estaban disponibles en la mesa, sin usar y revolvió la champola hasta que esta se hizo agradable a la vista. Se acercó nuevamente hasta la mesa y estirando delicadamente por las cuatro esquinas el mantel adornado con figuras continuas de cuadros rectangulares de un color intensamente rojo, se empeñó en que la cena del marido tuviera la mejor presentación posible. Cuando él inició el ritual de la cena con la oración aprendida desde su niñez, ella lo siguió en silencio sin orar, sino dedicando sus esfuerzos mentales a otra actividad para ella más placentera. Cuando lo escuchó decir el amén se arrimó al espaldar de una de las sillas de guano del humilde comedor mientras extasiada, miraba como él se deleitaba  en engullir grandes pedazos de yuca ardiente nadando en aceite, con sus labios relucientes y aquella, —para ella—, insoportable expresión de satisfacción; mientras el vapor que expedía la yuca le daba en la cara y le hacía correr grandes gotas de sudor.
     Él la miró lentamente sin pronunciar palabras. Ella se hizo cómplice de su mirada y en tono de una resignación forzada suspiró.
— ¡Las vainas que tenemos que pasar los pobres! ¿Eh?...
Steve con una mano se limpió el sudor de la frente y con la otra tomó una servilleta y se retiró un poco de la grasa de la boca. Sus movimientos eran torpes y erráticos, atrajo a la mujer hacia él por una mano y le dijo:
—Ya vendrán días mejores.
—Desde que me casé estoy escuchando la  misma vaina. —Dijo ella.
—No sabía que te habías casado sola. ¿Por qué nunca usas el plural?
—Sabes muy bien lo que he querido decir. Te la pasas prometiendo y profetizando cosas que no se hacen realidad, así mismo fue como me conquistaste.
—No te puse un puñal para que te casaras conmigo, te uniste a mí porque según tus propias palabras siempre soñaste con un hombre como yo.
Ella hizo silencio.
— ¿Por qué callas, acaso te puse el dedo en la llaga?
—Honestamente... mejor lo dejamos hasta ahí, total contigo mi futuro parece estar suficientemente claro.
—No creas que no entendí lo que dijiste, solo te reitero que "nunca es más oscuro que cuando va amanecer", no olvides eso.
—Eres demasiado optimista. —Le reprochó.
—A ti te convendría bien ser menos pesimista, es preciso creer en Dios y creerle a Dios, hay que madurar hasta alcanzar ese conocimiento. —Le instó él poniendo rostro adusto, la misma pose que siempre adoptaba cuando se disponía a sermonear.
—Lo que pasa es que yo tengo los pies sobre la tierra, yo soy la que está atenta a lo que falta en la casa. Soy la que vive confinada en este cuchitril de mala muerte bajo el ojo impertinente de estos vecinos de mierda, que no nos pierden ni pie ni pisada. Que están que se desviven porque venga un huracán para ver quien gana la apuesta de sí queda, o no queda nada de nuestra casa, cuando el viento la zarandee  como a una rama huérfana. En fin, para mí todo es más difícil.
—Esa arenga viene significando más o menos que yo no tengo puestos los sentidos en la realidad  ¿Verdad?
— ¿Qué vaina es esa?—indagó intrigada pensando que le había dicho una palabra descompuesta, al tiempo que enclavaba en la mesa de pino chileno una y otra vez el cuchillo de ranuras continuas y punzantes que sostenía en la mano derecha, con una cierta ira reprimida.
— ¿El qué? —le preguntó el marido, consternado por el sugerente movimiento del cuchillo pero a sabiendas del objeto de la interrogante,  con la idea morbosa de disfrutar su incapacidad de inferir el significado de las palabras.
— ¡Lo de la arenga! ¿Qué iba a ser? —Insistió ella.
Generalmente un discurso solemne, —le respondió de soslayo.
Una vez más no entendió el significado de la expresión, pero ya estaba acostumbrada a su jerga intelectual ininteligible para ella, aunque esta vez no pudo disimular más su descontento.
—Tú sabrás, piensa  lo que te dé la gana.
Él la observó por breves segundos, en medio de un incómodo silencio y como siempre volvió a pensar lo mejor de ella, sin advertir  que debajo del iceberg había una profunda zurrapa de descontento que apenas había empezado a mostrarse.  
—Ten paciencia, Raquel Pimentel, no desmayes, que el día más claro llueve. —Le respondió con una sonrisa de oreja a oreja. Lleno de la seguridad de la que siempre se había sentido ufano, se dijo para  sí una vez más. «Como mi Raquel no hay dos mujeres, ella es una santa».
     Raquel Pimental había comenzado lentamente a tantear los ánimos inexplorados de su esposo, y pronto llegó a descubrir que cualquier cosa que ella se propusiera hacer con él, podría lograrla, porque él  solo vivía por y para ella.

—Será lluvia ácida lo que nos va caer o una granizada que nos mate a ambos. Mírate Steve, ¡maldita sea! estamos tan de malas que si rifan un cáncer tú te lo sacas.
Él no pudo ocultar un cierto estremecimiento moral, y advirtió en sus palabras un velado augurio de los resultados del estudio que tenía pendiente hacerse, de repente se le mudó el rostro y se le fueron las ganas de al principio de deglutir cada pedazo de yuca en el inmenso mar de grasa.
— Estoy sinceramente harta de las cosas que tú dices que vienen y terminan no llegando nunca.
Es que te falta fe mujer —se defendió sin absoluta convicción.
Tú tienes fe, ja, ja. Una se cansa de oír las mismas pendejadas, solo te digo eso, —le amenazó y prosiguió en tono in crescendo hasta llegar al clímax.
—Yo felicito tu fe, pero debo decirte que cuando éramos novios me convenciste con la cancioncita esa de la fe, «mira que Dios aprieta pero no ahorca, que el día más claro llueve, que el que persevera triunfa, que Dios lo sabe todo, que si no tienes es porque no te ha de convenir», pero amigo mío —prosiguió en tono irónico y apuntó certera para clavarle la estocada final. —Después de siete meses sin cuadros, sin muebles, durmiendo en un culero de perros y cada vez que me levanto y veo esta casa agujereada, y este techo enmohecido, y este lodazal en medio del que vivimos me digo a mi misma, de qué me ha servido esta fe de mierda, si de todos modos me está llevando el diablo. No bien terminó de hablar, en un acto de total  inconsciencia lanzó el cuchillo cerca de él.
— ¡Maldita sea!—
Exclamó con lágrimas en los ojos.
—Mujer no blasfemes, mídete.
—Mídete tú pendejo, que no voy a seguir empeñando el televisor para comprarme panties.
Steve tragó en seco. Por un breve instante, se sintió algo perplejo y marginado. No sabía que hacer; lo que si advirtió al vuelo fue la virulencia de las palabras de la mujer. Se sintió herido con la confesión, y el peligroso resultado de su arranque de ira, pero no podía reparar en ello, porque se estaba jugando el honor.
—No sabía que fueras tan mal agradecida.
— ¡Te das cuenta! Ese es preciso el problema. Que lo ignoras todo; pero esta vaina se va a acabar pronto.
— ¿Acaso me estas amenazando?
—No, te estoy advirtiendo.
Steve leyó en su rostro un peligroso resquemor guardado celosamente hasta aquel día. A veces ella se apagaba y él notaba que le estaba pasando algo, después de media hora de preguntarle qué le podría ocurrir, y de las respuestas que ella daba sin pronunciar palabras; ¡hum, hum! A cada interrogante, él lograba interpretar la razón de su desazón, y por lo general la sacaba de su encerramiento llevándola hasta el boulevard del Pensador cerca de la avenida de los Astilleros Navales y le buscaba la vuelta brindándole un helado de mantecado en medio del melancólico parquecito de pinos, javillas y arrayanes centenarios, o una malta morena con galletas saladas, o un sangumbio de butifarra criolla, con bofe, longaniza y espaguetis revueltos en salsa de carne de pollo; quedando toda en paz después que el vórtice de sus principales emociones quedaba saciado. Sin embargo el presente exabrupto lo llamó poderosamente a preocupación. Su Raquelita nunca le había desafiado de esa manera. 
    

     Tal como se lo había aconsejado el doctor Rossi, Steve Readman no se descuidó esta vez y sacó el tiempo necesario para hacerse el estudio que éste le había recomendado. Estaba ansioso por saber que estaba pasando en su cuerpo, cada día la sensación de tener la vida colgando de un hilo le inquietaba más y más. Había resuelto el problema de los papeles tintados de sangre lanzándolos en la letrina, pero su rostro empezaba a evidenciar un letargo que anunciaba que no todas las cosas estaban bien en su cuerpo.
     Cuando llegó el día señalado se dirigió al centro médico donde era atendido. Hizo la modorra más temprano que de costumbre por lo cual los ojos se le veían lejanos y vidriosos. Esa mañana en particular había amanecido con un desgano inusual; trató de no despertar la esposa y se dirigió directo al baño: un cuartito pequeño con una pileta de cemento hecha al apuro, pintarrajeada, sin vestigios de cuidado, arte o simetría y con la pintura del techo desprendiéndose en progresión geométrica. Se sentó un rato en el hoyo del sanitario y arrancó uno de los muchos pedazos de papel periódico colocados en un clavo, cortados de forma rectangular con un cuchillo de pelar yuca. Se acercó el papel para deleitarse en la lectura del mismo mientras desalojaba de su cuerpo unas estruendosas ventosidades y otros desechos tóxicos.
—«Presidente de la República dice: “en mi gobierno se terminará el peculado” ».
—Leyó por un lado.
Indiferente a esa información volteó la hoja  y continuó la lectura:
—«Alarma autoridades aumento casos cáncer de colon».
Sintió un espasmo repentino, se imaginó que los intestinos se le habían tornado color verde, reflexionó algunas ideas sobre lo que él debía hacer para garantizar que la mujer pudiera sobreponerse a su partida en caso de que el resultado de su estudio médico fuera el que presentía, pero una trastada absurda terminó desvirtuando su altruista imaginación pues cuando salió de su absorción estaba pensando en los chicharrones que junto a Raquel Pimentel había disfrutado en un reciente día de playa en Boca Chica. Se palpó las mejillas y notó que su barba era como puntas de alfileres, sin embargo no le daba tiempo para afeitarse. Salió del baño y fue hasta el patio, que tenía un aspecto penumbroso, poblado de varios árboles frutales: cerezos, guayaba, mango, guanábana, aguacate, pan de frutas. Tenía así mismo una pecera plagada de gupis y peces cola de espada al final de la cerca de su casa. Criaba algunas gallinas con alimento enriquecido con hormonas americanas; aquella práctica y observar los peces eran una verdadera catarsis para él.
     Destapó uno de los barriles donde almacenaban el agua de uso diario y como salidos del averno un tumultuoso enjambre de caballeros del paludismo se abalanzó en tropel sobre su rostro haciendo que el ambiente adquiriera un matiz fantasmagórico, luego de la visión de los caballeros alados de la muerte dio una mirada a vuelo de pájaro al envejecido y ya negruzco zinc que servía de barda divisoria entre su nidito de amor y los demás ranchos de la zona. De pronto su mirada topó con la de Manolo, el vecino de atrás, quien tras cepillarse se rascaba plácidamente los genitales en un verdadero estado de transportación. No era la primera vez que sus miradas se encontraban, ni era tampoco la primera vez que decidían ignorarse mutuamente; lo que sí era cierto esta vez en la expresión del rostro de Manolo era esa ansia de provocación gratuita; pero Steve lo ignoró nuevamente, al final de cuentas era él quien había decidió vivir  atrapado en el pasado, bajo el yugo opresor del rencor y la envidia. Hizo ¡psche! y   miró el tubo que servía de sumidero para el gas metano procedente del pozo séptico al tiempo que reflexionaba, «¡Cuántas miserias debemos sufrir los pobres carajo!»
     En las cercanías unos perros realengos con sus nerviosos jadeos, con sus silbidos infrasonoros y sus ladridos impertinentes inquietaban el descanso de los parias del barrio mientras recorrían en jauría sexual los viejos callejones destrozando indolentes las flores de cayena color carmesí así como las trinitarias y el coralillo delicadamente cuidados por su dueña, la vieja Elminda, la yaniquequera.     Steve introdujo un segundo balde al barril y prosiguió su camino hasta el baño. Al entrar de nuevo sintió el lugar caliente, anegado  con el olor inconfundible que distinguía su presencia y de inmediato con un galón a medio corte se lanzó agua encima y empezó a enjabonarse con el jabón de cuaba que siempre estaba a disposición en el bloc calado. Cuando terminó por fin de bañarse salió del baño y se secó con la misma toalla que se había estado secando varios años antes de casarse con Raquel Pimentel.
     Mientras se colocaba la ropa ya un tanto más apresurado, varias piezas a la vez; su mirada se filtró por entre el mosquitero de color azul, desgastado y tan sucio que no se sabría con exactitud cual era su color original, además agujereado por el paso inexorable de los meses de miseria que se alargaban más y más. Vio como la esposa se revolvía y acurrucaba en la cama por el frío de la madrugada en movimientos asimétricos. Al ver su carne tan tersa a través de su bata transparente, sintió unos deseos que tuvo que contener para no despertarla, aunque ella, en otro tiempo,  no se habría quejado si él la hubiera sacado de su letargo trastornándole la tranquilidad con pasión y ternura besándola con besos de su boca. La contempló con la melancolía y la angustia del que sabe que algo gratificante llega a su final. Terminó de subirse los  negros calzoncillos de franela, se posicionó el lembo,  se  acomodó la camisa de mangas largas dentro del pantalón como era su costumbre y más adelante, después de subirse completamente el pantalón se abrochó el cinturón de cuero notablemente desgastado, se peinó el pelo crespo color blanco y negro frente al abanico porque había empezado sentir calor. Se acercó finalmente a Raquel Pimentel y le dio un beso con mucha suavidad en sus mejillas de bronce. Ella rezongó entre sueños y se abrazó a las sabanas, mientras en su hermoso rostro se dibujaban unas tiernas gesticulaciones que hablaban de un sueño deleitoso.
     Sin poder detener más el inexorable curso de los acontecimientos, Steve revisó su cartera en tanto se dirigía a la puerta con paso firme. Por breves instantes se fijó nuevamente en el estado de la casa, derruida y desvencijada, y se acordó de las advertencias de su madre sobre las tormentas de octubre, pero disipó rápidamente ese pensamiento ante la imposibilidad de resolver el problema de manera inmediata porque los intereses que el banco le estaba cobrando por el último y más costoso préstamo que había concertado lo estaba llevando poco a poco al borde de la quiebra y no pocas veces pensó en salir del colmado pues advertía que lentamente el negocio se le iba descapitalizando.
     Contó doscientos cincuenta pesos e hizo un veloz cálculo de los gastos del día: treinta pesos que gastaría en pasajes para ir al hospital, y cincuenta pesos que dejaría a la mujer para los aprestos del almuerzo sumaban ochenta, el resto del dinero lo mantendría cautivo en prevención de cualquier imprevisto. Día tras día esa había sido la rutina en las vidas de Steve y su esposa. Rodeados de miseria y mediocridad por todos los alrededores, viviendo la vida como una onerosa carga que había que soportar, deseando a veces ser como los pájaros; libres, sin más compromiso que comer, dormir, cantar y garantizar la continuación de la especie; asechados de males potenciales y reales todos los días, teniendo él como única égida la falsa paz de creer que ella era su fiel Penélope y Raquel la certeza absoluta de que ella era el santo de su devoción. Obteniendo así mismo de su vida vacía y solitaria la presea de un amor que él creía comprometido, pero que tristemente hacía tiempo ya había empezado a marchitarse.



     Un nuevo y rutilante día había llegado. A pesar de haber madrugado con el fin de evitar la acuciante espera de la fila kilométrica que avanzaba a cuenta gotas, el número de orden que le tocó fue tan alto que pensó seriamente volver otro día. Pero tomando valor y resignación intentó el que sus ojos vieran sin mirar el deprimente espectáculo de los ancianos arrumbados a las paredes derruidas vestidas de un color verde sin esperanza. Con la mirada misma de un hereje en un tumulto de carne humana marchita como las hojas caídas en otoño, en un carnaval de colores fuera de temporada, colores de luto, colores de estivales, gente sin atractivo que solo inspiraban una larga y entontecedora lastima, el lloriqueo interminable de los niños pequeños que gemían unos por hambre, otros por la fiebre abrasadora y  otros por toda suerte dolores indescifrables y de todos los matices, el olor a carne trasnochada, los quejidos de los heridos que maldecían a las enfermeras y a los médicos, la fetidez de los baños descuidados. Se resistió oír lo que oía, oler lo que olía y contemplar lo que sus sanos e inocentes ojos de jade tenían frente a si, lo mismo de siempre, toda esta jodida podredumbre, toda esta indignidad, «¡que va gallo!», esto está para titanes, ¡ofrézcame! Si yo me entero antes, pido que me dejen donde estaba, hubiera cabildeado para que me difirieran el viaje o habría logrado que me barajen el vuelo, y por nada del mundo hubiera nacido en este rompecabezas de mundo en este hastiante y oscuro valle de lagrimas.

—Buenos días doctor Rossi, cómo le amanece hoy.
El doctor le reciprocó el saludo con un solo golpe de voz, —¡Bien!—le dijo, pero sin percatarse del todo de quién se trataba.
— ¿Dígame doctor, qué tengo definitivamente?
— ¿Usted es el señor?…—Le indagó el médico poniendo cara de una cierta duda no confirmada.
—Readman, —declaró— Steve Readman.
—¿Tan pronto se olvidó de mí? Le recriminó Steve.
El doctor Rossi cayendo en cuenta de que aquel rostro y aquel nombre sí estaban registrados en su prodigiosa pero ya agotada memoria, sobre todo porque lo recordaba no como a un paciente, sino como al hijo que no tenía y que sin embargo anhelaba tener más que cualquier otra cosa en la vida. Lo saludó sin alterarse tratando de disimular sin mucho éxito el terremoto que había en sus manos.
—Aha, a sí… ¡Ya!...  No se desespere señor Readman, espere un segundo aquí; apenas acabo de llegar;  hay que dejar que llegue la enfermera, ella trae los expedientes.
El doctor se paró del escritorio de formica, teñido de un desmedrado color nácar, el escritorio yacía atestado de papeles impregnados de una abundante arenilla que no cesaba de caer del techo y que evidenciaban el paso de tres generaciones de médicos cobra cheques. Retiró sus manos pecosas y delicadas de la mesa y haciendo como que se desentendía de Steve se acercó inexplicablemente al trasluz de las persianas y dejó perder su sentido del tiempo en una observación sin aparente propósito. Así viajó su mente por un breve instante que a él le pareció una eternidad, hasta el cuartico de estudiante que una vez compartió con otros compañeros de beca, allá en aquel pintoresco pueblito de Cabo Cabron en Samaná. Recordó el entusiasmo con que había llegado al país para así, al igual que los demás, poner su granito de arena en un país desgarrado por la guerra civil. Pero ningún otro recuerdo le retorció más los intestinos que la remembranza de aquella muchacha de buena figura, agradable talante y de buen caminar, aquella  doncella magistralmente trazada por las manos diestras de Dios, a quien no había conocido precisamente a la orilla de un río bañándose con poca ropa, ni en la sucursal samanense del exquisito bar de Catanga María,  sino en la puerta de su casa, remendándole las camisas de faena a su padre, atendiendo el ventorrillo de verduras y flores de su madre, y administrando con pulcritud los centavos de la venta de las habichuelas con dulce y los conconetes de la prima Escolástica. Era sin duda una administradora formidable; daba gusto ver la meticulosidad con que manejaba la hacienda familiar por lo cual toda su parentela tenía depositada en ella una irrestricta confianza; era de esas mujeres de las que difícilmente se hallan dos en la misma comarca. Por esa misma razón las expectativas de todos sus familiares se salieron de los límites cuando, como enviado por la providencia divina, apareció aquel rubio grande de ojos azules que hablaba casi español, vestido y equipado con la indumentaria misma de una boy scout porque parece que le dijeron que iba para una jungla, así que andaba con su repelente en aerosol de Cooper para cuidarse de los mimes y los mosquitos, llevaba su propia agua en su cantimplora de metal niquelado forrada en un estuche de cuero de camello de los beduinos de Medina, porque le aconsejaron que si no hallaba agua confiable que bebiera agua de lluvia o de coco para que no se muriera de una disentería;  llevaba puestos sus diminutos lentes redondos y transparentes de un elegante color ámbar, que le venían muy bien por los giros de los tiempos, pues daban una cierta imagen de status y sabiduría; llevaba la mochila atestada con unos pocos instrumentos indispensables y algunos ungüentos y otros medicamentos para curar y mitigar las urgencias, tenía botas negras de guardia, aunque parecían amarrillas por el caliche abundante y pastoso de la zona, y en la mano llevaba un coco que usaría como pretexto para lograr introducírsele a la muchacha con alguna frase baladí, ¡mira que me prestes tu machete para romper este coco!;
—¡Mira americano! que tú no necesitas un machete sino una mocha Porque el coco es muy duro.
—No, si yo no soy americano, soy italiano.
—¡Ah! Me excusa, que por aquí todo el que es rubio es como si fuera gringo.
— ¡Aha!, entonces, tú también eres gringa.
—No, mijo, que iba yo a ser gringa. Aquí les decimos desteñidos a los que son de mi color.
—A mi me gustan mucho las muchachas desteñidas como tú…
Lo miró de pronto a la cara y sin saber a ciencia cierta que le iba a responder le dijo lo primero que le llegó a la mente.
—¡Toma la mocha italianito sinvergüenza, y te apuras, que me estas quitando trabajo!
Él La contempló por un breve instante que bastó para que a la muchacha se le subieran los colores al rostro, y él se dio cuenta por lo que desde ese instante en lo adelante no desistió de galantearla y a pesar de la larga negativa que ella mantuvo, a  cualquier hora de la tarde se le aparecía ya fuera a comprar yuca, o a llevar cocos para que le prestara la mocha, o a elogiar las habichuelas con dulce de la tía; o hacer comentarios impertinentes sobre la frecuencia de las lluvias, las molestias de los mosquitos, lo atrasado del pueblo y cualquier otro tema destemplado trascendente o no, porque todas sus charlas por más denigrantes que fueran eran aceptadas casi como palabra de Dios, todo por las esperanzas que había cifradas en ese dios;
—Si no fuera porque es gringo el come mierda ese no le aguantáramos tantas pendejadas.
—No es gringo y tampoco están obligados a aguantarle ninguna grosería.
—Si, eso se sabe, pero mejor vale la pena soportar, porque hambre que espera hartura no es hambre.
—Mamá, que cosas dice usted.
—No te hagas pendeja, que aquí todo el mundo sabe que le gustas… y haber dime ya, ¿Él no te es indiferente, o si?
Mejor y lo dejamos así mamá, mejor lo dejamos así.
 pero aunque ella estaba más enamorada y desesperada que él durante mucho tiempo se mantuvo indiferente con la idea de que todas las cosas ocurrieran en el orden señalado por debido proceso consagrado por la costumbre: dos meses de banal insistencia, permiso para visitar la casa, audiencia hasta con el gato para que la cosa cogiera carácter, permiso para tomarla de la mano, licencia para ir al parque a contar margaritas y a observar los burros pastar, el besito en la mejilla, el primer besito en la sua boquita, después el beso, después los grandes y apasionados besos y más adelante lo inevitable:  arreglar apresuradamente el desarreglo que ya se había hecho procurando que en la cuenta al menos se pudiera decir que el vástago era sietemesino, pero total, que al final hubo que todo hubo sido consumado lo único que quedó fue aquel insignificante promontorio de promesas no cumplidas, aquel simple papel escrito al apuro que en esencia decía: "te jodiste pendejita" y que él lamentaría años más tarde más que cualquier otra cosa en la vida; pues por ella regresó de Italia a aquel pueblito olvidado de Dios  porque aunque tarde, se dio cuenta sin duda que no podría vivir sin ella porque ahora que no la tenía ella se había convertido en su sol, un sol que a pesar de ser tan grande y tan visible y tan basto desapareció de su rastro, se implosionó y se convirtió en un agujero negro y por más que la buscó por montes, pueblos parajes y caminos y montañas no pudo dar con ella, y se lamentaba al no  poder comprender como una mujer tan hermosa se podía desaparecer de un paisito tan diminuto. Pero así fue, ella decidió en sus horas amargas llevarse el rastro de su orgullo junto con Pacificador, su redentor, y perdérsele tanto a él como a sus familiares que volvieron a saber de su existencia zinco años más tarde, ¡Carajo! Porque de que ellos también tuvieron culpa, la tuvieron, si señor, los muy ruines me querían vender como si fuera una vaca y no les importaba más nada, y por eso se dio a la fuga, para escapar hasta de ella misma; y porque era completamente consciente del fogaraté que había sembrado en él, como para que él no la deseara de nuevo, sin embargo la ignominia por la que la había hecho pasar bastó para que todo aquel amor se transformara en un odio mucho más comprometido y ardiente que la misma pasión con que lo amó aquella noche en el cuartito donde tenía amontonadas tantas pilas de yuca nunca usadas, así como aquel reguero de cocos de la suerte que de añejos ya despedían un olor penetrante y perturbador que con el infierno que ambos llevaban dentro terminó por eludirse, pues el cuartito se llenó del aroma embriagador de sus amores. Había cocos en cada recodo de la casa, tallados y adornados por él mismo, porque el ocio de no amarla le afectaba el equilibrio de los sentidos y se inventaba cualquier pasatiempo para contrarrestar su ausencia. Por no hallarla su vida quedó anclada en un gran vacío, un vació que solo podía llenar de recuerdos, tristes y amargos recuerdos que le vitalizaban y luego lo sumían en una imbatible frustración.
     Después de retornar de su utópica aldea de sueños y quimeras, examinó con ostensible frustración a través de las persianas aboyadas de su pequeño consultorio, las correrías de ratones que deambulaban por el patio del hospital, se desligó de aquella visión miserable con una sacudida de cabeza y llamó a la enfermera que lo asistía. Una mujer gruesa, con una expresión de inmensa despreocupación.
—Mireya, tenga la bondad de traerme los resultados del señor Steve Readman.
— ¿Cómo es que usted se llama? —Confirmó la enfermera.
—Steve Readman, —repitió una vez más con cierto desgano.
Mireya diligentemente buscó por orden alfabético en el archivo de metal pintado de verde olivo. En tanto grandes ramificaciones de sudor bajaban incesantes por el rostro de Steve, aunque lo intentó, no pudo disimular su nerviosismo, en menos de un minuto cambió doce veces su postura al sentarse. Buscó las paredes como medio de distracción y halló un hermoso letrero con una litografía de un bebé recién nacido de apariencia oriental. Más adelante pasó a otro afiche y leyó: «XII Congreso Sobre la Lucha contra el Cáncer» apartó su mirada inmediatamente de aquel letrero de mala madre y   se concentró de nuevo en Mireya. De pronto ella sacó un  fólder color caqui. Miró el resultado de los papeles que contenía con una expresión de extrañeza y profunda preocupación. Se le acercó al doctor Rossi y le dijo en voz sigilosa y cauta, como en un susurro:
—Doctor, éste es el paciente que dio cero positivo.
—Revisa bien, me parece a mí que no.
Mireya volvió a indagar el nombre de Steve, para confirmar el resultado.
—Disculpe la molestia señor, ¿Cómo me dijo que es su nombre?
—Steve, Steve Readman. —Confirmó por tercera vez ahora con la expresión del muerto al que no le han dado la noticia de su deceso.
—Yo sabía, este es Stevenson Rodríguez.
La enfermera prosiguió revisando los expedientes, hasta dar con el de Steve.
—Este sí que es el suyo, mire doctor aquí tiene.

 El doctor Rossi cogió el expediente, revisó los resultados de la endoscopia, revisó y volvió a revisar y el resultado no parecía tener más vuelta que una aguda úlcera sangrante en el intestino. Para casos menos delicados que el actual el doctor Rossi había pronosticado tres meses de vida, lo máximo, sin haber fallado un solo pronóstico hasta la fecha.
     Steve pudo notar la preocupación en el rostro del doctor Rossi así que decidió tomar la iniciativa, con una falsa seguridad que quedaba evidenciada por lo cascada que se había vuelto su voz;  le sonrió al doctor y lo abordó:
— ¿Qué ocurre doctor, es muy grave lo que tengo?
—Me temo que sí.
— ¿Qué tan grave doctor?
—Bueno… ––Pronunció con la voz embargada—.
El doctor Rossi miró nuevamente los resultados y puso rostro de gravedad.
—Sea lo que sea, doctor, dígame lo que tengo y... ¡A Dios que reparta suertes!
El doctor se sintió alentado por la aparente madurez y entereza que demostraba el paciente antes de recibir la noticia, aunque después lo vio dejar rodar algunas lágrimas que con mucho esfuerzo logró que no llegaran a una crisis emocional;  al final las dudas de Steve quedaron trágicamente confirmadas.
—Usted tiene un cáncer terminal gastrointestinal.

Después  que el doctor le dio la mala noticia a Steve, procedió a explicarle una por una las implicaciones del diagnóstico. Steve le dijo que si no habría la posibilidad de que los resultados pudieran fallar, pero Rossi le convenció con argumentos científicos que esa prueba difícilmente estaría sujeta a altos márgenes de error.
Steve volvió a insistir vanamente en lo mismo, pero obtuvo una respuesta similar.

—Es posible, pero no probable.
—¿En verdad cree usted que estoy tan mal?
El doctor lo miró con algo de pena, por un momento tuvo la impresión de que debía asegurarse que el definitivamente no era; de hecho era muy difícil que lo fuera, pero el lunar y su rostro eran tan parecidos que se arriesgó.
—Perdóname que cambie la conversación, pero por casualidad ¿eres de Samaná?
—No señor, mi mamá  es de allá.
Los latidos del corazón de Rossi se aceleraron y de repente empezó a sudar tan profusamente que Mireya no pudo disimular su asombro recorriendo lentamente todos los contornos de sus labios con su voluminosa lengua.
— ¡Ah sí! Y… ¿Cómo se llama tú mamá?
—Vertilia… ¿por qué?
Indudablemente era cierto, no podía ser casualidad que la mujer fuera se Samaná y tuviera el mismo nombre, que él tuviera el mismo lunar, que tuviera inclusive su nombre abreviado y que se parecieran tanto.
—¡No lo puedo creer! —exclamó de asombro el doctor.
— ¿Qué cosa no puede creer?
Estefano lo miró fijamente a los ojos he hizo un concienzudo silencio, para luego declararle:
—Hijo tú no me lo creerás, pero yo conozco a tu madre.
—Aha…
—Sí, estoy casi seguro que ella es la misma persona que vivía en Cabo Cabron, ella es bajita de estatura y de tú mismo color.
—Sí, —asintió Steve, seguro tiene que ser la misma persona porque su descripción concuerda con mi madre. Pero ¿usted de dónde la conoce y qué hacía por Samaná hace tanto tiempo? A usted se le ve inclusive que no es del país ¿o me equivoco?
—Ciertamente, no soy de aquí, soy de un populoso barrio de Roma que se llama Trastevere. Muy bonito sabes; yo vine aquí hacen ya muchos años mediante un convenio de intercambio cultural, cuando eso era estudiante de termino de medicina, estaba haciendo la pasantía…
— ¿Cuánto tiempo hace de eso?
El doctor Estefano no estaba seguro de la intención que perseguía la pregunta, así que tratando de evitar cualquier asociación de ideas lo distrajo con una frase deshilvanada en medio de una crisis de tos causada por un repentino escozor en la garganta;
—Bueno… Verás, es una historia larga, larga, y el ocaso viene... Pero, Ahora volvamos a lo tuyo.
Steve lo miró absorto y no sin un desconcertante dejo de perplejidad; mientras se preguntaba si éste no sería por ventura el famoso italianito hijo de puta del que tanto había escuchado mediante los recados nunca demandados de las tías fugaces que con tanta buena fe llegaban a su casa a pernoctar, cuando tenían necesidad de realizar alguna diligencia en la ciudad capital y de paso le hacían al sobrinito ese bien no solicitado y por lo mismo nunca agradecido, en el sentido de que su mamá por estar de chiva tuvo que salir huyendo contigo y con tu otro papá. De ese modo, mientras Vertilia procuraba mantenerse inmaculada a los ojos de su retoño las  malas lenguas la habían puesto al descubierto en más de una ocasión, pero siendo que él nunca tuvo constancia de aquellos informes terminó atribuyéndolo todo a patrañas de esta gente que parece que no tiene oficio y efugios malintencionados de estos campesinos apandillados que nos tienen envidia porque mi mamá se vino para la capital y ellos todavía están en ese campo donde la gente no habla, sino que pita por lo distante, que cuando anochece se pone más oscuro que la boca de un burro y no se ve nada excepto la inmensidad sideral en las noches de luna nueva.
Mira, referente a tú diagnóstico,—prosiguió el doctor Rossi: no es tanto asunto de creer. Es mas bien asunto de una larga repetición de los mismos síntomas, las mismas características, el mismo resultado y casi siempre el mismo infausto final, eso, créeme es muy así.
—Entonces doctor, dígame ¿qué tiempo me queda de vida?
—Bueno hijo, yo no soy Dios.
—No me lo tiene que jurar.
—No creo que en verdad quieras saberlo, después que te lo confiese desearás que no te lo haya dicho.
— ¡Somos hijos de la muerte, sea lo que sea decláreme la verdad! ¿Cuánto me queda?
—Honestamente, esa facultad y derecho solo lo tiene Dios, si es que tal cosa existe. Pero, como ya te expresé, tanto tiempo mirando a la gente muriéndose de lo mismo, en tiempos más o menos similares, verás… es que las estadísticas no son exactas, pero se acercan bastante a la realidad, ese hecho y otras experiencias son las que le permiten a uno decirle a personas en tu estado que podrían vivir…  entre cuatro… y… seis meses… a lo sumo.
— ¡Vaya, no me diga eso!
—Steve suspiró mirando al cielo raso y lloró; no pudo evitarlo; él tampoco quería morir.
—Te lo dije, ya ves…
     El doctor Rossi estaba un tanto desconcertado, para tratar de aliviar el dolor del paciente, que dadas las circunstancias era más que su paciente y que por lo mismo, era también su propio dolor, intentó reafirmar su fe.
 — ¿Crees en Dios? —Le preguntó mirándole directo a los ojos.
Steve no le dio respuesta discernible.
—Si no crees; cree. Si no tienes fe, búscala, porque la vas a necesitar. Yo honestamente ya no creo ni en mi mismo, he visto de todo, pero puedo atestiguar de algunos casos en que personas han mantenido una fe incomprensible en momentos sumamente amargos, y precisamente esa fe les ha ayudado a rebasar situaciones cuyo resultado no podría ser atribuible sino al milagro. ¡Claro! Nosotros los científicos no podemos creer en esas novelerías de milagros y esas cosas, pero, tú no eres hombre de ciencias, Así que no te haría daño creer.




Manolo Brenes Readman, solo conocido como Agamenón, dentro del círculo de traficantes en que se desenvolvía. Habiendo decidido por fin  recuperar a Raquel Pimentel por los medios que fuera, daba los últimos detalles al reciente viaje de sueños que desde varios meses había estado  fraguando.
     Reunido en su acogedora casa, la misma que desde el día en que vio llegar a Raquel al barrio prometió sería el sitio en donde la llevaría a  vivir por el resto de sus días, ya que él no se había emancipado por ese entonces y la casa permanecía alquilada bajo la administración de don Emmanuel; ahora era su cuartel general y también su centro de diseminación de cizaña contra el primo de quien también prometió vengarse por cuanto según él le había despojado de su hembra. 
     Todos juntos Quique el que tendría la responsabilidad  de  capitanear la embarcación, Tito y Aníbal alias el Ripio quienes se encargarían de las bicocas de los guardacostas.
     Manolo era el jefe de la operación, era un experto en la materia, no era la primera vez que llevaba a cabo esta acción  y conocía muy bien todos los trucos  y maromas dilatorias que había que poner en práctica para que la operación saliera bien. Uno por uno pasó revista a su pequeña asociación de malhechores y ellos a su vez rindieron un informe preciso y detallado de las últimas actividades realizadas.
—¿Dime Ripio, tenemos algún tipo de inconvenientes con los guardiamarinas?
El Ripio se fumaba un pachuché, calmo y sigiloso; después de soltar una bocanada de humo respondió escueta y pausadamente.
—La vaina va bien, ¡Como siempre!
Quique entre tanto, con la mano izquierda metida entre sus glúteos acariciaba con la punta de sus uñas unos molestosos diviesos  que habían hecho residencia permanente en aquella zona, mientras el sol se tornaba luz ondulante sobre el techo de la casa en que estaban reunidos los truhanes, ni el más mínimo atisbo de brisa se sentía aquella tarde, aún cuando unas nubes haraganas a la distancia anunciaban por su tez lluvias de gracia. En el patio un enjambre de cotorras había vuelto el vecindario un terrible azogue, debajo en el callejón contiguo a la casa de Raquel Pimentel, dos perros realengos hacían un amor desenfrenado y libre de inhibiciones.

— Carajo, estas cotorras del diablo me tienen un oído tumbado.
Comentó Manolo sin que su comentario lograra trascender.
—Sí, todo va bien Agamenón, pero estamos teniendo problemas con los señuelos.
Manolo miró fijamente a Quique con ojos de preocupación y le requirió de manera enfática que le explicara el problema.
— ¿A ver? Dime,  ¿Qué ocurre  con los bandidos esos?
—Bueno, —prosiguió Quique; algunos de ellos han amenazado con delatarnos sí no les entregamos más dinero. Dicen que no pueden estar cayendo presos alegremente por el amor al gusto.
— ¡Basta! —Gritó Manolo. Como me vienen  esos pendejos con esa vaina, si les estamos repartiendo a esos parásitos el zinco por ciento de lo que nos estamos ganando, simplemente por dejarse coger presos. Miren Quique y Ripio reúnanse con los tipos esos y déjenles bien en claro, que a mi nadie me amenaza, y que en estas vainas nadie se echa para atrás. ¡Estamos!
     Luego de aclararles algunas cosas y de terminar de atar algunos cabos sueltos. Les entregó quince mil pesos, entre los cuales estaba el dinero que habrían de utilizar para que los guardiamarinas apostados en Nagua miraran sin ver, y para los señuelos que saldrían por otras costas poco castas para confundir a las autoridades y distraerlos cumplieran su cometido.



Doña Vertilia Mendoza viuda de Readman,  atendía a su nieto Esmelin el  primer nieto que le daba su hija Sairah, o la Morena, el apodo que su extraña tez oscura —caso raro en la familia— le había granjeado; y quien había contraído matrimonio con un ingeniero a quien le estaba yendo  muy bien. Hacía un calor sofocante, y el niño no podía estar sin rascarse el tapiz salpicado de apotegmas de los furúnculos  que le habían salido en demasía; según doña Vertilia por causa de la viruela que en aquellos días había tomado lugar en el barrio después de marcharse la conjuntivitis.
     Era verano y el trópico dejaba sentir su esencia calcinante sobre  los techos  de aquel villorrio de casuchas levantadas con los restos de otras casas que en los años anteriores habían sido destruidas por los tractores y demoledoras del gobierno y cuyos restos fueron vendidos por los ejecutores del desalojo a otra partida de infelices que meses más adelante correrían la misma suerte.  Se levantó de la mecedora en que estaba sentada y se acercó al mueble en que tenía acostado al niño. Lo vio famélico y entristecido y  se sintió temerosa de perderlo, aunque tenía la certeza de que se repondría y que pronto volvería a corretear por el rancho; sin embargo ella no podía evitar espantarse al ver a los inocentes en aquel estado de desamparo, después que Juancito, segundo hijo que tuvo murió carbonizado por una fiebre  que ella no pudo atender con eficacia por lo que quedó marcada para toda la vida.
     Dejó por un rato al niño, y se dirigió parsimoniosamente a la pequeña cocina de la casa, en un lado de la pared un sinnúmero de clavos servían de soporte a toda una serie de trastos: pailas, sartenes, jarros de aluminio y cucharones. A pesar de la deprimente pobreza había sin embargo en aquella cocina el orden mismo de un  cuartel. Sus ojos se fijaron en la nevera; sus hijos, Steve y la Morena así como Tito su sobrino residente en los Estados Unidos se habían puesto de acuerdo para regalársela el anterior día de las madres. Cuando llegó hasta ella corrigió el desperfecto que le inquietaba; enderezó la piña de adorno que junto a otras frutas decorativas, provistas de imanes servían para embellecer la nueva adquisición.
     Abrió la nevera, la cual usaba como despensa porque de lo contrario los ratones y las cucarachas terminaban contaminando y devorando cuanto encontraban a su paso. Confirmó su misión; Había café. Cuando se dispuso a volver  a la sala a ver al niño enfermo se topó de frente con la pequeña estufa y al lado de la misma el envejecido cilindro de gas peligrosamente corroído. Con un chasquido de los dedos se auto reprendió:
— ¡Espíritu Santo! Otra vez se me olvidó hacerle la prueba hidrostática.
Vertilia archivó esa información en la punta de la lengua, para soltarla inmediatamente viera al hijo. Se abrió paso entre las cortinas que servían de división entre la pequeña sala y la habitación, esperó hasta que sus ojos se acostumbraron a la media luz que imperaba en aquel cuartucho con tanta historia. Alzó la vista y vio la foto del marido asesinado, y con gesto de resignación, volvió a recordar la poblada del ochenta y cuatro cuando, mientras   Pacificador Readman King oriundo de Samaná hijo de un inmigrante inglés, se proveía de agua para  su casa, cayó víctima de una bala perdida que sin embargo lo encontró a él. Se sintió nuevamente anegada por la angustia y deploró una vez más la suerte que le había tocado vivir. Después de unos segundos salió de su transportación  y enseguida sus ojos atraparon el reloj de cucú colgado  en uno de los palos que servían de soporte al techo y vio la hora siendo atada por los tentáculos de la nada rodeada de nimitas amarillas tirando a rojo;
— ¡Dios mío! —Se dijo, —estas horas no avanzan, creo que tendré que desparasitarme, o será que tengo anemia.

Mientras la anciana pensaba en voz alta, sintió a corta distancia los pasos apresurados  del hijo de Rosa quien llegaba hasta la puerta de su casa en atención al llamamiento que ella le había hecho.
—Doña Vertilia ya llegué.
El jovencito entró al viejo rancho y espantó el sueño del niño enfermo.
— ¡Con calma Amuricito! Con calma, ¡Que Esmelin está indispuesto! —Le dijo la anciana llevándose los dedos a  los labios representando el abstracto silencio.
— ¿Hiciste lo que te pedí? —Continuó ella.
—Sí —le respondió él sin pensar mucho la pregunta; mirándola fijamente a los ojos  con una expresión de azoro que hasta el más generoso hubiera colegido en que parecía un anormal; el muchacho exhibía además unos incipientes ademanes afeminados que molestaban mucho a doña Vertilia.
—Muy bien mijo, vete y vuelve lo más pronto posible, ¿Oíste? Y coge porte de hombre muchacho que los hombres que mean aplatao no entran al reino de los cielos. —Le recriminó.
     El muchacho obedeció la orden ipso facto, y salió a cumplir su misión. No hubo bien salido el muchacho cuando entraron a la casa  Confesor,  doña Elminda Herodías y Sairah Readman la hija de doña Vertilia, pues la noche anterior habían quedado de acuerdo en reunirse en casa de Vertilia con fines de tratar de disuadir al Papi Chulo e Hipólito hijos de Confesor y Elminda respectivamente, de desistir de la locura que pensaban cometer.
    
Rondaban las cuatro de la tarde, el calor no podía ser más abrasador; los árboles yacían inertes entre las  casas, el cielo yermo de nubes y en la palma mayor se apreciaban dos palomos exhaustos, inmóviles, casi se diría que moribundos,  el calor de junio haciendo lo suyo. En los pocos charcos que quedaban de las lluvias pasadas nadaban unos pocos renacuajos cabezones y anidaban algunas larvas danzarinas. A zinco esquinas a pasos largos, en el mismo barrio en que vivía doña Vertilia respiraba y gemía Raquel Pimentel, quien a esa hora atrasaba el lavado de un montón de ropa olvidando plácidamente sus penas mientras era atravesada por los tentáculos del mal.
    
Mientras la conversación estaba en sus buenas, el saludo  apagado de Steve produjo la primera pausa en el debate de los vecinos.
—Mijo que bueno verte— le dijo Vertilia, siendo secundada por los demás presentes quienes al vuelo se percataron de lo demacrado que estaba el joven.
—La bendición Ma, la saludó él de manera deferencial.
Confesor continuó:
—Hijo, tu llegada no podría ser más oportuna, siéntate para que nos des tú parecer sobre esta cuestión.
Amauris mientras tanto, en el cumplimiento de su misión pasó también  por la casa de  Raquel Pimentel, vio la ventana entreabierta y se empinó para mirar, pero salió apresuradamente pues no podía creer lo que había visto.
—Bueno si ustedes piensan que puedo ayudar en algo, no hay problema —Dijo Steve.
—Claro que puedes y mucho, —insistió Confesor con rostro acongojado y una inocultable agitación nerviosa.
— ¿A ver, de qué se trata todo esto?

En el reloj de cucú de doña Vertilia dieron las zinco de la tarde, luego de breves instantes la temperatura se hizo más agradable. Las hojas de los árboles lejanos ya se movían de manera pausada; doña Vertilia se paró de su asiento pidiendo disculpas a los presentes y se fue a la cocina a preparar un café. Los primeros cúmulos del cielo empezaban a confirmar el augurio del diluvio universal, aunque todavía el aire del ventilador eléctrico era necesario.
—Es la maldita vaina de las yolas mijo.
—Todavía siguen jodiendo con ese asunto, yo pensé que eso ya había quedado resuelto en las mentes de ellos.
—Hemos pensado que lo único que se puede hacer es denunciarlos a la policía. —Sentenció la Morena, ante la mirada  absorta de Steve.
—Steve se sintió anegado, tosió tres veces, y se sacudió la cabeza. Vertilia se incorporó a la reunión trayendo consigo el aromático café, lo repartió a cada uno recibiendo la gratitud de los presentes de manera cumplidora y reiterada. Steve sorbió el café con un ruido que fue reproducido de manera más discreta y pausada por los demás. Carraspeó un poco después del primer sorbo y luego de un segundo sorbo tuvo la lucidez precisa para sentenciar:
—“La verdad, es que, en este mundo pasan cosas, que ni guindando parecen bolsas”
Los demás afligieron la expresión del rostro  y mascullaron algunas frases de resignación.
—Mi opinión, sí es que ustedes creen que les sirve de algo; es que empleen el diálogo con ellos; traten de convencerlos con palabras, pero no hagan locuras. Dicen que “el que por su gusto muere, la muerte le sabe a gloria” así que,  simplemente esperemos sí está de Dios que ellos cambien de parecer. Según veo   algunas personas solo aprenden a utilizar el sentido del oído después de muertos. Además tengo entendido que el nuevo jefe de la Marina es un buen cristiano, ¡quien sabe! Tal vez por fin se le empiece a poner freno a esta desgracia y apresen al antisocial ese.
     Mientras aún Steve decía esas palabras llegó Amauris con una ostensible expresión de intriga, al ver a Steve se asustó y quedó como petrificado; acercándose a doña Vertilia le suplicó al oído que fueran aparte, que le era urgente decirle algo muy importante. Los demás, tratándose del muchacho, ignoraron la interrupción y no le atribuyeron mayor trascendencia. Vertilia lo miró fijamente a los ojos, y sin mediar palabras se levantó y siguió a Amauris hasta la cocina. Allí el muchacho le contó como los vio y lo que estaban haciendo. Vertilia se espantó imprecando fuertemente al muchacho y exigiéndole que no enterara a  nadie más sobre ese asunto. Le preguntó por los orines y el muchacho le respondió que los había dejado fuera en la puerta. Doña Vertilia se sacó zinco pesos y se los pasó a Amauris, le agradeció el favor y le volvió a pedir que se mantuviera callado fuera lo que fuera.

Manolo terminó en tanto de hacer lo que fue a hacer en casa de Raquel Pimentel y salió lentamente de su casa para regresar a su guarida. Steve después terminada la reunión y luego de ver a Esmelin y desearle que se mejorara se despedía por esos mismos momentos de su madre Vertilia, prometiéndole que regresaría en la noche para conversar con ella sobre algo muy importante para él. Amauris salió igualmente y mirando a los ojos a Steve le dijo en tono intrigante: yo estaba en tu casa. Vertilia al escucharlo se puso fría, Amauris vio la expresión en el rostro de Vertilia y fue suficiente para que terminara de  marcharse. Pero, no sin antes sembrar la duda en el hijo. Steve se encogió de hombros y le hizo un gesto de perplejidad a su madre, pero sin mediar palabras. Los demás vecinos  se despidieron igualmente, pero Vertilia  se apresuró y le dijo al hijo:
—Mijo no te vayas todavía, quédate un rato más, además no me has dicho por que llegaste tan temprano. ¿Es que hoy no has hecho tus diligencias?
—Precisamente de eso se trata, —le dijo él, y prosiguió; —pero no ahora, esta noche vendré y hablaremos más calmadamente.
Cuando Vertilia vio que no podía retenerlo más, sin que él sospechara, lo dejó partir, y se abandonó en los brazos de Dios:
— ¡Bueno mi Señor!, —dijo, —nadie la manda a ella a estar de chiva.


Steve recorrió las mismas zinco cuadras que separaban el hogar materno del suyo; con sus calles de caliche amarillo y en algunos sitios un escabeche de lodo rojizo con residuos de tierra virgen desarraigada para dar paso a los surcos abiertos por las esporádicas brigadas de abridores de zanjas que iban por el barrio de tiempo en tiempo, para originar hileras interminables de cunetas que justificaban las contratas de los ingenieros del partido, y que solo se cerraban cuando algún niño moría ahogado en los meses diluviales; aquellas calles de toda su vida llenas de guijarros y basura amontonada en todas las esquinas; el mismo colmadón que le hacía la competencia a su modesto almacén de provisiones, atestado de vagos jugando dominó con las camisas quitadas, embebidos en la alucinante bullaranga de un merengue a todo volumen que ciertamente era más ruido que música, acompañados de algunas jovencitas lambe tragos que a todos los transeúntes  daban los mismos saludos de cliché.  A Michelle el haitiano vendedor de conconetes, mejor conocido como Petit Garçon, o Pití Gasón, que realizaba su último recorrido de la tarde por ver si vendía los añugaperros zagueros que le quedaban en la funda plástica que llevaba en bandolera como un morral; seguía  el patio de don Emmanuel, lleno de gallinas flacas con polluelos come hierba y lombrices de tierra, contempló a don Emmanuel: gigante, como un caballero medieval de Aviñón, lánguido y con una barba blanca de tres días y el pelo lacio color plata y sin embargo una mirada alerta diáfana y decidida que era la compensación de su desmañada anatomía,  apostado en la entrada de su propiedad apoyado en unos de los troncos podridos de la puerta de entrada, indagando minuciosamente como siempre, al primer caminante que divisara acerca del día de su santo u otra efeméride que le estimulara la vena predictiva que le permitiera elucubrar la combinación que le apostaría a la lotería. Con una voz tan desmedrada que amenazaba con llevársele el alma en cada palabra llamó a Steve.
— ¡Eh!, mijo ven acá.
Steve se le acercó  y lo saludó con deferencia haciendo un esfuerzo por mostrarse cariñoso.
— Aha don Emmanuel, usted dirá.
El viejo lo miró lentamente mientras una risa infantil se veía en su silueta. Le reveló que la noche anterior se había soñado con él.
—Humhú, — murmuró Steve sin pronunciar palabra.
—Si mijo, me podrías decir el día de tu natalicio.
— ¿Y usted cree que con migo se saca?
—Quién lo sabe mijo, pero no se pierde nada.
—Le apuesto peso a morisqueta que se pela. Ya ve usted, mi esposa afirma que si rifan un cáncer yo me lo saco.
El anciano se echó a reír mientras le ponía su endeble mano sobre el hombro y le aseguró un tanto en serio y un tanto en broma que para él las mujeres eran comida de puercos:
—«son brutas y voraces, las muy malditas solo piensan en sí mismas y nunca están conformes. Sé de muchos pendejos que se dejan mangonear de las esposas y el resultado siempre es el mismo, terminan pegándote los cachos, tú las alimentas y otro pendejo las goza, de nada saben nada y lo que saben bien, es solo para beneficio de ellas». Además tú no tengas pena, que si me pelo es como si los colorados no ganan las elecciones, que no pierdo, no más empato.
—21 de diciembre, declaró Steve secamente abriendo un paréntesis forzado en medio de la conversación, y prosiguió con cierta frustración en sus palabras:
—«Es cierto. Los tentáculos de sus relaciones están en todos los partidos, ¿no es verdad?».
—Bueno, no tanto así, no es tampoco que sea yo un tránsfuga. Pero volviendo a lo principal, mira, no seas profeta de mal agüero, sabes que el día mas claro llueve. Y… si se desparrama este huracán de cuartos que hay en el acumulativo puedes estar seguro que por los lados tuyo algún chubasco llega.
     Steve no pudo más que acordarse de la esposa y las duras palabras que le martillaban en la conciencia,
«El cuentecito ese de que el día más claro llueve»
Meditó por un rato y sentenció en tono irónico.
—Si. El día más claro llueve, «esa yo también me la sé».
Se fijó en don Emmanuel ya con una deprimente expresión de recogimiento, lo observó sin embargo con pena, lo contempló endeble como era aquel viejito con el rostro arrugado como una pasa y los ojos y la expresión triste del rostro y se sintió más miserable al ver como semejante enclenque había logrado desarmarlo haciéndolo conteste de su realidad mediante una conversación tan banal. Antes de despedirse sin embargo, tuvo curiosidad por saber qué había soñado el anciano.
— ¿Te interesa para abonarle tú también. ¿Verdad?
—Usted sabe que no, es solo por curiosidad.
—Aha, bueno, si es por eso.
—Sí, es solo por eso. ¿Por qué otra cosa iba a ser?
—Ya veo, ya veo. Bueno, veras…soñé que estabas muerto en una especie de enredadera blanca o transparente, no me acuerdo completamente bien. Lo que si me acuerdo es que el lugar debía ser el paraíso.
—Aha, ¿y por qué lo cree?
—Muy simple, no había ruido. Pero no me hagas caso, son novelarías mías. Vainas de gente supersticiosa como tú siempre dices.
Steve lo miró por el entrecejo tragando en seco y solo atinó a decir sin el menor atisbo de convicción,
— ¡Claro que sí, son solo pendejadas de gente supersticiosa!

Siguió entonces su camino después de despedirse del anciano, pero ahora con el alma abandonada en un vértigo ininterrumpido, pues se la había derrumbado por un abismo sin fondo ya que ahora él sabía que la muerte se la notaban hasta los muertos. Siguió su caminata y allí estaban como siempre las mismas tres casas que parecían una sola en donde vivían zinco familias casi a merced de la caridad pública, a Ramón King el hermano de Anita King y a ella junto a él, a la ejemplar primita que era mejor conocida como la seriecita del barrio, y al hermano embadurnado de grasa inmerso en la eterna reparación de su carro de labor; los mismo postes del alumbrado eléctrico tapizados con zinco centímetros de residuos de afiches de al menos 9 certámenes electorales, la misma calle sin salida que llevaba hasta su casa y detrás de su casa la casa de Manolo, llamada en los círculos del bajo mundo  la encrucijada del diablo. 
     Cuando estuvo a corta distancia del rancho logró divisar a Manolo en lontananza pero no advirtió nada extraño en el ambiente, ni reparó en que este salía de su casa. Al entrar en la casa encontró a Raquel un tanto desgarbada se supondría por el lavado que se veía atrasado e interminable, —aunque en realidad no era por eso— mantenía la casa en desorden y parte de la ropa tirada en un rincón de la sala coronada por un gato negro y haragán que se descuajaba plácidamente sin éxito aparente, parecían improvisar la cama de un indigente.
— ¿Cómo es posible que uno llegue a su casa y encuentre semejante estado de anarquía? — ¡Raquel!—gritó,  ¿cómo es posible que todavía a esta hora estés lavando ropa? ¡Coño, y este maldito gato encima de la ropa! ¡Sabes muy bien que me irrita la asquerosidad de estos animales, ya vez hay un olor raro aquí!
— ¿Así es como me recibes? Acabas de llegar y ya me estas pelando.
—No te estoy peleando, simplemente no me gusta ver la casa en desorden, eso ya lo hemos hablado muchas veces.
     La mujer pareció haberlo planificado todo para hacer al marido salir de sus cabales, estaba al tanto de que él amaba el orden; a lo que ella normalmente no le ponía demasiado esmero, y él toleraba su dejadez con más paciencia que amor, pero lo que en realidad no podía aguantar era tener gatos o perros dentro de la casa. La aversión por los animalitos la heredó de la mamá quien sentía una repulsión paranoica por los gatos; todo debido al recuerdo de su prima Escolástica que había sufrido muchos vejámenes al ser marginada por su marido, producto de haber quedado estéril a causa de la toxoplasmósis que le atribuían a un gato negro con el que dormía muy acurrucadita, después que, Berrenda, su gallinita mascota, murió plagada del mosquillo.
     Steve malhumorado y triste se fue hasta el dormitorio separado de la sala por una cortina hecha de 47 hileras de cuentas de plástico reforzado, color azul y de forma triangular; al atravesar el espacio entre el dormitorio y la sala el estropicio de las cuentas de plástico ahuyentó el silencio en el que yacía la cauterizada memoria de la mujer. Llegó por fin a la cama  y allí se dejó caer de bruces como un abandonado del destino. Raquel que ya estaba satisfecha, ni siquiera le preguntó si tenía hambre. Siguió lavando la ropa hasta que terminó, cuando ya languidecientes las luces del astro rey se apagaban.


Manolo estaba contento, desplomado sobre el sofá de su casa, disfrutaba un pitillo que fumaba dejándose marear por el humo que despedía.
— ¡Por fin! —dijo, mientras reía y pensaba en voz alta.
     Soñolienta aún, Alicia, su fiel consuelo en las horas de su inabarcable y lóbrega soledad, salió de la habitación, con las sabanas marcadas en la piel blanca, se dejó tumbar sobre él, y luego de unos segundos notó en la expresión de su rostro, una alegría que solo le acostumbraba ver cuando ganaba en las apuestas de caballos, o cuando lograba enviar el matute con éxito. Instintivamente le acarició el bello de alrededor del pecho y le preguntó:
— ¿Qué celebramos?
—Nada que a ti te importe. —Le espetó él.
Alicia hizo un silencio cadencioso, marcado por su respiración; no reparó en su tosquedad, porque eso era parte del acuerdo tácito que sostenía aquella relación semiformal.
— ¿A qué le debemos tanta intriga?  —Insistió ella retomando el tema.
Él le introdujo las manos por la bajimama y la apretó salvajemente  hacia  así, ella alzó instintivamente la cabeza hacia el cielo pestañeó varias veces seguidamente, hasta que sus ojos se cerraron por completo.
Él entonces, intentó despistarla, pues sabía bien lo celosa que era.
—Lo del viaje esta todo resuelto, —le susurró al oído.
— ¿Cuánto nos vamos a ganar ahora?
—Es impropio que digas "¡Vamos!" así suena a mucha gente.
Ella se sintió un tanto ofendida pero no se lo manifestó, le metió la mano por la bragueta, le hizo ¡tingola! y le reiteró la misma pregunta:
— ¡Como cuarenta mil!—fueron los tres golpes de voz que satisficieron su insistencia, luego de una pausa actuada prosiguió:
—Ten cuidado, que estoy sensible por exceso de uso.
Ella no se dio por enterada del  meta-mensaje, aún cuando desde hacía rato ya, sentía un tufo que le parecía conocido. Aunque Manolo hubiera querido acabar ese tormentoso enredo sentimental ahí mismo, que era lo que veladamente intentaba hacer, pero que no tenía la valentía suficiente para decirle con toda claridad. Ella lo miró con una sonrisa en el rostro y se sintió una verdadera heroína al lograr tener echado al piso a un hueso tan duro de roer como lo era Manolo Brenes Readman.



Cuando Steve se incorporó de nuevo, la casa ya  había perdido el desconcertante aspecto de culero de perros que tenía y estaba nuevamente en orden. A pesar de la terrible noticia que había marcado el principio del fin de sus días, se sintió alegre de ver la casa ordenada y eso mismo le permitió sentirse capaz de comunicarse con su esposa aunque sin declararle nada por el momento, la asió de espaldas  mientras ella se peinaba frente al espejo manchado por el oxido, ataviada con ropa exigua y ligera, le dio un beso descarnado pero ella ni se inmutó. Él se percató de su impasibilidad. La miró  reflejada en el espejo hasta que ella se dignó a mirarle con un dejo de indiferencia sin dejar de peinarse. Él, desprovisto de inspiración la soltó y le dijo en tono intrigante:
—Horita vi a Amauris y me dijo que estuvo aquí.
Raquel Pimentel se sintió estrecha ante la anchura de las posibilidades de esa conversación y solo atinó a contestarle con una pregunta, pero sin mirarlo de frente:
— ¿A qué hora te dijo él?
Steve, gesticuló intrigado:
—La hora no cambia nada, ¿qué quita que fuera a las tres o a las seis?
— ¡Sí! es probable —le respondió ella de manera ambigua.
— ¿Sí qué? —Le requirió él.
—Que estuvo por aquí, ¿no era eso lo que querías saber?
Steve Readman, planificó un breve silenció, mientras sus ojos le desmoronaban los nervios.
—Solamente te digo que no voy a tolerar que estén diciendo más pendejadas. ¿Me oíste? ¡Carajo, ya estoy dispuesto a todo!
—Yo soy una mujer muy seria y tú lo sabes. —Se defendió ella.
— ¡Mija yo últimamente no sé nada!
— ¿Qué estás insinuando Steve? Que yo....
La cortó de plano, porque ni siquiera él quería volver a escuchar siquiera la posibilidad de que los días de los rumores amargos que se vertían teniéndola a ella como protagonista y a él como el pendejo victima de su cruel y desequilibrada esposa volvieran de nuevo.
—No estoy insinuando nada, —la consoló él. —Solamente te estoy pidiendo una simple información, yo no te he sindicado en ningún sitio o acción, pero tú forma de responder llama a sospechas.
Ella bajó la mirada con la cara entristecida, con su característica ira reprimida, con su orgullo de mujer casi seria profundamente herido y así se mantuvo hasta que le oyó pronunciar sin la debida fuerza y convicción:
—Yo no sé hasta cuando va a durar esta vaina, sí esto sigue así......
Ella supo que el no decía esas palabras de corazón así que aprovechó el momento para ponerlo una vez más bajó sus pies.
—¡Que pendejo estas tú Steve!, ya me tienes harta, vives cuestionándome y no sabes que yo soy más seria que tú y tú puta madre juntos, pero ya esta bueno de amenazas, me iré esta misma noche pero no será como la otra vez, puedes estar seguro, que por esta casa no me volverás a ver más.
     A él se le vino encima el cosmos, y de pronto se figuró sin tenerla a ella como sostén y lo que vio fue tétrico, se sintió de pronto anegado en un vértigo de orfandad total; así que con un disimulo mal logrado inició su retractación:
— ¿Por qué eres tan grosera? Nunca te vuelvas a dirigir a esa santa con semejantes calificativos; yo nunca me dirijo a ti en esos términos. Además, yo no te amenacé, lo que pasa es que estás a la ofensiva, tienes puesta la ropa de pelear. Mira te propongo algo, imagínate que esta conversación no tuvo lugar, y sí te ofendí, entonces perdóname.
     Ella lo abrazó sin decir nada por un rato. Pero por dentro reía y festejaba su victoria basada en su retórica manipuladora sin fundamento moral. Sabía que una vez más lo tenía bajo su entero dominio. Él, en tanto sintió la paz de sus brazos acogedores que de nuevo le cobijaban la existencia; pero esta vez sin embargo, no se sentía tan sereno como cuando en las ocasiones anteriores este tipo de episodios había tenido lugar, ahora sentía que estaba abriendo una brecha cada vez más ancha, y que sí no lograba cerrarla se ampliaría hasta ser insondable para él.
     Se escondió tras sus cabellos, y tomó la decisión de no meditar lo sucedido para no terminar llorando por flojo.
    
     La noche  alcanzó su meta. Caminó hasta ganarle la pelea al día, y unas nubes rojizas presagiaban vientos fuera de temporada.


—Virgilio, me das un billete entero del 21.
— ¡Ah caramba! parece que hay esperanza don Emmanuel.
—Tú sabes, eso es lo último que se pierde.
—Claro, sobre todo a los que están guisando con el gobierno.
—Tú sabrás por quien lo dices, porque lo que soy yo, todo lo que tengo lo he conseguido bastante sudado, sabes mejor que nadie que soy general retirado de la aviación y que mi pensión me basta y me sobra.
—No me lo jure. ¿Una tira entera me dijo?
—No, el billete completo.
— ¡El carajo! Entonces es verdad que hay fe.
—Para mi es mera entretención, hasta que confirmen otra vez al Viejito.
— ¡Coño, pero que crédulo es usted! De verdad piensa que vamos a permitir que sigan ahí, no sueñe don Emmanuel, por mi madre que yo me lo mocho si los colorados se quedan, olvídese, que el Moreno se los lleva a todos.
—Pues te voy prestando la tijera desde ahora porque nosotros siempre tenemos el triunfo en un bolsillo o en dos si se hace necesario, no se te olvide. Por cierto, ¿Cuáles fueron los premios de ayer?
—El, 19, 25 y 40. Se sabe… No me lo tiene que jurar, por eso tenemos todos estos años fuera del poder, a pesar de que medio país está con los blancos.
—No te quejes Virgilio, los pueblos tienen los gobernantes que se merecen.
— O sea que el Anciano gobierna por derecho divino, ¡ahora si nos llevó el diablo!
—Dame el billete, apúrate y no seas tan pijotero, lo que ocurre con ustedes los blancos es que todos son cabezas de ratón, pero en el fondo todos quieren ser la cabeza del león.
—Aquí tiene— le dijo Virgilio extendiendo la mano para entregarle el billete y añadió con desconcierto: 
—Yo sé don Emmanuel. No me lo jure.
—No te burles, espérate al 16 de mayo y entonces verás si tengo o no la razón, ya verás que volvemos a ganar.
— ¡Que va! si no tengo que esperar, usted ya me acaba de revelar como es que se van a alzar con el triunfo.


En la casa de Manolo se escuchó timbrar el teléfono. Alicia, diligente, se acercó hasta la delicada mesita de tope de cristal sostenida en la imitación de una planta trepadora de metal, con sus botones de flor, margaritas primorosas y hojas bien representadas con cuatro salientes verticales adornadas como columnas dóricas; tomó el teléfono de disco color negro y esperó hasta que alguien le habló. La voz que le habló a Alicia era una voz quebradiza y débil; le informó que deseaba conversar con Manolo. Manolo tomó el teléfono y respondió en primera persona del singular;
—Yo hablo.
— ¡Hijo!— Prosiguió la voz.
Manolo reconoció quien le hablaba al tiro. Le extrañó su llamada, pero con deferencia y respeto se tomó el tiempo necesario para escuchar.
—Tengo dos asuntos de suma importancia que debemos conversar.
—Usted dirá, respondió él.
—No hijo mío, por teléfono no. Tiene que ser personal.
—Y, ¿Puede saberse... por lo menos de qué se trata?
—No mijo, no por teléfono. Solo puedo asegurarte, que se trata de cosas en las que tú tienes las manos metidas hasta donde «dice Cirilo».
—Pero eso no podrá ser esta noche, y dudo que mañana pueda ser porque ya tengo algunos compromisos previos, pero pasado mañana puedo llegar a su casa.
—No, no vengas a  mi casa. Mejor llámame y yo voy a tu casa. No quisiera problemas innecesarios, tú sabrás comprenderme.
—Solo le advierto desde ya, que si el asunto gira alrededor de la vaina aquella, pierde su tiempo. Yo a usted la respeto mucho, pero las deudas de honor se pagan.
—Ya veremos mijo, ya veremos.


Steve salió de su casa después que estuvo seguro de que su amor feudal había vuelto a la gracia de su señor. Salió de la encrucijada, pasó por el colmadón donde una nueva partida de vagos había sustituido a los anteriores, lo que no había cambiado era el ruido, que permanecía igual de ensordecedor, observó a la distancia el colmado suyo y miró con cierta frustración que la clientela estaba bajando. Caminó hasta ver el patio de las gallinas completamente desolado pues ya dormían, al otro lado de la calle en la propiedad baldía de don Pepe, en la copa del almendro de más altura las cotorras tenían montado un espectáculo digno de admirar, en una de las esquinas de la calle se encontró palmo a palmo con la silueta de Anita King que llegaba del liceo, casi se besan si no hubiera sido por los buenos reflejos de Steve, la miró de refilón sin si quiera reparar en su persona, ella en cambio no pudo disimular la oculta admiración que sentía por él, así que lo siguió con la mirada hasta que lo vio perderse sin remedio una vez más de sus ojos tristes.
     Al entrar en la casa de su madre fue inmediatamente abordado por ella con una preocupación febril e inusual.
—Dime hijo mío; ¿Cómo está todo en tú casa?
Él le respondió con un dejo de vaguedad.
—Ahí, tú sabes. Ni fu ni fa.
—Y Raquel, —Prosiguió ella—  ¿Está bien?
Él, En busca de terminar el intrigante interrogatorio le dijo:
— ¿Mamá, ocurre algo? ¿Acaso esta pasando algo que yo ignoro?
Ella le respondió pasándole a él la responsabilidad del asunto en cuestión.
—Hijo, yo se bien que eres un hombre inteligente y buen esposo, y que en tú vida solo acontecerá lo que tú mismo permitas que acontezca. Sin embargo yo sé también, que a veces oímos el río correr con ímpetu, y nos quedamos a esperar a ver qué va a pasar, hasta que este arremete contra nosotros causando estragos irremediables.
     El intentó persuadir a  la madre con un silencio premeditado. Pero ella estaba decidida a hacerse entender de una vez y por todas.
—Mijo, mírame a los ojos.
El le clavó la mirada como queriendo demostrarle que no temía a sus palabras, pero la mirada ardorosa de ella le hizo declinar la vista.
—Steve, sé bien que lo que te voy a decir no te ha de gustar, pero es la verdad y tengo el deber moral de ponerte al tanto de ella: Raquel Pimentel no te quiere bien.
 —Mire mamá, no crea usted que yo no estoy entendiendo por donde va la cosa.
—No, ya lo creo que no, lo que te estoy queriendo decir, es que en todo el barrio a tú mujer la tienen como una puta sin paga.
— ¡Mamá, más respeto! Yo la considero mucho a usted, pero es bueno también que usted recuerde que yo no tengo la culpa de que ella me haya preferido a mí y no a él, ni tampoco soy culpable de la envidia de estos desarrapados ignorantes que tienen al chisme como su más alta virtud. Hay gente loca en esta vida. Habiendo tantas mujeres tiene él que emperrarse por la mía, ¡mire mamá cada cual que cargue con su propia cruz!
—Sé que lo que dices es la verdad, pero no te olvides de lo de la última vez.
—Sí, Y usted no se empecine en recordármelo ¡Por la misericordia de Dios! Ella ya se reformó.
—¡Aha! ¿Quién lo sabe?
––Quizá usted…
—¿Cómo así, qué insinúas?
—Bueno, de usted también se han dicho sus cosas…
––Habla claro porque no tengo ni idea de los que estás diciendo.
––Mejor lo dejamos así mamá, conviene mejor dejarlo hasta ahí.
—No, ya empezaste a hablar y por lo que veo estas cuestionando mi honor, así que te exijo una explicación.
—¿Quién es mi papá?—le indagó con resolución.
—¡Ha ya veo!… Crees que no estaba preparada para este momento; pues no, también para este día me he estado preparando. O acaso piensas que no sé todo el veneno que te han metido en la cabeza.
—¿Y sí sabía porque razón no me llamó y me aclaró las cosas?
—¿Y tú, si desconfiabas, porqué no te me acercaste y pediste una explicación?
—¿Porqué? Porque yo siempre he confiado en usted, porque usted es mi madre es la única madre que yo tengo. Pensé que si las cosas eran diferentes y usted no me comentaba nada, usted, sus razones tendría.
Bien hiciste…hijo, bien hiciste… Mira Steve, tú padre verdadero que es "el falso" es el único que conociste. Es el que te dio su apellido, el que te dio su honor y el que se dio por ti y por mi, ese sin lugar a dudas es tu verdadero padre. Ahora bien, tu otro padre verdadero, que en realidad es el falso fue un señor que no supo hacer honor a sus promesas un, verdadero bastardo al que no he visto en más de treinta años, punto.
—¿Cómo punto? Eso no me dice nada.
—¿Hijo, qué más quieres que te diga, ya te he dicho que no lo veo desde hacen treinta años?
—¿Es cierto que era italiano?
—Sí. Es cierto.
—Entonces soy hijo de un italiano…
—Sí, pero eso no es ningún delito. De todos modos tendrías sangre europea si hubieras sido hijo de Pacificador, porque tú abuelo era inglés.
––«No estás descubriendo la fórmula del agua tibia» No, ese no es el punto.
—Entonces cuál es el punto.
—Lo conocí hoy…
Vertilia se sintió anegada, no estaba preparada para esa noticia, fue como si se le hubieran caído todos los huevos de la canasta; le dio la espalda al hijo y le preguntó:
—¿Dónde lo conociste?
—No tiene importancia, de hecho, no estoy completamente seguro que él me haya reconocido, pero yo sí estoy seguro de que se trata de él, lo que me extraña es que esté viviendo en el país.
––Pero, ¿Dónde lo conociste, es decir cómo?
—¿Qué?, ¿Le gustaría verlo?
Vertilia se mostró algo dubitativa.
—¿A mí?, ¡No relajes!, o… ¿Quién sabe? Talvez le haría algunas pocas preguntas que siempre desee hacerle, y no vivir haciéndomelas a mi misma.
—Si usted quiere yo le arreglo un encuentro?
Vertilia aprovechó el desencanto del hijo para desentenderse de la conversación.   
—Mira, ese tema lo trataremos otro día. Así que, volviendo a lo de tú mujer… Sabes bien que mi propósito no ha sido zaherirte, lo que ocurre es que a veces  actúas como si fueras de palo. Además Manolo es rencoroso y sigue pensando que la unión de ustedes fue adrede de la parte tuya. Tiene enquistada la idea de que le quitaste la mujer de sus sueños. He tratado de convencerlo de lo contrario pero, aunque me manifiesta respeto debido a nuestro parentesco, no por ello cede. Sino que continúa obstinadamente en su idea de venganza:
     Después del discurso dilatorio con un suspiro de pesadumbre le reveló sin ambigüedades lo que nunca le había dicho.
— ¡La verdad es que no sé que fue lo  que ustedes le vieron a la negra esa! ¿No sé por qué no te casaste con Anita la de doña Tina, ¡porque esa sí que es una muchacha de buen temple!
Steve la miró asombrado y seguro como estaba de poseer la mulata más hermosa y ajustada  de la república dijo a su madre.
—Primeramente no es tan negra, que quede claro, y segundo  me parece que lo que salta a la vista no necesita espejuelos. La razón por la que no escogí a Anita es porque no me enamoré de ella; deje ya de odiarme por no haberla complacido.
—No hijo, no pienses así, yo soy una buena cristiana: si no le guardo rencor al gobierno que me mató mi marido, ni a don Emmanuel que se quedó como con siete sueldos míos; ¿entonces cómo te iba a guardar rencor a ti por la simple razón de que decidiste joderte casándote con la mujer que tienes? Para que veas, no le guardo zurrapa a nadie. Lo que ocurre  es que piensas que me estoy refiriendo a su físico lo cual no se discute. Pero no se trata de eso. Hablo más bien de su educación de la cual ha estado siempre carente: de cultura, de familia y de sabe Dios cuántas cosas más.
     Steve advirtió que esas cuántas cosas más eran una  clara insinuación de la moralidad dudosa atribuida a su esposa. Vio sin mirar, la hora, en el reloj plástico de negro color, que llevaba en la pulsera. Era un reloj barato qué según él, hacía lo que los relojes están llamados a hacer. Para disipar y distraer  su irritación y el curso de la conversación preguntó nuevamente por la salud del sobrino enfermo. Vertilia le respondió que la Morena y el Ingeniero, el hijo de don Emmanuel, habían llegado del trabajo y se habían  llevado a Esmelin a su casa, le dijo que lo dejó en muy buen estado de salud, estaba segura que gracias al baño de orines que le había dado, que según la tradición era lo mejor para tratar la viruela, aunque no le había referido nada a la hija sobre el baño de orines, porque sabía que la hubiera acusado de supersticiosa, una acusación sin duda abominable para ella.
     Lo enteró así mismo del próximo arribo al país de Tito, su primo lejano, quien después de la muerte de la esposa y su criatura en un parto que según él se había complicado, hubo de tomar la decisión de retornar a su anhelado país.

     Sentado en la rechinante mecedora de cedro tejida un guano color paja, Steve se mecía taciturno mirando a lo lejos con dificultad a través de la puerta de pino chileno abierta de par en par, lo poco que quedaba de la  luna que se iba volviendo un minúsculo halo de luz de santidad, angustiante, apocalíptica, irreversible e inaccesible en medio de la inmensidad sideral. De pronto un apagón eléctrico le eclipsó la vida al barrio. Lloviznaba entonces; la llovizna le trajo a menoría a doña Vertilia el estado del rancho de Steve.
—Hijo, tienes que hacer algo por tú bohío, ya vienen  por ahí los meses de lluvia. Dicen que esta temporada ciclónica será peor que la del año pasado y no creo que tú casa resista mucho viento.
Ignoró  conscientemente la exhortación y se quedó en silencio. Pero a su vez experimentó una agobiante sensación de pequeñez ante su empobrecida realidad, sabía de sobra que debía resolver lo antes posible el problema de las maderas  podridas, pero se había convencido de que su principal cáncer no era en el estómago, sino el bolsillo.
—Y bien  Steve. ¿Tengo la impresión de que quieres decirme o preguntarme algo más, este es el momento? —Lo interpeló la madre.
Steve titubeó un poco sin dejar de mirar al horizonte. Vertilia esperó paciente mientras buscaba la lámpara para reponerse del apagón. Cuando regresó de la cocina le llegó a la mente lo de la prueba hidrostática. Colocó la lámpara humeadora en el lugar reservado para ella cada noche y le dijo:
—Hijo, necesito que mañana saques un tiempesito para mí.
— ¿En qué le puedo ayudar?
Le respondió Steve mirando a su madre solo a intervalos en que intercambiaba el foco de sus ojos con  la luna, la lluvia y el problema que lo carcomía.
—Necesito que me llenes el tanque de gas, porque sé que ya se está acabando. Lo sé porque ya huele raro. Pero antes de llenarlo les pides  que le hagan la prueba hidrostática porque veo que este tanque esta algo descuidado y el gobierno esta insistiendo mucho en que se hagan estas pruebas.
     Steve asintió, pero sin pronunciar palabra. Vertilia le requirió entonces que le contara con premura lo que le estaba aconteciendo porque ya casi era hora de ir al culto de la iglesia.
— ¿Por qué tanto apuro mamá, sí está lloviendo y la vida del hombre es además como la neblina de la mañana, pasajera, transitoria, sumamente breve?
     Vertilia se percató de la melcocha poética que se había apoderado del hijo; no era la primera vez que lo escuchaba en una larga disquisición retórica sirviéndose a manos sueltas de los versos de Neruda, o Rubén Darío hasta perder la noción del tiempo y el espacio, sin embargo esa noche, doña Vertilia, quien a parte de Anita King era la única que no solo lo soportaba, sino que además disfrutaba su gracia poética, no estaba de humor para recitales.   
— ¿Hijo? —Le indagó sin que aparentemente lo que le decía viniera a cuenta — ¿Tú crees en Dios verdad?
El hijo la miró con perplejidad, un tanto aturdido por los súbitos extravíos en los que a la madre le encantaba meterlo; pero no le respondió y soslayando el cuestionamiento le dijo:
—Mamá, sinceramente no sé por donde empezar.
Ella lo miró sin advertir aún su profundo desencanto y en forma jocosa lo animó:
—Empieza por el principio, creo que sería la mejor manera.
Él le dispensó una sonrisa falsa y le declaró enfáticamente una palabra tras otra sin hacer pausa: —Tengo un cáncer terminal me quedan a lo sumo seis meses de vida.
En ese preciso instante el fluido eléctrico retornó, Vertilia miró y vio a su amado hijo, y solo entonces notó que aparentaba diez años más viejo que de costumbre.





     Cuando Steve salió de casa de su mamá, la calle sin asfaltar estaba hecha un deprimente lodazal. La noticia dejó hundida a su madre en un abismo de tristeza, pensando como sería posible que ella viera morir a su hijo. Sin embargo, lo dejó marchar bajo la promesa de que haría constante ruego por él, pues ella tenía fe en que Dios podría librarle de su trágica enfermedad. Optó además, por diferir la entrevista que tenía pautada con Manolo. Lo hizo tantas veces como fue necesario hasta que pensó que sus intenciones eran evidentes. La vida continuó para ella  entre una mezcla insufrible de sentimientos. Por un lado temía que un día Steve se enterara de las cosas que sucedían bajo las faldas de su esposa. Por el otro  sentía pavor de solo pensar ver  a su hijo querido postrado en una cama de hospital público al lado de enfermos de SIDA, tuberculosos y demás. Pero oró con insistencia con la idea de que a Raquel Pimentel se le aquietara el fogaraté.
    

     Como indefectiblemente los días de los pobres transcurren por lo general sin ninguna otra novedad que una que otra desgracia que se presenta de forma periódica, como para que ellos no pierdan la costumbre; las relaciones entre Juan  Luis y su esposa eran cada vez más tirantes; era obvio que aún cuando él ya había demostrado cierta frugalidad en los asuntos sexuales, no por ello  se diría que él fuera o tuviera planes de ser célibe o  anacoreta.  El mal humor de la mujer se hizo notar de inmediato pues ahora se hallaba presa en su propia casa, y no podía resolver sus fantasías quiméricas ya que Steve se le aparecía a cualquier hora con pretextos triviales todo por impedir que alguna mala persona le fuera a corromper la moral a su buena y santa mujer. Sin darse cuenta, él buscaba la oportunidad para enfrentarla; por lo menos ese era el dictado de su conciencia, más su corazón lo traicionaba cada vez que pensaba en la llegada de la noche, viéndose sin ella, su único trofeo de juventud, y en la misma visión; Él, enredado en ella en espiral como una guirnalda que no era parte del trofeo, pero que estaba con el trofeo. Steve no pudo  sondearla, no porque no quisiera, sino porque tenía un miedo pavoroso, no a descubrir la verdad. Él la conocía bien, sino porque no deseaba enfrentarla.



Aquel martes llegó sin que lo llamaran, era una mañana más fresca y benigna  que las anteriores, y en el zinc se escuchaban los insistentes graznidos de las palomas que volaban del patio de Manolo a las casas contiguas. El sol se escondía aún detrás de la nada, pero su blanca luz ya despojaba a la negra noche. Caía un sirimiri lento y universal. 
     A pesar de que hacía ya un mes que estaba inactivo pues no asistía al colmado dejando peligrosamente en mano de Damián todas las tareas administrativas; continuaba levantándose a sus horas de costumbre a atiborrarse de café. Aquella mañana sin embargo no lo hizo; y ella lo notó. Él, tendido en la cama sintió el ambiente y la esencia del amanecer, la débil luz se filtraba por las rendijas de las envejecidas y negras maderas del rancho, así como por los orificios del zinc. Era temprano todavía, así que lo que no se había podido la noche anterior, ni la tras anterior, ni la semana pasada, ni la antepasada, ni la tras antepasada; «tal vez, por la gracia infinita del ser supremo»; la mujer volviera a recordar los días cuando ella lo buscaba pero era él quien no se hallaba.
     Inició su acometida acariciándola con esmero, pero ella permaneció impávida, hubiera querido empujarlo pues ya era completamente indiferente  a sus amores. Cuando vio que sus caricias le eran indiferentes, empezó a sobarla; ella ya no lo pudo soportar más y se sacó del mosquitero en dirección al baño. Él no dijo palabra. Se echó la culpa a sí mismo por el rechazo de ella.
     Cuando las aguas hubieron vuelto a su nivel, se levantó de la cama con un único pensamiento: el de ir al aeropuerto a recibir a su primo Tito. Era el amigo que llegaba ese día de los Estados Unidos. Se cambió rápidamente sin haberse  bañado antes. Ella le ofreció una taza de café no sin cierto desdén y él la tomó con una fe del color del estaño, pero no estaba resignado, solo un tanto desconcertado y desorientado sobre el rumbo que estaría tomando su vida y la extraña actitud de Raquel, solo comparable a los días del gran escándalo.
     Antes de partir intentó despedirse con un beso, pensando que el café significaba una muestra de acercamiento, tal vez una merecida tregua en medio de las hostilidades  pero no fue así, ella lo rechazó una vez más. Steve en tanto continuó su ruta con parsimonia, pero aún no estaba resignado. Al llegar al umbral de la puerta la miró con una mirada desesperada, sin pronunciar palabras, sus ojos vibraban, en sus pupilas se reflejaban las curvas exuberantes de la mujer que él amaba, su pelo de bronce, sus ojos brujos, pero ella le dio la espalda, y entonces fue claro para él que algo malo estaría pasando, se fue directo al aeropuerto  a recibir a quien en los días de su trance más agudo pensaría que podría ser su mejor y mayor aliento, salió encogido en medio de una melancólica e incesante lluvia de gracia.       


Doña Vertilia salió temprano de su letargo, se sentía  alegre porque aparentemente los baños amoniacales surtieron un buen efecto en el nieto. Ese día sería un día importante para ella y los demás padres  pues ese día discutirían como conjurar el problema  de los hijos que querían hacerse a la mar en busca de la realización de sus quiméricos sueños.
     La reunión se había pautado para las seis de la tarde. Pero no se realizaría.  Ciertamente al menos para doña Vertilia, dicha reunión sería solo para expresar lo que ella ya había resuelto: no hacer nada.  Sin embargo más profundo aún que el problema de los jóvenes que se querían ir en yola, la agobiaban profundamente dos cosas: una que no podía recordar, y otra que no podía olvidar. Le perturbaba y perseguía en su conciencia la imagen fantasmal del vástago a quien ella no se resignaba a pensar que vería morir, le dolía en lo más profundo de su alma el ver que Steve fuese un hombre tan noble, y le hubiera tocado por mujer una mujer tan indigna. Y que ahora para terminar de despejar todas las esperanzas que ella había cifrado en él, le diagnosticaran un cáncer fulminante. Sin embargo Vertilia era también una mujer de voluntad firme e inquebrantable y confiaba en que en el caso de su hijo tal vez podría, quién sabe, podría ser que interviniera un milagro. No obstante a  su vez, se devanaba los sesos tratando de hurgar en la insondable  cosmovisión de Dios, por ver si podía en su mente clarificar sus multicolores nebulosas teológicas.
     Por un lado reconocía que Dios era bueno. Al  mismo tiempo, proclamaba la virtuosidad y don de gente de su buen Steve. Por otro lado reconocía  la soberanía de Dios, y a la misma vez recelaba de sus designios en la atribulada vida de su  hijo. Pero lo que sí era claro, y absoluto en su vida, eran los cultos de las siete, su asiduidad a ellos, su asistencia irrestricta a las vigilias de los viernes y sus visitas dominicales a los hospitales. Vertilia seguiría orando, oraría hasta el final, aunque en lo más profundo de su ser ya había llegado a la conclusión resignada, aunque no revelada, de que por más que ella orara, Steve al paso que iba de todos modos terminaría muriéndose, pero ella tenía fe. Aunque últimamente se le habían estado zafando algunas frases con las que luchaba por apartar de su santificado léxico  ¡Ay ombe, que el diablo se lleve al demonio!
     Después de hacer sus devociones encomendando su día a la gracia sucinta del Espíritu Santo, se apoderó de sus labios inmaculados el estribillo de un himno antiguo de Juan Bunyan:

Cualquiera que sea
Mi suerte diré
Estoy bien
Tengo paz
Gloria a Dios

 Vertilia se dispuso a preparar su habitual café matutino, se acercó a la vieja cocina tapizada con las huellas del marido muerto esparcidas por doquier, sintiendo aún su olor, y suspirando irresignada.
— ¡Ay Pacificador te me fuiste a destiempo!, estas chancletas jamás han sido calzadas por otro caminante, excepto por el italiano hijo de la gran puta, que de todos modos fue antes de ti, aunque tú nunca lo supiste. Desde el momento que tú partiste, y no porque no hubiera hambre yo me he guardado casta.
     Después de su desahogo ritual y de abrir el cilindro del gas propano, caminó por el piso de argamasa pulida color gris hasta la nevera para  reunir las sobras de los cafés de la semana por ver si alcanzaban para hacer un café decente con el cual empezar el día, como cada día. Mientras caminaba advirtió, sin darle demasiada importancia, un llamativo efluvio de gas propano. No reparó en ello, pues ya hacían meses que venía sintiendo el tufo y había estado postergando la prueba hidrostática, habiendo descartado, escapes en la manguera y en las hornillas de la estufa.

Para Manolo el día le sonreía de oreja a oreja, tenía una ansiedad febril pues había hecho los arreglos para tirarse nuevamente ese día a la pollita del primo sin que este se diera cuenta. Además al día siguiente se completarían los aprestos para el viaje a la isla del encanto, el cual le aportaría los recursos que estaba esperando para mudarse del barrio, con la pollita del primo, todo estaba arreglado para dentro de un mes, si las cosas no cambiaban.
     Se levantó de la cama con sigilo, procurando no despertar a Alicia, quien ya venía sospechando que él andaría en otro enredo sexual, que esta vez, ella no estaría dispuesta a tolerar. Manolo Abrió lentamente la puerta del balcón de su habitación que daba al patio del primo,  tratando por todos los medios de que ésta no rechinara, por la aguda oxidación de los goznes, y lo logró. Juntó la puerta tras de sí y allá  mirando a través de la selva del patio del primo la vio tumbada en el marco de la puerta trasera de la casa, en su bata transparente, sin otra cobertura para su ánima impenitente que los lindos cueros con que Dios la trajo al mundo; con una taza cuyo contenido él ignoraba y que ella bebía a sorbos pausados y despreocupadamente le hizo algunas señas sin pronunciar palabra, ella lo entendió y de esa manera acordaron que él bajaría en breves minutos a hacerle compañía, ya que el esposo se encontraba ausente.
     Manolo se internó nuevamente en la habitación para terminar de cambiarse y atracar en el bohío del primo ausente. Pero Alicia ya no dormía como él pensaba. Hacían varias semanas que se había percatado de la situación e inclusive contaba con información de primera mano de los más recientes actos de infidelidad de Manolo. Para hacerse con la información apenas tuvo que valerse de unos pocos pesos que le tuvo que dar al sobrino.
— ¿A que  no sabes tía Alicia?…
—A  ver, dime, ¿qué ocultas?
—Te digo si me das zinco.
—Mira muchachito, no juegues conmigo, seguro no tienes nada que decirme.
Amauricito con voz melosa y en tono patético añadió. Es de Manolo.
Alicia ya un tanto exasperada por la intriga le exigió:
— ¡Mira muchacho del coño, dime que esta pasando!
Pero el muchacho aunque se impresionó un poco con el tono de voz de la tía y con su frenética mirada, exhibió, no obstante una actitud de total serenidad.
—Así no vamos a avanzar.
Alicia viendo que obviamente no lograría nada por la vía de la violencia y no queriendo involucrar a su hermana en el asunto optó por ceder  al trueque que le propuso el sobrino.
—Es más ¿Qué es lo que quieres?
—Dame zinco, —le respondió él sin mediación de más palabras.
—Mira, pequeño demonio, le dijo. —Esto no es un pago, es simplemente un regalo. Ahora ven, y dime qué sabes.
Amauricito se le acercó al oído y le contó todo lo que sabía. Le explicó que la razón que lo motivó a mirar por la ventana que estaba entre abierta, era que  los gemidos que escuchó parecían de alguien que tuviera un gran dolor y él se asomó por ver en que podía a ayudar…
—«y entonces tía, me encontré con aquellos dos ¡singando!»….
Alicia lo paró en seco y le soltó una bofetada al muchacho.
—Esas palabras no se dicen ¿Oíste?
El color del rostro de Alicia había cambiado, masculló una fuerte imprecación sobre la mujer que se estaba convirtiendo en tea de discordia entre ella y su amante y sentenció en ánimo resuelto:
—Sí no se muere, esa maldita perra, yo misma la mato.


—Donde vas tan temprano Manolo. —Le dijo Alicia en tono suspicaz, sentada en el remolino de sabanas de la gran cama que ambos habían compartido apenas pocos minutos.
     Manolo no pudo ocultar su asombro, no esperaba encontrarla despierta y menos indagándole nada; por su parte Alicia sabía que le era privativo cuestionarlo, pero dadas las circunstancias,  y las fieras actitudes tomadas por ella en las últimas semanas, Manolo prefirió no irse por la amenaza, pues no quería que se le dañara el moro.
—Tengo que hacer una diligencia importante —le dijo él, en tono de no más preguntas.
Pero el conflicto era seguro, ella advirtió que el asunto era cierto, pues de otro modo él le hubiera contestado con una grosería, pero como quería evitar el encuentro de ellos prosiguió indagándole haciendo una pregunta tras otra sin pasusas.
— ¿Tan temprano?
— ¿Qué tiene, sería la primera vez que salga temprano? —le dijo él sin dejarse de cambiar la ropa.
—No es cierto,   —lo retó ella. 
––No te parece que es demasiado temprano para ir a comer gallina en gallinero ajeno.
Manolo se sintió evidenciado, pero intentó continuar para saber qué tan claro era para ella el afaire.
— ¿De qué me estas hablando mujer?
—Manolo, no te hagas el pendejo, que ya por el barrio todo el mundo sabe que te estas tirando a la perra de Steve.
Manolo no pudo contenerse más y para ocultar su culpabilidad y su temor ahogó los reclamos justos de su mujer con un concierto de trompadas, los gritos de Alicia convencieron a los diversos vagos del barrio de que ya era hora de levantarse, pues había un buen chisme que averiguar.



Vertilia logró reunir el café suficiente  para cumplir con uno de los ritos diarios que eran puntuales en su vida rutinaria. Después de poner la greca a calentar a fuego lento, miró el reloj de cucú. Eran las siete treinta de la mañana, escuchó los gallos cantar y mirando hacia la calle por la ventana entreabierta observó que el colmado del hijo ya estaba abierto, pues Damián su socio, ya lo había abierto. Al ver el colmado abierto recordó que no había azúcar, cuando se disponía a salir para comprarla, sintió nuevamente un inusual olor a gas propano, pero no recordó la prueba hidrostática, siguió su camino hasta llegar a la pulpería. Saludó con su voz temblorosa a Damián con sus habituales buenos días y su exhortación al arrepentimiento para perdón de pecados, éste le respondió que de lo único que se arrepentía era de no haberse tirado a su novia Consuelito que se le había ofrecido hacían unas noches, y que después deseó, pero cuando los ánimos de ella habían cambiado. Le indagó además en una clara velada intención que si ella no se había enterado de la última.
—No mijo, que voy yo a saber; yo estoy muy en las cosas de Dios para andar enterándome de chismecitos de barrio.
Damián hizo entonces una pausa calculada para darle tiempo a la anciana a que la comezón por el chisme hiciera su infalible efecto. Después de un rato que a ella le pareció una eternidad, la anciana lo miró de refilón con toda firmeza y a seguidas hizo ademán de que se marchaba, Damián aprovechó y le declaró:
—Doña, a mi no me lo crea, pero dicen las malas lenguas que aquí en el barrio alguien que usted y yo conocemos, se está tirando la pollita de otro alguien a quien también usted seguimos conociendo.
 Vertilia no pudo pensar en otra que no fuera la esposa de su hijo, y suspirando se le quebrantó el corazón pensando hasta donde había llegado aquella mujer. Miró a Damián con una mirada recelosa y le dijo en tono de atención:
—Me apuntas las dos libras de azúcar, y si vienen por acá los vecinos.... les dices que yo les dejé dicho que recuerden nuestro compromiso de las seis.
    
     Vertilia se alejó del colmado cruzó la calle casi desértica de almas, llena de piedrecillas que le atravesaban las suelas de sus viejos calizos de plástico, obviamente había logrado ganarle la batalla a las pasiones bajas a las que si hubiera dado rienda suelta habrían provocado serios estragos verbales. Cuando estuvo a cierta distancia, sin embargo, se sintió traicionada por Amauris, quien aparentemente no había guardado el secreto, airada con la vida dijo palabras en su interior de las que más tarde terminaría arrepintiéndose:
—«Seguro que el mariconcito  ese le vino con el chisme al rastrero éste, a estas alturas medio barrio debe saber que la puta de la mujer de mi hijo, se la está tirando el lobo de Manolo».
     Damián la vio alejarse lentamente hasta acercarse a la casa. A lo lejos miró también una humareda extraña que subía del zinc de la casa de la anciana. Pero no sospechó nada porque ella acostumbraba a quemar la hojarasca en el patio trasero. Cuando Vertilia entró por fin a la vieja casa esta estaba llena de humo y el tanque de gas brillaba al rojo vivo.

Raquel Pimentel al escuchar los  gritos provenientes de la casa de Manolo, entendió que la cosa ya no iba. Se preocupó además porque sí el asunto tenía que ver con ella, —cosa que todavía ignoraba—, sabía que habrían problemas porque Alicia era una mujer iracunda y sin muchos miramientos. Con el fin de disipar, se fue al colmado del marido para comprar algunos ingredientes para el almuerzo de bienvenida en honor de Tito el primo del Marido y de paso, ponerse al tanto de la gravedad de la situación  mediante el servicio gratuito de la chismearía popular.
     Al salir ya había algunas doñas en la calle pedregosa entre ellas doña Elminda Herodías, se sintió delatada cuando Amauricito que estaba junto a su madre la señaló. Pero no detuvo la marcha ni titubeo al respecto, les pasó por el lado y les preguntó que qué ocurría; algunas de las doñas  se adelantaron a contestar que no sabían, pero Rosa, la hermana de Alicia y madre de Amauricito no se pudo contener.
— ¡Ah perra! Todavía preguntas qué pasa.
—Mija, mantén la distancia. Que no somos iguales.
—Todo el mundo aquí está enterado de tus cuererías, te advierto que sí Manolo le hace algo a mi hermana ¡Te rajo! Orillera.
Todavía se oían los gritos de Alicia, aún Damián observaba el humo creciente en la casa de Vertilia, faltaban pocos kilómetros para que Steve y Tito llegaran, cuando de repente se escuchó un fuerte estallido que logró sacar al barrio de su gradual  letargo matinal.
— ¡Coño! —Se oyó a Damián vociferar,
—la casa de Vertilia está cogiendo fuego.
—Explotó un tanque de gas. —Voceaban otros.

A los pocos minutos unidades del servicio de bomberos se presentaron en la escena del siniestro. La situación era catastrófica. Las planchas de zinc negras por los humos de las chimeneas de las industrias que contaminaban esa parte del país envejecidas y oxidadas por los frecuentes aguaceros  se deshacían como papel en medio de la voraz hoguera que amenazaba con no dejar nada intacto en el barrio. El incendió con furia arrasadora no dejó vestigios creíbles de que allí hubieran estado tres casas. En apenas veinte minutos de fuego una anciana había muerto y tres familias habían perdido sus viviendas. Las madres jóvenes lloraban ante los reporteros que más tarde se presentaron al lugar, y solo repetían  de manera lacónica.
—«Lo perdimos todo, lo perdimos todo».
Otros le hacían un llamado al presidente de la república, para que los socorriera en medio de la desgracia. Manolo y Alicia ante el ruido producido por la explosión dejaron de lado sus diferencias; mientras, se aplacaba momentáneamente el ansia de Rosa por ajusticiar a Raquel Pimentel.


Venida la tarde se presentó en el barrio el candidato a la alcaldía por el partido oficial y de inmediato en medio de una desarrapada muchedumbre que bailaba al son de una música ensordecedora y cadenciosa ordenó la libre distribución de sándwiches de jamón y queso amarillo, cajitas rojas con leche Bambi y pica picas verdes, repartía también viseras de sol con la efigie del candidato, y el gallo que representaba el logotipo del partido, así como franelas que anunciaban su futura reelección asumiendo como un hecho consumado una victoria aplastante en los comicios venideros contra la oposición rabiosa de sus envidiosos contendores.
     En medio del desorden de mercado que se había formado por la «garata con puños» propiciada por una caja ambulante guiada por las manos diestras de los asistentes del candidato, que lo mismo repartían trompadas que billetes de veinte y cincuenta pesos, por un lado a los bandidos que se infiltraban entre la multitud y por otro a los que demostraban —como ellos lo deseaban— una crujía rastrera. El candidato hizo una minuciosa apología de la gestión del ciudadano presidente y de las honrosas razones por las cuales él debía ser electo alcalde. Entre sus razones más señeras exponía que si no lo elegían a él, se los iba a llevar el diablo con el asunto de las casas quemadas en terrenos del estado. Cuando terminó de coaccionarlos con una extraña jerigonza politiquera anunció que en breves semanas enviaría una comisión que se encargaría de realizar un estimado de los gastos para la reconstrucción de las casas siniestradas, así que ordenó que en el ínterin se formara otra comisión que sería la encargada de suministrar información fidedigna para que no se beneficiaran sino solo los que necesitaran la ayuda prometida.



La fe de Vertilia surtió su efecto; fue feliz. No tuvo la desgracia de ver a su hijo morir primero que ella, así fue disipada de una vez por todas, su insondable nebulosa teológica. A escasa distancia, se observaban perplejos los rostros de Manolo, Alicia, Carmen, y de Steve y su amigo Tito a quienes  se les había cambiado el baile en lamento. Al llegar la noche, el barrio estaba de luto, un aguacero que cayó a destiempo enlodó la calle pedregosa exacerbando los sentimientos de Steve. El barrio estaba más oscuro que la boca de un burro, el apagón había empezado desde  tempranas horas de la mañana, en supuesta precaución, para evitar la ocurrencia de otro siniestro. El ataúd era solo simbólico, la magnitud del incendió impidió que se pudiera reconocer adecuadamente el cuerpo entre unas patas y cabeza de puerco que Vertilia había sacado a descongelar para preparar un sancochito de habichuela al recién llegado; de lo que sí había certeza, era de que aparte de los restos de doña Vertilia existían los de un animal.

Durante los días fúnebres ocurrió el milagro que Vertilia hubiera querido ver en vida: juntar en un mismo sitio y con un mismo buen propósito a Steve Y Manolo. Sin embargo ellos nunca se hablaron mientras duraron los aprestos del entierro, mantuvieron en cambio una respetable distancia el uno del otro y Manolo hasta demostró cierto ánimo de colaboración en las diligencias de la partida.
Pero Steve no tuvo momento de sosiego, ya que la mujer le urgía que hablara con don Emmanuel, que era quien presidía la comisión nombrada por el candidato a la alcaldía para que lo incluyeran a él en el proyecto de reconstrucción por ser hijo de la difunta.
—«Que si no te apuras, jura que algún vivo dice que tienes un colmado y que no necesitas esa ayuda».
—No, —la calmó él. —la gente del barrio sabe bien qué clase de gente somos.
—Claro, eso no se discute, el problema no es, qué clase de gente eres tú, sino alrededor de qué clase de gente vives. —Insistió ella
—Este no es el momento. —Reafirmó Steve.
—Si lo es, porque la comisión ya está formada, y el que la preside es el vivaracho ese de don Emmanuel.
— ¡Bah! cálmate, no tengas pena. Don Emmanuel me conoce desde que soy un niño y me tiene afecto, además es el suegro de mi hermana la Morena.
—Sí, acuéstate de ese lado, y mañana amanecerás en la calle. —le advirtió la mujer.
—Primero, no estamos en la calle desde ya. Tenemos una casa.
—Sí, que se está cayendo a pedazos.
—No quita, es una casa, como cualquier otra.
—No, no lo es, es un fuñido cuchitril, y si logramos conseguir la de tu mamá, podemos vender la que tenemos como una mejora, y así amueblamos la que nos den.
— ¡Por Dios! Raquel Pimentel, pero que fría eres.
—Y tú que bobo eres; que bobo y que egoísta, solo piensas en ti, y nunca en mi.
—Mujer, ten sentido del momento y trata de ver más allá de lo que está frente a tus ojos. Olvidas que la propiedad no solo me pertenece a mi, también está la Morena, ella tiene que dar su opinión.
—No seas pendejo, Steve, cuándo se preocupó ella jamás por esa vieja, si tú te la echaste encima todo el tiempo a pesar que ella está guisando con el Ingeniero hijo de don Emmanuel.
—No son asuntos tuyos, ni míos.
—Por amor de Dios, recapacita, tú no tienes que pedirle permiso a ella para inscribirte en la lista y gestionar esa reconstrucción, para algo eres tú el hermano mayor.
—No se hable más del asunto, hasta que no pasen los días del duelo no se habla más de esta pendejada. Además no te olvides que son promesas de políticos.
—Sí, es verdad, son promesas de políticos, pero este es un año electoral, y los políticos en campaña son capaces hasta de venderle su alma al diablo por alcanzar sus propósitos.
—No…—afirmó con un aire de misterio y un cierto donaire magisterial. — No pueden vender el alma.
— ¿Porqué? —indagó ella con angustia mientras juntaba las manos simbolizando una plegaria.
—Porque no tienen…  
 

  
Después del entierro de doña Vertilia Manolo y Alicia ya no volvieron a discutir aunque tampoco se volvieron a juntar pues en un enceguecedor arranque de ira Agamenón echó a la muchacha de su casa, aduciendo que si ambos permanecían juntos, temía que la rabia que tenía contra ella lo llevara a cometer una locura. Sin embargo cuando se sentía urgido por satisfacer sus instintos sensuales buscaba la manera de que ella le apagara los incendios pasionales sin comprometerse a permanecer juntos.
     Pero Alicia no estaba dispuesta a perder su hombre, ni tampoco se sentía a gusto viviendo en la casa de sus padres otra vez pues antes que Manolo la conociera años atrás aquella noche de mayo en el bar de Catanga María lamiendo tragos en medio de un grupo de adolescentes desaforados que practicaban juergas públicas como siempre la habían gustado a Manolo, él logró sacarla del maremagnun,  antes que sus propios compañeros y otros conjurados la violaran junto a otras muchachas de buen talante. Lo hizo por un raro gesto de buena fe que no le era propio y desde esa noche empezaron a vivir juntos. Ya antes de ese negro episodio, había sufrido muchos vilipendios a manos de su padre quien la consideraba un caso perdido, le espetaba delante de cualquiera que la intentara enamorar que él le advertía que ella era una puta consumada, una machera, mujer fácil, y zalamera, y que sus denuncias tenían como propósito advertir a cualquiera que se alocara con ella, que una vez sacara un pie de su casa no lo aceptaba de nuevo. Rosa, hermana la de Alicia, indignada por el bochorno al que el padre había sometido a la hermana terminó más tarde marchándose también del hogar porque sentía un afecto genuino por la hermana, desde ese día ese afecto creció hasta el punto en que se consideraba su ángel guardián.

El tan esperado día en que el viaje debía realizarse había llegado. A pesar de todas las advertencias hechas por don Confesor a su hijo Hipólito, lo mismo que doña Elminda Herodías a su hijo Rafelito, ambos se dejaron seducir por Manolo de que el viaje era seguro, de que el riesgo valía la pena, de que conseguirían buenos trabajos no bien llegaran, de que se casarían con una jibarita de esas que bailan rico la salsa y que se harían ciudadanos americanos con hijos que a su vez serían ciudadanos americanos y que cuando eso sucediera allí mismo se acabaría el circulo de la pobreza. Los ojos se les salían escuchando su convincente predicamento, pues decía mentiras con una fluidez y con una teatralidad que al final hasta él quedaba atontado sin saber si lo que había dicho era realmente mentira o verdad.
     Antes de partir, reunió a los dos muchachos junto a otros cinco más que vivían por el barrio y por zonas no muy lejanas de la comunidad e intentando lavarse las manos preanunciando sus propias desgracias les advirtió:
—Para hacer esta vaina, hay que ser muy hombre, ¿estamos?
—Estamos. —le decían ellos.
—Así que los que tienen miedo lo dicen ahora porque después que estamos en la yola no hay vuelta a tras, a mí nadie se me culipandea, ¿quedamos?
—Claro.
—Además sépase, que si los guardacostas de los Estados Unidos nos llegan a interceptar ninguno de ustedes sabe quien es el organizador del viaje. ¿Estamos?
—Se sabe.
—Que tienen que llevar cosas de comer, preferiblemente asuntos ligeros y cosas que sirvan para proteger la piel del sol. ¿Se entiende?
—Anha.
—Que no se puede relajar en la yola hasta que el viaje no termine, que esta es una vaina muy seria ¿Okey?
—Humhú.
—Que yo soy el jefe de esta vaina y tengo el poder de todos los poderes, y como capitán del grupo pongo la regla, y cualquiera que se intenta revoltear en medio de la  mar y no someterse a mis órdenes, a mis leyes y a mis deseos le doy un tiro con este hierro que ustedes ven aquí.
     Cuando terminó su virulento monólogo les enseñó la pistola agarrada por la cacha de caoba y asiéndola con un dominio intimidante y gesto altivo añadió: — ¿Se entendió?
     Esta vez no hubo respuesta, pero él terminó de nuevo la sentencia sin darse cuenta que en vez de animar a la tropa había terminado por infundirles un profundo temor y unas dudas muy racionales sobre la irracionalidad que estaba demostrando el pseudo líder que él pretendía ser.
    
     Aun cuando las brisas soplaron favorables para Manolo y toda la operación parecía andar a la perfección. La temporada no era del todo la más propicia, pero aún así él pretendía que dados los pronósticos del clima las autoridades aflojaran la vigilancia y que solo algún evento de grandes proporciones pospusiera la operación; se había preparado con bastante tiempo y la suficiente dedicación y entrega como para que la operación en todos sus detalles saliera a la perfección, el único problema que le habían comunicado era que el nuevo general designado en la marina por el gobierno había ordenado cancelar a los antiguos guardiamarinas por haberlos hallado culpables de complicidad con los organizadores de viajes ilegales, sin embargo tenían la palabra de los antiguos contactos de que ellos se encargarían de sonsacar a los nuevos para que aceptaran continuar haciendo el servicio a cambio de que les sacaran su tajada. A Manolo no le agradó la idea, pero no tenía alternativa, el viaje debía hacerse ahora o de lo contrario habría que posponerlo para el año siguiente.
     Llegado el día tanto doña Elminda Herodías como  don Confesor hallaron que sus hijos no habían amanecido en el hogar y se les heló el corazón imaginándose toda clase de acontecimientos terribles, sobre todo don Confesor quien la noche anterior había visto un macabro especial sobre tiburones en el Discovery Channel. Pero a pesar de toda la organización y a pesar de todas las maniobras y tácticas dilatorias, no obstante a los sobornos que nunca llegaron a manos de los nuevos guardiamarinas, a pesar de las velas encendidas al santo niño de Atocha, a la Virgen de los Mojados, al Buda negro, a Papá Candelo, y a todo el rosario de dioses de mampostería visibles e imaginarios; la operación fracasó. El comandante de la división de vigilancia costera rechazó tajantemente la proposición que recibió de parte de la asociación internacional de traficantes de carne humana. Se ciñó el cinto de la decencia y la sensibilidad humana y ordenó bajo las imprecaciones más severas que cualquier oficial, o alistado de cualquier jerarquía que fuera sorprendido ya fuera aceptando cohecho o permitiendo los viajes por lenidad sería severamente castigado. Así Manolo el gran e invencible Agamenón, fue apresado junto a las cuarenta personas que fueron capturadas antes de salir por la playa de Miches, los primeros en declarar quien era el organizador fueron el Papi Chulo, e Hipólito, de quienes Manolo juró vengarse.


Cada aurora en el barrio era un verdadero acontecimiento de sentimientos entremezclados con los colores del alma, aquella madrugada no obstante          el barrio amaneció más melancólico que de costumbre. A la distancia se podía divisar la misteriosa luz fluorescente que emanaba del único farol que pudo lograr escapar en los días de la poblada de abril cuando los francotiradores de la marina hacían puntería lo mismo con las cabezas de los chicos 'cabeza caliente' que con las bombillas del alumbrado eléctrico; pero era sin malicia: se debía simplemente a tantos años de ociosidad, tantas décadas de ejercicios militares sin sentido aparente, era porque las balas se estaban poniendo viejas y al gobierno le era preciso darle uso antes que también se le acusara de dejar dañar los pertrechos militares que tanto dinero del erario público habían costado, era porque el pueblo podía perder el sentido de su identidad si las cosas se resolvían de otra manera que no fuera a tiros, y era porque el pueblo creía por efecto de un extraño artículo no hallado nunca en los anales constitucionales que el populacho infeliz y marginado podía lanzarse a las calles a obtener liberación desvalijando a los que ellos eligieran según su predilección como sus opresores y que no  habría una respuesta contundente, rápida y eficaz de las obedientes fuerzas del orden.
     Esa madrugada en el cielo la luna todavía reinaba y alrededor de ella un tenue anillo de luz semejante a un huevo frito que, dependiendo de a qué parte del país se perteneciera, podía significar que un campesino andaba sobre un burro a buscar agua al pozo o que María estaba lavando y se le acabó el jabón. Según el día fue ganándole terreno a la noche la delgada neblina fue descubriendo las pocas siluetas que parecían a lo lejos los trazos casi ininteligibles de un cuadro impresionista. Entre las pocas ánimas que a esa hora ya compartían información vital para aderezar las extenuantes horas del hastío producido por la rutina diaria se hallaban dos viejos amigos.

— ¿Damián, te enteraste de la última?
— ¿Depende?
— ¿Depende de qué?
 —Bueno últimamente hay mucho que contar.
—Bueno pues entérame, parece que estas mejor informado que yo.
—Suelta lo que vas a decir y después cotejamos.
—Ahí te va la primera.
—Supiste lo de don Emmanuel.
— ¡Coño, como no me iba a enterar, medio mundo lo sabe! Y qué, te sacó lo tuyo.
—Ese viejito es el diablo, ¿sabes cuánto me dio?
— ¿Cuánto?
—Mil pesos.
— ¡No, coño! Estas relajando.
—Lo que oyes.
—Bueno, pensándolo bien, ¿Aha, y que querías? él fue el quien se lo sacó.
—Se sabe, pero Ponte en mi lugar.
—No, yo sé, el ancianito es tacaño, es duro, pero da gracias que al menos te dio eso, otros no dan nada.
—Humhú.
—Parece que sigue siendo cierto que Dios le da barba al que no tiene quijada. Este maldito viejo con seis casas alquiladas, jubilado de las Fuerzas Armadas, recibiendo un cheque sin trabajar, con un hijo ingeniero que esta en la papa con las contratas del gobierno y ahora da un tumbe en la lotería, ¡coño, que más se puede pedir!
—Lo dices y no lo sabes, la vida es así, pero no hay que quejarse de Dios, que Dios a cada cual le da lo que le corresponde.
—A no, eso sí, a mi lo que me corresponde es que me lleve el diablo en asociación con el tuberculoso de la difunta doña Vertilia en este colmaducho de tercera que ahora me está dejando todo el trabajo duro a mi, y que nada más viene por aquí a ver lo que falta y a llevarse lo que sobra.
—No seas mal agradecido, sabes bien que si no es por él te hubieras quedado en Barahona sembrando plátanos el día entero. Y además acuérdate que él es el socio mayoritario; además, a mí qué me dejas, viviendo de estos papelitos que ponen a gozar a otros, y no me quejo.
—En eso tienes la razón, no hay que olvidar la mano que te alimenta, hay que sacarle su comida aparte.
—Aha, ya veo….mira, saltando del gallo al burro: dicen que el socio tuyo esta más para allá que para acá.
—Eso se oye.
—Cómo que eso se oye, tú más que nadie sabes como anda la cosa.
—No creas, él es muy reservado, solo hablamos de los sacos de habichuela, las latas de aceite, de las cuentas por pagar y los beneficios por cobrar, lo que si sé con toda certeza es que la meretriz de la mujer es la que lo tiene como un fleje, dicen las buenas lenguas que ella fue la que le pegó el SIDA.
—Pero por fin ¿qué es lo que tiene: tuberculosis o SIDA?
—SIDA, al menos eso es lo que todos dicen.

     En medio de la conversación llegó un niño al colmado pidiendo unas papas y media libra de bacalao para acompañar la cena. Damián, le hizo señas a Virgilio que se aguante un rato hasta que atendiera al mozalbete y con empeño se deshizo del niño despachándole, cobrándole y devolviéndole con una eficiencia que ni él se imaginaba que estuviera dentro de sus habilidades. Inmediatamente despachó al muchacho reentabló su dialogo con Virgilio.

— ¿Y haber dime tú cuál es la otra noticia que se comenta?
—Supiste que a Manolo lo metieron preso,
—Aha, ya ves, esa si que no me la sabía.
—Si señor, tú sabes que él además de bregar con la cosita aquella era organizador de viajes en yola.
—Así supe, algo de eso oí.
—Pues como lo oyes. El muy bandido esta preso en la Victoria.
—Nada, horita sale, tú sabes que esos narcotraficantes tiene muchas relaciones, y hay muchos jueces de mano blandita, que tienen la casa a medio talle y la querida deseando visitar San Martín.
Se sabe. Pero al menos van cayendo las sabandijas, hay menos lacras  sueltas.



Las hojas de los últimos árboles que se resistían a ser parte de los ciclos anuales también terminaron cayendo pero el barrio no experimentó mudanza alguna porque en el caribe hay solo dos estaciones claramente definidas, verano e infierno. La única noticia que parecía ser nueva todos los días sin importar el paso del tiempo era el malicioso rumor que daba cuenta de que a Steve, el cuernero hijo de la difunta doña Vertilia, la mujer lo habría infectado de SIDA, se rumoreaba además, que si ella no mostraba signos de enfermedad se debía a que ella era de los que son portadores sanos. 
    
     Las brisas destructoras de los vientos huracanados de septiembre devolvieron a su paso  la vida a los estanques de la comarca;  la lluvia se precipitaba a diario en horas de la tarde y el diluvio era puntual en la madrugada. El servicio de meteorología había anunciado al menos 12 tormentas de las cuales 3 se estimaba que podían alcanzar categoría de huracán, pero aunque la expectativa de un huracán era de temer por el estado en que se hallaba el desvencijado ranchito Steve no halló ánimo suficiente para hacer lo perentorio para preparar la vivienda para la hora aciaga que se cernía sobre él. El progresivo deterioro de salud al que lo sometía su terrible enfermedad y más aún la inicua indiferencia con la que su mujer afrontaba sus dolores era lo que más desarmado lo tenía en aquellas horas negras. Sus padres ya habían muerto, tanto el que decía  ser su progenitor aunque no sin sombra de dudas y al único que él reconoció en su vida como tal, y el que definitivamente lo era y que por una maldita casualidad del destino lo halló al inicio de su desgracia, una gran jugarreta del destino porque Estefano fue el autor de su vida y de su extemporánea muerte, ya que él mismo murió de un cáncer fulminante, porque el mal tal como el lunar, era genético; aun habiendo hallado al hijo que tanto había buscado no lo reconoció, todo a causa de su condenable cobardía y mediocridad que fueron siempre su buque insignia y que no le permitieron ni en sus días postreros reivindicar tantos años de abandono.
     Después de la muerte de su madre el hombre se pasó todo aquel día en su casa acompañado de Tito. A la semana siguiente el aguacero inicial se había convertido en vaguada, pero Tito continuaba fielmente haciendo compañía tanto a Carmen como a su amigo, ese día compartían los recuerdos de juventud junto a varias botellas de ron y una suculenta picadera aportada por el recién llegado, aunque Steve no bebía sino un abundante café negro cuyo aroma entremezclado con el olor del alcohol se había impregnado de la salita.
     Por la ventana de la casa, la misma por la cual Amauricito había mirado los desafueros de Raquel y Manolo, se veían bajar las abundantes gotas de agua que corrían por el cristal del formidable vehículo de Tito que permanecía estacionado en frente de la casa del primo. Entre tanto carmen sumamente callada se concentraba en la cocina dividida por paredes de palywood y una cortina  que ya gritaba por el polvo y el sucio acumulados.

—Raquel trae cubetas que están cayendo algunas goteras aquí en la sala. —Le solicitó el marido.
—Si fueran algunas gotas no fuera nada, querrás decir que está lloviendo dentro y escampando afuera.
—Como sea, te apuras que no estoy para discusiones bizantinas: de paso me traes el ungüento que esta en la gaveta del armarito porque me duelen todos los huesos.
— ¿En qué gaveta del armario? Nosotros no tenemos armario, lo que tenemos es una caja de madera que la hiciste tú mismo, por cierto. No tienes que intentar simular delante de Tito.
— ¡Cállate hija de….! me quieres convertir la vida en un infierno, a qué viene esa vaina, nadie  te lo esta preguntando.

La expresión del rostro de Steve no podía ser de más rabia e impotencia, razón por la que Tito intentó desviar el curso de la conversación para evitar un posible altercado en su presencia, sobre todo porque a la postre tendría que inclinarse a favor del amigo sin importar quien tuviera la razón y de paso se buscaría un problema con la hembra, cosa que él esquivaba como el diablo a la cruz.

— ¿Y dime Steve, en qué paró lo de la universidad?
 Un breve silencio se apoderó de la casa, aquel había sido un filoso tema de discusión entre él su madre y su hermana ya que ambas culpaban a su mujer de todas las desgracias que le habían sobrevenido sin exclusión, por lo que aquel tópico era tema tabú en su hogar. Después de articular adecuadamente su respuesta le dijo:

—Nada, ya sabes… tenía intención de seguir pero…

Volvió a meditar largo rato antes de decirlo, porque le afectaba mucho y jamás lo había aireado exteriormente. Se sentía un fracasado porque casi todos sus amigos habían logrado terminar sus carreras e inclusive algunos ya hacían maestrías, mientras que él ni si quiera pudo terminar su primer semestre. Miró alrededor por ver si la esposa se había distraído del tema, pero no era así, estaba notoriamente atenta a su respuesta, a la expectativa de que la acusara a ella de sus desgracias, porque tenía la respuesta exacta que le daría en caso de que le endilgara a ella sus fracasos. Pero él decidió no echarle más leña al fuego.
—Me duele decirlo, pero tomé algunas decisiones antes de tiempo, pero ya…. ¡Que más da! Todo está hecho.
— ¿Steve? —Le preguntó a Tito al amigo:
—Dime.
— ¿Y qué te ha pasado, porqué tu casa esta tan abandonada, es que ese colmado no te deja nada?
—Sí, si deja, lo que pasa, es que el año pasado mamá hizo una gravedad, la tuvimos al borde de la muerte, ya te lo imaginas, para poder costear el internamiento de ella y seguir sobreviviendo tuve que coger un préstamo, y ya te puedes imaginar, ahora he quedado encharcado, todo el dinero que produce el colmado se va en pagar los intereses y en sobrevivir.
—Ya veo, pero nunca me llamaste.
—Si te llamé, pero acuérdate que me dijiste que te mudaste y que te pasaste unos meses sin teléfono.
—A si, es verdad… —Sabes, te noto algo demacrado.  
—Muchacho, mírame bien el rostro, porque así como ya no ves a la vieja y no la volverás a ver, de la misma manera pasará conmigo.
— ¿A qué te refieres, no te entiendo?
—Los médicos me diagnosticaron un cáncer terminal, y me dieron a lo sumo seis o siete meses de vida; y ya hacen tres meses del diagnostico,
Tito no sabía como reaccionar, quería saltar de la alegría, pero debía ocultar sus malas intenciones. En el fondo lamentaba que a Steve le estuviera pasando eso, pero sin embargo, el que fuera así facilitaría más aún las expectativas que tenía con Raquel Pimentel su viejo amor de juventud, y a la que nunca olvidó.

Al hacerse muy de noche Tito decidió marcharse, pero Raquel se opuso a que el compadre manejara pues había bebido mucho.
—Sí quieres quédate,   ––le dijo Raquel.
A Steve no le pareció tan sana esa idea, así que le propuso llevarlo.
— ¿Pero Steve, si me llevas cómo regresas después? además no te ves muy bien.
—Lo que cuenta es lo de adentro compadre, no te engañes que yo no estoy tan mal como aparenta, lo mío es más del espíritu que de la carne. —le dijo, mientras le dispensaba una perspicaz  mirada a la mujer—.
—Usted, mejor que nadie sabe como se siente mi compadre.
—Bueno, podemos hacer dos cosas, —le propuso Steve, yo puedo pedir un taxi, o puedo traerme el vehículo y pasarte a buscar temprano, de todos modos íbamos a salir mañana, Tito estuvo de acuerdo en la última propuesta.
     Cuando salieron ya la noche era un hecho certísimo, sus tentáculos recorrieron el mundo con voracidad. No existía ya ningún atisbo de luz solar. La calle desolada era ahora propiedad de toda clase de perros y sabandijas. El pavimento se había vuelto azul marino, la ciudad yacía inerte, muerta, agotada y vencida por el fragor de unos días solo calificables de infernales, era como sí después de aquellos sucesos, esa noche anunciaba un merecido descanso.
     Carmen decidió quedarse, pero Steve se opuso; ya le habían llegado ciertos rumores a los cuales él no daba crédito, pero por sí las moscas prefirió llevarse la mujer consigo.
     Aquella noche no había viento pero hacía un frío de proporciones glaciales. Los únicos dueños de la calle a aquella hora, eran los espectros de unas pocas golfitas que se vendían baratas y que discutían acaloradamente, en una de las esquinas que el poderoso vehículo dejaba atrás. Aparentemente la discusión se debía a un trabajo hecho en mancomunidad, cuya paga no se había repartido equitativamente.
     Los negros postes no decían nada. Lo veían todo, pero lo callaban todo. Un gato sobre un techo de concreto inspiraba un temor reverente, ante su sigilo y pulcritud se experimentaba la sensación misma de algún evento aciago por venir, «animal del diablo» —masculló Steve—. Los ojos esféricos del animal brillaban  ante la lejana y tenue luz de uno de los  pocos faroles del alumbrado público que aún se encendía cuando se nublaba. La lluvia arreció y la visibilidad se hizo más difícil, el vehículo tenía el limpia vidrios izquierdo dañado, el compadre ya dormía.
     Mientras cruzaban el puente Mella y se dirigían hacia  Gazcue Carmen suspiró, con un preocupante gemido de resignación.
— ¡Ay el fuiche!
Steve quiso disipar.
—Esto es seguro una nube pasajera.
—Será, —apoyó Carmen.
Por fin la lluvia cesó cuando casi llegaron a un semáforo, en el preciso instante en que éste estaba a punto de atravesarlo rogó que estuviera verde; era como una apuesta personal por la simple satisfacción de ganar.
—Te fijas, te dije que era solo una nube pasajera, ya dejó de llover.
Ella lo miró con más sueño que deseo y le respondió pesadamente
—«Sí profeta».
     Al llegar al semáforo y cruzarlo la luz aún estaba roja. No obstante notó que por la hora y la ausencia de tránsito podría cruzar. Al atravesar la luz  en rojo lo hizo sin ambages, y sintió la gloriosa sensación  de violar la ley sin cargar consigo ni el más mínimo dolor de conciencia. Al llegar a la casa de Tito, carmen volvió a caer en los pecados del ayer, volvió a medirse por la medida de los otros y no cordurosamente por su propia medida. Volvió a revolverse en sus anhelos irresueltos y pensó que con Tito las cosas irían aún mejor que con el mismo Manolo. Al fin y al cabo pensó, «lo de Manolo es pura obsesión, es fogoso, pero también es un loco consumado, el día menos pensado me mata si me meto a vivir con él, estos últimos años  ni la sombra me  ha dejado de seguir». Para Raquel no era relevante si amaba al hombre con quien estaba o no, estaba harta de soñar, de desear y no tener de tan solo ver y no tocar. Por lo mismo ya le daba igual que fuera Pedro o Juan o como se llamase, tan solo le interesaba su bienestar y grande fue su admiración al ver la paz que se respiraba en todo el entorno del residencial en que vivía Tito; con sus calles anchas y sus casas antiguas y bien decoradas, las aceras impecables adornadas por hileras interminables de caobas centenarias, el increíble silenció en medio de aquella noche mágica, húmeda y discreta. Fue entonces cuando se percató claramente de cuán miserablemente había estado viviendo y de qué debía hacer para safársele a su miserable destino.  

Para esa semana se había anunciado la primera tormenta de la temporada, inusualmente las autoridades habían desplegado una sarta de informaciones que si bien procuraban informar a la población de la inminencia de un huracán de proporciones cataclisticas, no hicieron sino confundir a los ciudadanos que no sabían en definitiva si habría un día de regocijo nacional o una cesantía laboral por motivos preventivos, o se desatarían con furia los cuatro jinetes del Apocalipsis. Sin embargo para Raquel Pimentel. Que por aquellos días se sentía más hastiada que nunca con los insistentes recados que Manolo le enviaba desde la prisión, y por el reciente altercado que se había armado con Steve, cuando debajo del florero del armario de pino americano había hallado una de las notas que Manolo le enviaba, solo se salvó de una escaramuza mayor, porque por precaución Agamenón nunca firmaba los recados, por si alguno de los custodias del penal interceptaba la misiva. Para empeorar las cosas Steve ya no tenía la fuerza de antaño y vivía adolorido aunque disimulando el martirio de la enfermedad con mucho estoicismo. De no haberse estado en aquella grave situación habría reforzado la casa con algunas maderas nuevas, «una clavadita por aquí y un ajuste por allá y así todo queda listo y hasta la temporada siguiente», siempre fue ese su lema: «no hay que preocuparse más de la cuenta, ni buscar problemas que ellos suelen presentarse solos».
     Venida la tarde soplaron vientos y crecieron ríos por toda la geografía nacional. Eran vientos huracanados acompañados de abundantes lluvias de gracia que desarraigaron plantíos enteros, devolvieron a los ríos antiguos sus cauces verdaderos arrasando con todo, mudando casas de la loma al valle y diezmando las pocas reses que habían quedado por efecto de la sequía del año anterior. Los damnificados se contaban por miles y los muertos a causa del desbordamiento de las presas del granero del sur no fueron más porque las cifras oficiales reflejaban la incapacidad de las autoridades hasta para realizar las operaciones más elementales de la suma.
     A pesar de las insistentes súplicas de la esposa para que fueran a pasar la noche en casa de la Morena, Steve se empecinó en la idea de que aquella no era la primera tormenta que él había pasado en su rancho.
—No se puede ser tan terco, acuérdate que después del huracán David y San Zenón, aquí prácticamente no hemos tenido huracanes. No has oído lo que dicen en la prensa, que probablemente como éste huracán de ahora no volvamos a ver otro.
—No creo, pienso que la gente está exagerando las cosas, además las autoridades no tienen ese punto de vista, más bien han llamado a la ciudadanía a mantener la calma. Imítame, haz como yo que no me preocupo innecesariamente.
— ¿Steve?
— ¿Aha?
—Acuérdate que la condición de esta casa no es la misma de cuando la levantaste hacen dos años.
—Son solo algunas maderitas que están flojas. —insistió él—.
—No, no son solo unas maderitas: el caballete de la casa esta flojo, los dinteles están podridos, el zinc se levanta y está despegado en varios lugares y ya ves el reguero de goteras que hay por toda la casa.
—Ten fe, confía en mí y ya verás como mañana, me levanto a clavar un poquito por aquí y otro poquito por allá, y así queda todo mejor que como estaba al principio. Dios me va a dar otra oportunidad, ya verás, yo se lo estoy pidiendo con tesón.
—Steve, me vas a perdonar pero yo prefiero aceptar la oferta de tu hermana la Morena, mejor nos vamos ahora que toda vía el viento no está muy fuerte.
—Nada de eso, aquí nos quedamos ambos, nadie me va obligar a mí a andar dando pena como si yo no tuviera un rancho.
—Un rancho que es un tiesto.
—Pero es mejor que nada ¡carajo! y no se hable más del asunto.
—No estoy dispuesta a morirme aquí contigo.
–– ¿Y… con quién estarías dispuesta a morir entonces?
— ¿Sabes qué Steve?
—No, no sé, ¿Qué?...
—Estoy más que harta de las pendejadas que dices.
—Yo sé bien lo que digo. —le aseguró él
—Se ve de verdad que tú no me conoces, yo no estoy en planes de joderme por nadie y menos….
— ¿Qué ibas a decir, no temas no voy a hacerte daño?   
La mujer lo observó discretamente de la cabeza a los pies, famélico y desmedrado, haciendo promesas a diestra y siniestra, muy cerca del delirio, con la voz quebradiza y los ojos hundidos y lejanos; se llenó de una profunda compasión entremezclada con una perplejidad que la dejaron en un insoportable limbo sentimental que no atinaba a comprender, así que deseando no llevar las cosas a los extremos optó por callarse.

     Pero aun cuando la razón de la negativa de Steve era no  dar lástima a su hermana la Morena, con la cual  no pasaba demasiadas palabras después del duro encontronazo que tuvieron la noche de bodas de ellos, por su incisiva recriminación al desobedecer a su madre casándose con  —«la pata por el suelo esa», «la aprovechadora esa», «la puta esa»  que eran los títulos reales con los que era conocida en ese entonces Raquel Pimentel en el seno de la familia del esposo—. A pesar de todo ello, a media noche el orgullo hubo de de irse por la cañería ya que tuvieron que huir a la casa que mejor construida se veía a corta distancia y la que estaba más al alcance sobre todo por lo dilatado de la hora y la reciedad del temporal.
     «Steve sacó fuerza de los cojones» contaría Raquel Pimentel al día siguiente ante la insistente pregunta de los vecinos que, habiendo observado desde sus hogares la manera en como el viento, primero estremeció la casa, luego la desplomó por completo y por último esparció todos los elementos que la constituían, con tal furia, que aun en varios kilómetros de distancia se podían hallar restos de las maderas, los trastos y la puerta de la nevera que fue a dar al patio de don Emmanuel. Los pececillos que eran su adoración también se colaron por los arroyuelos  de aguas mansas que salían incesantemente de la pecera de cemento limosa y ennegrecida.


     En la casa de los King el ambiente era cálido, solo a veces un sonido desgarrador parecido a un quejido que sacudía las paredes de las habitaciones lejanas sacaba a los presentes de total concentración. El ambiente familiar era en extremo acogedor, Steve no pudo más que rememorar los días cuando su padre vivía, aquellos días en que gozaban del respeto de toda la comunidad y de la hermosa felicidad de que habían disfrutado bajo el cuidado de su padre, él, su hermana y su madre. Pero aquella noche habían llegado como dos huerfanitos, mojados como dos pollos en medio de la lluvia torrencial sin el amparo de las grandes alas de la mamá gallina, él se veía aún más desamparado que ella por los estragos de la enfermedad, vacío de pie a cabeza, a mano pelada había llegado hasta la casa de la mujer que en silencio disputaba su amor sin que el mundo se enterara. Raquel al menos pudo conservar la cartera, no la dejaría aunque temblara la tierra o cayeran meteoritos, pero él salió completamente desamparado.
— ¿Quién dices que está ahí?
Preguntó intrigada doña Tina King mientras  impasible en la mecedora de mimbre color canario entretenía las largas y ociosas horas de su jubilación enterándose hasta del porqué del vuelo de los mosquitos. Yacía echada en aquel estado de lóbregas tinieblas y abandono social hacía al menos diez años desde cuando el gobierno de la soñada transición democrática la despidió con honores, tras veinte largos años de magisterio y después de la ceremonia en la que se habló más de la bondad del presidente que de los méritos de la maestra, la echaron al olvido con una pensión miserable que de tiempo en tiempo debía volver a reclamar por los disturbios, trastrueques y trapisondas de los subalternos de las administraciones siguientes.
—Es Steve Mamá.
Contestó Anita con una ostensible alegría de rostro. Aunque no lo mostraba a todo dar estaba eufórica por dentro; se sentía en su punto de ebullición por el milagro de la providencia divina, por la generosidad de no tener por sí misma que arrastrar al hombre de sus sueños hacia ella, sino de traerlo a él a rastras a pedir el maná de su clemencia, pues aún a pesar del triste estado en que se encontraba Steve ella lo continuaba amando como el primer día.
— ¿Cuál Steve es ese? —insistió la ciega.
—El hijo de doña Vertilia mamá, no se acuerda de él.
— ¡Ah! El hijo de mi prima la difunta, claro mija, como no me iba a acordar si es un muchacho tan bueno y tan gentil. ¿Cómo te va mijo?
     Steve no hallaba las palabras exactas, había quedado absorto con la inesperada huida, mirando por la ventana como el viento se llevaba todo lo que tanto trabajo le había costado obtener. Cariacontecido le respondió a la anciana en tono irónico:
—Ya ve usted doña Tina, aquí en su casa haciendo guardia hasta que salga el sol.
—Hay mijo, ¡ja, ja, ja! Que cosas se te ocurren si el aguacero sigue como va, mañana no vemos el sol ni en pinturas.
Raquel Pimentel lloraba silenciosamente.
Todo el legajo profético que había estado acompañando a Steve hasta ese momento se había vuelto vana palabrería y sería en cambio aquella inconsciente frase la única de todas sus fallidas predicciones la cual habría de cumplirse al pie de la letra.
     Mientras Anita buscaba ropa seca para proveerle a Raquel Pimentel y a Steve, apareció en la acogedora sala de estar la figura imponente de Ramón King; un espécimen formidable de pies a cabeza, un moreno corpulento y de mirada audaz. Sin perder tiempo se acercó a los inesperados invitados y les brindó su mano amistosa impidiendo que se pararan a saludarlo, reiterándoles la satisfacción y el honor de tenerles en su casa. Sin embargo por más que lo intentó no pudo disimular la aversión que le causó ver el estado de deterioro físico en que se encontraba el visitante; «se veía disminuido, y amodorrado, los ojos estaban exactamente en el sitio que anunciaba su destino». —Contaría más adelante a sus amigos—. Y era cierto los movimientos de Steve eran lerdos y erráticos y no podía mantener la mirada fija por mucho tiempo, después que se sentaron, entonces ya no se fijó tanto en Steve, sino en lo saludable que estaba la mujer del primo, con el color mismo del bienestar, sus guedejas negras como el ébano, sus piernas como dos árboles gemelos de perfecta corteza vegetal, ambos paciendo junto a un sauce de aguas generosas. Observó sus pechos firmes diríase de paquete, sin uso alguno  o sostenidos por un buen brasiere y aquella mirada endiablada que arrastraba a los hombres hacia las imaginaciones más inicuas y pecaminosas después hasta del más breve contacto con su presencia.    
— ¿Saben? aquí hemos sentido mucho lo de la difunta, y también sentimos lo de tú casa Steve.
—Eso es muy cierto.
Secundaron la ciega y Anita.
—En verdad gracias, ustedes son el tipo de personas con las que uno sabe que siempre puede contar. —reciprocó Steve.
—Eso no tienes ni que decirlo Steve. Sabes que aquí somos tuyos.
Apoyó Anita. Raquel Pimentel callaba. Steve con la idea de cambiar el tono fúnebre de la reunión dijo saltando de la magnesia a la gimnasia:
—Dime Ramón, ¿Cómo va lo del carro?
—Mejor que nunca, no me lo creerás.
—No digas.
—Sí, le acabo de cambiar el motor y le reparé las puntas de ejes que realmente era lo que me había estado dando problemas. Tuve que hacerlo urgente porque como tú sabrás el moro es de ahí que sale.
—Sí eso es cierto, no puede uno descuidar el pan diario.
—Eso es así… aunque en realidad estoy pensando en venderlo.
— ¿Aha, y por qué?
—Bueno, es que tú sabes que Tito llegó deportado de New York y entonces…
— ¿Qué?....
El viento soplaba cada vez con mayor intensidad, Anita regresó de la cocina acompañada de un aromático chocolate caliente y después de repartirlo democráticamente aunque empezando por Steve como era de esperarse, se incorporó al seno de la conversación. Los rostros de Raquel Pimentel y Steve habían quedado en suspenso ante la noticia que acababan de escuchar. Después de una amistad tan sólida Steve se sentía abotagado por todos los traspiés que la vida le hacía dar. No podía creer que su amigo del alma en quien había confiado durante tantos años le había fallado de una manera tan grosera.
 —No, lo que yo escuché no puede ser correcto.
— ¿Qué? ¿Lo de la deportación, no me digas que no te habías enterado, si medio barrio lo sabe?
—Aha. Será quizá porque yo normalmente tampoco estoy muy al corriente de todo lo que pasa en el barrio y él, además, no me ha enterado de nada.
—bueno, no es tampoco que uno esta a la expectativa de todo cuanto acontece, pero hay cosas que cuando se saben, se saben. Por su puesto, no creerás tampoco que él es tan pendejo que lo anda contando a todo el mundo.
—Será… Pero no te olvides que Tito y yo no tenemos una amistad de “todo el mundo.”
—Claro, eso se sabe, y por eso con mayor razón te ha estado ocultando la verdad. Al igual que seguro a ti, le anda vendiendo a todo el mundo  el cuentecito de que la mujer falleció en un parto difícil, y lo cierto es que a ella la mataron en medio  de una balacera que se armó durante un intercambio de drogas en el que prácticamente la vendió a ella para salvarse él; así que, como ves, más cierto no puede ser. Nos enteramos porque tenemos un primo en la policía, y el me dijo que a los que deportan los vigilan por un tiempo, para ver en que andan, tú sabes, por si las moscas. Al primo mío lo asignaron al caso de Tito, y ya ves, así me enteré.
—No lo puedo creer. —Se lamentó Steve.
—Ese muchacho era bueno, pero ustedes ya ven le pasó igual que a Agamenón, que creyó que nunca lo iban a atrapar y miren donde está ahora, cogiendo lucha en la Victoria. —sentenció la ciega.
—Es verdad, —apoyó Anita. —Yo recuerdo que cuando él regresó de su primer viaje, apenas trajo unas franelas que parece que las compró en una reguera en Manhattan, por lo malas que eran, todo para que los amigos no fuéramos a decir que se olvidó de su gente. Ustedes lo recuerdan.
—¿Quién lo podría olvidar? —Los demás asintieron.
—Pero ya en el segundo viaje de regreso, el hombre compró un Lexus y una finquita en San Francisco de Macorís. ¿Ustedes se creen que taxiando en New York, se puede comprar carro bueno y finca?
— ¡Huuuf! Ni en sueños.
Suspiró Raquel Pimentel, rompiendo su silencio, al escuchar un tema que le interesaba mucho porque constituía el virtual desvanecimiento de otra gran oportunidad.
     Steve muy decepcionado no emitió juicio de valor; él tenía primero que confrontar al amigo, pues por más verdad que hubiera en el relato, entendía que alguna terrible y justa razón lo habría llevado a prostituir su moral de una manera tan baja. Ramón King por su parte, sin pena ni gloria sobre lo dicho, retomó el tema:
—Pues bien, el asunto es que estoy esperando que se enfríe un poco la situación de Tito porque le quiero comprar uno de los carros que él está vendiendo ya que está en una malaria diabólica según me dijo; así vendo éste que tengo ahora y me compro uno más representadito.
— ¿Para seguir conchando? —indagó Raquel Pimentel.
—No, —se adelantó Anita a responder como un asunto de honor, aunque sin dar más detalles.
—Trabajaría como taxista en una pequeña compañía que estamos formando el Papi Chulo, el hijo de doña Elminda, el Hermano de Alicia y otros amigos.
Dijo Ramón completando la idea.

     Cuando por fin se fueron a acostar Anita condujo a los refugiados hasta su recamara que era la que ellos habrían de ocupar por aquella noche. El pasillo era espacioso aunque escasamente se podían distinguir las cosas debido a la tenue luz de la lámpara de trementina, las paredes estaban desérticas y la pintura algo descuidada pero olía a limpio por doquier. Cuando entraron a la habitación Steve sintió por primera vez el perfume de la inocencia y la devoción estallando a borbotones. Fue como volver en sí. Era increíble que sus ojos se fijaran con tanta precisión en la foto encima de la mesita de noche a pesar del tumulto de recipientes de cosméticos y de utensilios usados para transformar la realidad. Le llamaba la atención porque ahora que sabía que su hora estaba cercana buscaba con diligencia hallar el punto preciso en el cual sus pasos empezaron a deslizarse, el origen de sus muchas desazones y la causa oculta de todos sus anhelos irresueltos. La foto era especial porque en ella aparecían los muchachos de antaño en aquel tradicional viaje de convivencia organizado por la iglesia a la que asistieron en aquel entonces Manolo, Tito, la Morena, Anita, la difunta Vertilia y él por supuesto.

—Espero que lo pasen bien, —se despidió Anita con una falsa gentileza.
—Gracias, tú no te preocupes por nada que esta noche no nos moveremos demasiado. —le respondió Raquel con una frase mal lograda, de doble sentido, que no perseguía sino fastidiar a la muchacha. Pero Anita hizo como que no se dio por aludida, aunque ambas eran conscientes del afecto y las esperanzas que siempre se cifraron en ella.

Al quedar solos Steve tomó la foto en sus manos y la contempló con una ostensible nostalgia. Raquel empezó a desvestirse pieza por pieza mientras charlaba con él. Él, en tanto, la escuchaba sin ponerle demasiada atención pero de buenas a primeras saltó:
—No debiste decirle eso a Anita.
— ¿Decirle qué?
—No te hagas.
—Es una puta, qué querías.
— ¡Por  Dios! Cuida tu lengua, estamos en su casa, podrían escucharte.
—Lo siento no quise herir tus sentimientos.
—Mejor lo dejamos ahí, ¡estamos!
      Raquel Pimentel le hizo algunas observaciones a Steve, que de no ser por su terrible estado de ánimo le hubieran quitado el mal humor y le abrían suministrado una luz de esperanza.
— ¿Viste como te miraba la loquita esa?
— ¿Quién, Anita?
—No, la Vieja Belén… ¿Quién iba a ser?
—No pienses mal, esa muchacha es un angelito.
—No me digas, ¡un angelito! y no te quitaba la mirada de encima, sabiendo que eres un hombre casado.
—Le llevo más de seis años, ¡Te fijaste!
— ¡Y qué, a mi me llevas más de cinco!
—Sabes bien que somos familia.
—Primos son ustedes, pero primos súper lejanos.
—Si, es cierto, ni yo mismo sé bien dónde es que se juntan las familias, mamá siempre me decía, pero nunca le puse mucho caso.
—Aún así, los primos se exprimen.
— ¡Esa vaina es del campo de donde tú vienes!
—La vi rara, eso no se me va olvidar.
— ¡Aha! ¿Y entonces? Acaso mi fidelidad depende de que me miren o no. En vez de averiguar el cómo ella me miraba, debías examinar cómo la miraba yo a ella. Y si hallaras falta en mi, entonces podrías reclamarme a mi, pero jamás a ella porque ella no está casada contigo.
—No, eso sí, te vi bien serio. No le hiciste el favor nunca a la chivirica esa.
—En cambio Ramón no te dejaba de mirar.
La mujer calló.
—Y a veces… tú…
— ¿Qué?...
—Bueno según pude percibir….hasta medio lo mirabas. Y a ratos mirabas para mi, como para ver en dónde estaban mis ojos, y yo me hacía como que no era con migo.
La mujer no supo que decir.
—Si tu preocupación de ahora fuera en otro contexto,  —bajo un ambiente de diafanidad total, quiero decir—  hasta me pudiera alegrar, pero a veces siento que te amo tanto, y que te asedian tanto, y que tú te niegas tan poco, que no te oculto que he pensado hasta en matarte.
—No Steve, no digas esas cosas, tú eres muy cristiano y no debes ofender a Dios, ya sabes que Dios tiene ojos en todos los lados.
—Te alegra mucho mi cristiandad, ¿verdad?
—Como no me iba alegrar. Si eres tan tranquilo, tan pacifico tan…
— ¡Tan Pariguayo! Y hasta cuernudo me dicen por ahí. ¡Coño!
Raquel Pimentel no dijo palabra y se durmió.  Él en cambio, la observó rendida en su sueño inocente, «tan linda mi mujer, —se decía— la que yo elegí, el deseo de todos los hombres, la envidia de todas las mujeres, la que se robó mis ojos y nunca me los devolvió». La continuó observando en un verdadero estado de transportación hasta que un incontrolable estado de sopor se apoderó de el. Fue en aquel estado en el cual tuvo su último y más decisivo encuentro con Manolo; desde aquella vez hacían ya tres años completos. Iba caminando por el callejón de los sanjuaneros, sin mirar a nadie en especifico, ese día andaba buscando un aguacate entre las verduleras de la barriada que vendían de todo: el santo y las flores, agua de rompezaraguey, la pócima del amansa guapo, mejorana, raíces de anamú, flor de tilo, hojas de guanábana,  tallos de sábila, semillas secas de chinola, así como agua de manantial y pociones para la mala racha y el mal de amores. Pero él tan solo deseaba un aguacate para aderezar el almuerzo. Tomó el que le gustó, el que se veía más grande y de pronto otra mano también agarró el aguacate.
—¡Diache primo, usted no cambia, siempre tratando de coger la fruta más buena y la más grande!
 —Suéltalo Manolo, que no quiero pleitos contigo.
El primo lo empujó sin pensarlo dos veces y lo hizo quedar en ridículo ante la risa y el asombro de los curiosos del mercado. Steve con más miedo que vergüenza, se intentó levantar del muladar  en el que yacía, pero descubrió para mayor deshonra  que los pies no le respondían, tal como sospechaba que sucedería cuando llegara ese momento. Se quedó mudo en medio de las hojas podridas de los repollos y las raíces de espinacas que ya no servían para nada. Al rato Raquel Pimentel lo escudó gemir:
—«Soy un mierda, soy un cagao, maldita sea, yo no sirvo para nada, le tengo miedo al buen pendejo ese».
La mujer no entendía lo que el marido murmuraba, pensó que sus quejidos eran producto de los dolores de la enfermedad y se volvió a dormir.



Al amanecer, el vendaval y la lluvia torrencial habían cesado. Pero los vestigios del desastre eran más que evidentes por doquier. Desde la orilla del río se veían subir y bajar en romería las familias que habían quedado damnificadas por los efectos del huracán que cargaban lo poco que habían podido desenterrar de entre el lodo, porque el río impetuoso en un acto de generosidad no se había llevado todo, en la orilla del río se veía un fétido espectáculo de peces raros apostados en las riveras y a la distancia se distinguía un tumulto de curiosos que examinaba el cadáver de un joven a quien la corriente había arrastrado junto con un mar de lilas, quizás proveniente de una de las grandes cañadas de aguas negras de las zonas altas. Steve permaneció acostado hasta que la voz dulce de Anita lo estimuló a dejar las sabanas:
—Steve, levántate que hay un mundo de cosas por hacer.
—Que las haga otro, porque lo que soy yo, estoy pago.
Así respondió en tono de broma, mientras trataba de localizar la procedencia del delicado aroma de jazmín que se había apoderado de sus narices, sentía como si  sus labios y los de Anita hubieran estado juntos toda la noche; pero apartó aquella idea infiel de su mente al vuelo.
     Después de un rato salió del baño y cuando salió a fuera, un sol que le hería las sienes vitalizaba el mundo.
— ¿Anita? —indagó intrigado. — ¿perdona que te pregunte; pero anoche me pareció que además del viento se oían como unos gemidos extraños, tú que dices?
Ella aprovechó el momento para acercársele dejando una incómoda distancia para él de medio metro entre ambos, la cual fue cerrando poco a poco hasta que pudo escuchar el jadeo de su aliento.
— ¿Ruidos raros dices? ¡Ah, sí! Seguro te refieres a Aris.
— ¿Quién es Aris?
—Sé que te va a parecer algo extraño, pero es mi medio hermano, él es algo retardado por eso lo tenemos encerrado en su cuarto. Hace algún tiempesito esta viviendo en la casa con nosotros, antes de eso estaba en el sanatorio.
—No sabía que tuvieras un medio hermano.
—Honestamente yo tampoco lo sabía, esa fue la herencia que nos dejó papá antes de terminar de joderse.
—Ya veo, ¿Dónde dices que estaba antes?
—En el sanatorio.
— ¿En el 28 quieres decir?
—Sí, más o menos. Ya ves, nos dijeron que ellos ya no lo pueden tener allá y tuvimos que traérnoslo para la casa.
—Es muy triste saberlo.
— ¡No te apenes! Uno se va acostumbrando poco a poco, es asunto de aprenderlo a amar.
— ¿Y no es violento?
—No, a veces no.
Cuando terminó el interrogatorio puso rápidamente sus manos en los hombros de ella, pues lo que ocurriría a continuación era más que evidente si algo no lo impedía. Cuando la tocó observó como sus senos se ponían erectos, fue entonces que advirtió que había cometido un error, retiró rápidamente sus manos de encima de ella e introdujo una conversación maromera con la que intentó distraer su atención del momento crucial en que se hallaban, pero ella no estaba en el mismo espíritu que él. Lo asió de la mano resueltamente; pero de pronto, se escucharon los pasos de Ramón King que se acercaba por el pasillo que dividía las habitaciones, él se le soltó de prisa.
—Te me escapaste, bandido. —Le advirtió.



— ¡Carajo! Se cumplió lo que dijiste le dijo la mujer en una broma mal lograda, acompañada de una visible orfandad de seguridad interna.
—Siempre te dije que era una cuestión de fe.
Le respondió sin prestarle demasiada atención a sus palabras.
—Sí, tienes razón.
Replicó la mujer ostensiblemente impaciente por llegar a algún sitio específico con la conversación:
— ¿Y?….
Steve la miró como adivinándole el pensamiento. Ella se detuvo a mirarlo a los ojos, pero le temblaba la mirada.
—Ya sé lo que vas a decir…
—Perdóname, yo soy  así.
— ¿No me lo vas a creer?
— ¿Qué?...
—Parece que por primera vez no tengo esa respuesta… No sé que vamos a hacer. Pero no te apures ya se me ocurrirá algo.
—Aha, pero tiene que ser de aquí a horita. Porque estamos en la calle.
Raquel Pimentel estaba llorando. Él estaba asombrado. Nunca había visto a la mujer en semejante estado de desamparo. La tristeza de ella le manaba por los poros y sin embargo, él se sintió alegre de ver que a pesar de todo esa loba sin dueño por la que había perdido todo concepto y respeto por sí mismo, muy en el fondo, en el óxido de sus interiores tenía algún sentimiento, aunque fuera mezquino y egoísta, que aparentaba ser humano.
—No te apures ya pensaré en algo.
—Sí pero tiene que ser rápido.
—Ya lo sé, crees que no me doy cuenta.
—Aha.
— ¿Aha qué?
—Que si, que veo que estas en eso.
— ¡Ah! Ya verás algo se me ha de ocurrir.
— ¿Cómo qué?
—No sé…. Podemos hablar con Damián y podemos compartir el local del colmado en lo que el hacha va y viene.
—Sí me hubieras escuchado a estas alturas la cosa fuera distinta.
—No es momento para recriminaciones, tratemos de llevar la fiesta en paz ¡Estamos!
—Sí, tienes razón. Pero por el amor de Dios, hazme caso esta vez: vete a casa de don Emmanuel, tal vez esté ahí todavía… y… tú sabes, el preside la comisión… háblale, explícale… dile que nos está llevando el diablo.
—Eso jamás, hay que tener orgullo, dignidad...
—Steve, el orgullo no te lo puedes comer. Tíratele a muerto, porque si no, nos quedamos en la calle. Steve tienes que hacer algo, las cosas conmigo ya no están como antes, si no obras tú lo haré yo.
—Todavía tenemos un terreno.
—Pero no tenemos dinero con qué construir.
—Bueno, pero podemos vender uno de los terrenos y construir en el otro.
— ¡Vez Steve! Ya vamos progresando. De todos modos tienes que tratar de que la Morena ceda lo que le corresponde.
—Ella cederá, después que vea lo que ha pasado, estoy seguro que entenderá; sí, ya verás que lo hará.
—Sí Steve, pero acuérdate que debes lograr que Emmanuel te inscriba en la lista del partido para que así el gobierno nos ayude en la construcción del rancho, y quién sabe, si le caes en gracia al viejo quizá hasta te da algo de lo que se sacó.
—No sabía que don Emmanuel se hubiera sacado nada.
—No me digas, ¿No sabes que don Emmanuel es millonario? Y ¿En qué mundo estas viviendo?...


Con el ánimo renovado Steve se dirigió sin dilaciones a casa de don Emmanuel. Al llegar el patio del anciano al igual que los demás lugareños había experimentado los embates del meteoro, el jardincito parecía una escena extrapolada de una jungla del período precámbrico; se hizo paso entre las palmas caídas y las ramas desarraigadas de los numerosos árboles de la propiedad. Campeando entre la maleza divisó entre el frondoso follaje de la mata de mango y el pino gigante y milenario  los trazos azules de la pintura de la casa más insigne del barrio, al dejar el maizal caído e internarse en la acera de mosaicos desalineados y mal combinados, el azogue de unos perros rabiosos le descompusieron el ánimo y la compostura que inexplicablemente había experimentado tras la noticia de la buena suerte del anciano. Desgarbado  y sin la misma firmeza del principio permaneció inerme ante el escándalo de los perros que amenazaban con devorar lo poco que quedaba de su endeble figura.
— ¡Se callan, perros del coño!
Les voceó el Ingeniero, esposo de la Morena a los dos canes, quienes al escuchar la voz del amo de inmediato le soltaron los pantalones a Steve.
— ¡Me salvó cuñado! Si usted no aparece pronto estos perros me comen vivo.
— ¡Perdone usted cuñado, usted sabe estos son los guardianes de la paz de esta propiedad!
—Se sabe cuñado, se sabe.
—Y dígame ¿Qué le pareció lo del almacén?
Steve no tenía ni idea de lo que le estaba hablando el Ingeniero, pero por no dar la imagen de no estar al tanto de las cosas del cuñado le hizo creer que sí sabía y que le parecía bien.
—Me alegra mucho cuñado. 
El Ingeniero era un hombre de pocas palabras, que acostumbraba a mirar a todo mundo por encima del hombro, había sido criado en estricta disciplina militar, de modo que era primero militar de carrera y después cualquier otra cosa, pero, primero hombre de cuartel como lo había sido su padre en los años de la dictadura. Desde los años del noviazgo con la hermana hasta la fecha no habían conversado ni diez veces, y siempre era él quien terminaba los diálogos, bajo el alegato de que andaba apurado en sus negocios y actividades interminables.
     El Ingeniero se sintió un tanto culpable al verlo en semejante estado de desamparo. Ya la Morena lo había puesto al corriente de la enfermedad que estaba afrontando el hermano, pero hasta dicho momento no habían tenido la oportunidad de verse.
—A papá se le olvidó amarrar estos perros antes de irse y ya ve usted el desorden que hay en esta casa, ahora me va a tocar a mí hacer todo lo que él hacía.
— ¿Dice usted que don Emmanuel se fue?, ¿A dónde se ha ido, y cuándo?...
— ¿No me diga que hasta ahora no sabía nada cuñado? Usted sabe, como Papá se ganó el premio….
—Si, ya me pusieron al corriente de esa buena noticia.
Le interrumpió Steve.
—Pues bien, la semana pasada decidió irse a vivir definitivamente a la Florida, usted sabe, él siempre soñó con vivir allá, pero siempre decía que era muy caro. Ya ve usted, Dios parece que lo oyó, y no tendrá que ir sólo de visita, ahora  se queda a residir allá, son caprichos de viejos, ¡que le vamos hacer!
—Si, es cierto, ¡qué le vamos hacer!… Y…
— ¿Aha? Usted dirá…
—Bueno…. Yo, en realidad….
—Bueno cuñado, me va a excusar pero  yo tengo que irme, ya ve usted como ha quedado todo esto en desorden después del huracán, tengo que juntarme con los obreros para inspeccionar el estado de las obras que tenemos asignadas, usted sabe siempre mucho trabajo, la misma faena de siempre.
—Yo lo entiendo, si, lo entiendo… perdóneme por haberle quitado el tiempo, nos vemos.
—¡Steve!
—Sí.
—Espéreme un momento, ahora que me acuerdo se me olvidaba que papá le dejó algo conmigo. Venga acompáñeme a la casa.
Steve lo siguió lentamente. En el trayecto el Ingeniero mantuvo un hermetismo absoluto. Pasaron el jardincito lleno de flores arrumbadas y con el terreno algo erosionado por los efectos del ciclón, pasaron la verja metálica y después la puerta de caoba primorosamente labrada por manos diestras. Al internarse en la casa Steve volvió a rememorar los días de su escapada niñez cuando en la puerta trasera de la cocina de don Emmanuel, su madre, la cocinera en ese entonces, lo atiborraba en secreto del sobrante de las paellas de berenjena, o del lambi con sabor a pollo, ensalada rusa y otras peculiaridades culinarias muy propias de las frecuentes reuniones de oficiales que se realizaban en la casa más suntuosa del barrio: «estos ricos tienen mucho, —decía— de alguna manera hay que sacarles algo»  de esta manera justificaba Vertilia las galletas saladas que se llevaba a su casa, el yogurt importado, el helado de mantecado, los mantelitos bordados, la miel de abejas,  el algodón y el alcohol isopropílico, el hisopo, los pañuelos de seda, el papel de baño, las servilletas con detalles del Greco y todo aquello que cupiera en su gran cartera  o en el inmenso estuche donde guardaba su gran Biblia. «Es una cuestión de justicia», —se justificaba la anciana, «algunas cosas las hace el buen Dios, otras debemos granjeárnoslas nosotros mismos».

—Espéreme aquí cuñado que vuelvo en seguida.
Le dijo el Ingeniero mientras se disponía a subir las escaleras que conducían a las habitaciones y al cuarto de insignias del segundo piso.
—No se apure, no hay prisa.
Le respondió un Steve esperanzado mientras admiraba la sobriedad de algunos lugares de la casa, pues la mansión daba la impresión de que albergaba dentro de sí dos periodos existenciales diferentes; por un lado era evidente que habían espacios intencionalmente preservados en contra de los embates de la modernidad, mientras que otros parecían bastante contemporáneos.  Se fijó además de la escalera interior con un pequeño cuadrito con la foto de un anciano por cada dos eslabones, pero la foto que inauguraba los dos primeros escalones en cierto sentido rompía un tanto con la armonía de las que le precedían, se trataba, de la imagen de una joven hermosa con claras facciones europeas. Era la fotografía de la que fuera esposa de don Emmanuel. Steve supuso que la manera en que estaban dispuestas las fotos semejaría un árbol genealógico o algo así, contempló el acabado en madera de las paredes de la sala que llegaba hasta la altura del pecho, dando la impresión de que se estaba en una habitación del Banco Central, o del Museo de las Casas Reales. El piso de lozas pulidas algo enlodado por los trastornos de la tormenta, el largo comedor de cedro con sillas bien talladas al estilo Luis XV, todo en la casa revelaba al vuelo un gusto exquisito y una mano diestra; la de doña Xiomara Phipps, La misteriosamente fallecida esposa  de don Emmanuel Deligne durante los años de gobierno del Sátrapa.
     De repente apareció la figura del Ingeniero caminando agarrado del andén de la escalera, Steve  entre tanto no dejaba de elucubrar toda clase de pensamientos sobre cual sería la cantidad con la que el buen don Emmanuel habría decidido gratificarlo. Después de todo fue con el número de su cumpleaños que se sacó, y a más de eso él le había prometido una generosa lluvia de gracia si la suerte le acompañaba; así que no había nada que temer, parecía que por fin los días tristes se acababan, decía él. «Después de la tempestad, viene la calma».
     Lo vio bajar la escalera sin vacilación, un escalón, dos, tres y después, dos y tres al mismo tiempo.
— ¡Aquí tiene cuñado! que lo disfrute.
Steve tomó el sobrecito Manila, abultado y sellado con cola blanca, las manos le temblaban, el sudor le bajaba a raudales, no cesaba de mojarse los labios con la lengua, parecía una mosca frotándose las patas, su expresión total era la de un indigente ante una amigable manifestación de caridad. El Ingeniero se percató que el hombre se hallaba en estrecho. Lo miró con cierta pena, y le dijo:
— ¡Ah!, se me olvidaba decirle Steve:
—Aha, usted dirá.
—Papá le dejó dicho que lo que hablaron la otra vez era muy en serio, que no se deje coger de pendejo, que le ponga el ojo a quien usted ya sabe.
— ¡No sé de me está hablando, ni qué me quiso decir don Emmanuel! Se defendió Steve.
—A, usted ve, de eso si que yo no sé nada, fueron cosas que él me dijo que ustedes hablaron. Me dijo también que le diga: «que lo goces, que lo gastes en ti y en nadie más, y que no le digas a nadie el monto».
     A la única palabra a la que Steve le puso atención finalmente fue a lo del monto. Obvió la primera parte del mensaje porque captó al tiro la intención malsana y chismosa del anciano y porque al pedir que no revelara el monto, estaría implicando que la cantidad era significativa.
     Terminó de agradecer al Ingeniero su gentileza y después de atravesar el desorden de maíz marchito, salió con la frente en alto hasta la calle y allí de nuevo vio  a la distancia parte de la silueta de la esposa que lo aguardaba impaciente, tumbada encima de los huacales de refresco del colmado. Mientras el hombre avanzaba le era imposible ocultar una risa de satisfacción, al acercarse más, la mujer le notó la alegría, y se contagió del oculto motivo de gozo de su esposo; Damián le soltó la mano de inmediato a la mujer, y fingió participar de la escena.  Mientras a penas le faltaba una distancia de un tiro de piedra para llegar al colmado, su mente no tuvo ni un minuto de sosiego —«que sé yo, tal vez sean 100 mil pesos, qué son 100 mil pesos para un millonario, o mejor aún tal vez 200 mil, él sabe que ahora el dinero no rinde para nada. O quizás sea mucho…. Sí, quizá es mucho pensar, tal vez sean solo 150 o a lo mejor 80, ¡Alabado sea Dios!, lo que sí sé, es que la cosa está entre 90 y 150 mil. No puede ser menos, eso está claro, el sobre está bastante abultado. Sí señor, eso no se duda. Si los billetes son de a mil, fácilmente caben aquí 80 o 100 mil pesos, eso no lo despinta nadie, sí Señor».

Alicia había vuelto nuevamente a la casa del amante, había tomado posesión de ella en ánimo de quedarse a vivir como dueña y señora porque la situación de Manolo aparentaba que iba para largo. Desde el balcón de la habitación contempló el patio de la rival, con una risa maliciosa se regocijaba porque de los rastros del rancho apenas habían quedado unas pocas hojas de zinc dobladas y ennegrecidas apoyadas por las cuatro maltrechas paredes de concreto desnudas que una vez fueron usadas como baño, algunos pocos palos del armazón de la casa enhiestos que en una mirada poética semejaban los vencedores de un duro torneo de gladiadores, un reguero de ropa esparcida y algunos pocos trastos y sillas que no volaron porque lograron anclarse en lugares imbatibles. Lo único que pudo observar había quedado intacto después del huracán, era el piso de argamasa pulida y la pecera llena de las aguas diluviales pero sin un solo de los adorados peces de Steve. Esa misma tarde se hizo la promesa solemne de hacerle la vida lo más miserable que se pudiera, a la mujer por la cual entendía se había fugado el corazón del hombre de su vida. Salió del balcón después de observar el barrio en total desorden; prolijamente barrido por la furia del viento implacable que había azotado el país toda la noche anterior, se sentó nuevamente frente a la hermana y de nuevo le instó a dejarle a ella el problema:
—Creo que este huracán ha sido más fuerte que el David.
—Hasta yo lo creo, además no es que el David fue tan terrible como este, lo que pasó es que cuando se pensaba que se iba, entonces se devolvió.
—Sí, es cierto. Mucha gente murió también por desconocimiento, porque cuando pasó la primera parte de la onda del huracán, la gente pensó que ya todo había terminado y no se daban cuenta que aquello era solo el ojo del huracán, la calma antes de la segunda parte del desastre.
—Hablando de todo como los locos, ¿cómo anduvo todo por tu casa?
—Todo bien, a la que no le fue muy bien fue a doña Elminda.
— ¿Qué le pasó?
—Tú sabes que ella estaba levantando un cuarto detrás de la casa para que el hijo viviera ahí, porque según ella le hacía la vida imposible….
—No me digas, la interrumpió Alicia. — ¿y el viento se la llevó?
— ¿A ella, claro que no?
— ¿Qué me entendiste?
— ¿Qué si se llevó a la vieja? —Respondió Rosa.
—Que bruta eres. Claro que no me refiero a la anciana, me refiero a la casa.
—bueno no me dejaste terminar, déjame terminar…
—Esta bien, Sigue.
—No se la llevó, pero la desplomó de arriba a bajo.
—Bueno, al menos, solo tiene que levantarla; no como el caso de la rastrera de atrás.
—Lo triste de todo es que pagan justos por pecadores.
— ¿A qué viene eso?
—Ella es una arpía, pero Steve es un alma de Dios.
—Se sabe, la mala es ella.
—Tan buen macho, para tan mala mujer.
—Así es siempre. Como lo de don Emmanuel, ¡Dios le da barba al que no tiene quijada!
—Así es la vida.
—Aha ¡Que se la va hacer!
—Me cansé de hacerle ojo bonito pero él parece que aspiraba algo más refinado, ¡Que coja ahora!
—Rosa, ¿No sabía que Steve te gustara?
—Te estas tratando se hacer la boba conmigo, todas las muchachas del barrio se descorazonaban por Steve.
—Pero yo no, a mí siempre me pareció demasiado pariguayo y cursi.
—Y ahora es que parece un fleje de verdad, el pobre se está muriendo. Dicen que tiene SIDA.
— ¿Qué?
— ¡Aha! ¿No me digas que no sabías nada?
— ¿Tú estás segura?
— ¿Cuál es el problema? Hasta el rostro te cambió.
—Todavía lo preguntas, si Steve tiene sida, entonces ella también lo tiene.
— ¡Mija, descubriste la formula del agua tibia!
Alicia la tomó por un brazo y la hizo reflexionar.
— ¡Hija de puta! ¿Todavía no caes?, coño, sí ella tiene el SIDA entonces yo también.
Rosa instintivamente le soltó el brazo en forma repulsiva, y solo atinó a exclamar con un único y potente golpe de voz:
— ¡Ay!


     Steve se internó en la media luz de la casa existente detrás de la cortina de la puerta trasera del colmado. La euforia se le veía a lo lejos, la esposa se mantuvo cauta todo el tiempo, pero los ojos le brillaban como a un gato en las tinieblas. En la casa había una fetidez embriagante proveniente de toda una ristra de inmundicias que Damián había dejado acumular durante dos largos años; había calzoncillos enmohecidos guindando por doquier, restos de preservativos amontonados en una caja de cartón de Margarina Manicera, cajas de arenque amontonadas para venderle a los niños que se iniciaban como limpiabotas y un caudal inagotable de basura amontonada en una esquina del catre como si el hombre se deleitara  en examinar el origen de cada uno de los desperdicios allí depositados.
      Steve rompió el silencio, le dijo a la mujer que Dios había premiado su fe, que Dios había usado a don Emmanuel para bendecirlos, pues él mismo fue quien le inspiró el número que debía jugar y que ella ya no tendría nada porque avergonzarse de él.
— ¿Es cierto?
—Tan cierto como que el sol sale todo los días. Ahora me verás con otros ojos.
—Yo nunca me he avergonzado de ti Steve, no digas esas cosas.
—Yo pensaba que sí.
—No, tú sabes, una a veces se siente algo desdichada, pero eso se pasa.
—Si es cierto.
— ¿No lo vas abrir?
—Mejor lo abres tú.
—No el honor es tuyo.
—Si tú insistes… no hay de otra, ¿parece que hay mucho dinero aquí? ¿Cómo cuánto crees más o menos?
—No sé, me lo entregaron así, aunque ya hice mis cálculos.
—La verdad es que ese don Emmanuel es buena gente después de todo.
—Yo siempre dije eso, la que siempre lo dudaste fuiste tú.
La mujer asintió, no a sus palabras, sino al nuevo amanecer que suponía aquella noticia para la que ella consideraba una larga pesadilla junto aquel moribundo hombre, en un instante perdió la compostura, se abalanzó sobre el esposo lo abrazó y lo besó.
— ¡No sabes lo feliz que me haces!
—Tú sabes que esa es mi mayor alegría.
—Lo sé, si lo sé.
—Ábrelo, no te tardes más.
—Claro, ya lo abro….
—Huele mal aquí.
—Si, un poco. A ver… cincuenta, cien, trescientos….
— ¿Cuánto hay?…
—Mil quinientos pesos.
—No lo puedo creer.
—Pues Créalo mister Steve. Esa vaina no da para nada. ¡Carajo, ese don Emmanuel si es un viejito sinvergüenza!
—Déjame ver, eso no puede ser, tal  vez te equivocaste.
—Yo no sé mucho de letras, pero de números si sé.
—No me lo tienes que jurar, ya sé que te has vuelto completamente metálica.
—Yo seré lo que a ti te de la gana, pero tú no eres más que un cabrón de arriba a bajo. No ves lo que te dije que el Viejito azaroso nos iba a dejar encharcados a todos. Pero está bueno que te pase por pendejo, te creías de verdad que don Emmanuel te iba poner en las manos 20 ó 30 mil pesos por tu linda cara.
     El hombre calló. La mujer lo había tomado por la yugular y lo había dejado sin respiración. Nada sabio o atinado arribó hasta sus sentidos para refutar los acres ataques de la mujer, que solo pararon cuando le faltó el aliento, lo único que sentía era un deseo inmenso de abofetearla hasta que se callara y para que de una vez y por todas se enterara de quien era el macho, pero ni siquiera osó intentarlo, su complexión física desmentía cualquier intención de beligerancia, mientras que la mujer no podía estar en una salud más notoria, si había perdido la batalla verbal no podía ahora exponerse a perder la batalla de las trompadas.
«¡Cuantas vainas tenemos que aguantar los pobres!»
Suspiró.

Unidos por los lazos irrompibles de la morbosidad sin límites que los caracterizaba a ambos, Ramón King y Tito Cedeño Phipps, el deportado narcotraficante, planificaban paso por paso la fina urdimbre que debía culminar dentro de dos meses con la salida de Manolo de la prisión, el restablecimiento de los viajes en yola, y la reactivación del punto de venta de estupefacientes en casa de Manolo.  Después de logrados estos objetivos intentaría volver a suelo norteamericano con un machete que un amigo de la dirección de pasaporte le estaba gestionando.
—Te has fijado en lo entera que esta la hembra de Steve.
— Quien no, esa maldita esta como quiere, ¡Esta más buena que el diablo! Pero esa mujer es intocable.
— ¿Por qué?
—Dos simples razones:
— ¿Aha?
—Dicen que tiene el SIDA.
— ¿Quien dijo esa vaina?, esa mujer esta más sana que tú y yo. Si eso fuera cierto Steve me lo hubiera dicho.
—Como te lo iba a decir, si él se está muriendo de la enfermedad.
—¡Mentiras de los deslenguados de este barrio misérrimo! Steve tiene cáncer, no SIDA.
—Es lo mismo.
—No, no lo es, el SIDA se pega, se contagia; el cáncer en cambio es hereditario, o simplemente surge, pero no se pega; me captas.
—¿Y tú cómo sabes lo del cáncer?
—Él mismo me lo confesó.
— ¡Carajo, como va ser! Medio barrio anda diciendo que el tipo se esta pudriendo por el SIDA, y que la mujer es una puta, que ella fue quien lo contagió.
—En fin, ya sabes lo que te toca hacer...
—Claro, estoy al tanto.
—Sabes, esa pollita me la tiro yo.
—No te lo aconsejo de todos modos.
— ¿Por qué? ¿A ti también te gusta?
—No te lo voy a negar, siempre me gustó, pero no es por mí.
— ¿Y entonces, cuál es el misterio?
—Agamenón es su chulo.
—No me digas.
—Sí, desde joven está emperrado con ella, pero tu primo que también es primo de manolo se le adelantó. Hasta llegó a planear matarlo. Pero al final la tipa cayó y el decidió ahorrar unos chelitos y llevársela del barrio. En eso estaba cuando lo agarraron preso.
— ¡Aha! No sabía nada.
—Si Agamenón se entera de que alguien más le quiere arrebatar la pollita se lo lambe, tú lo conoces mejor que yo.
—Te creo, te creo. Ahora bien, la tipa es enferma, porque o yo estoy muy bueno, o ella le hace ojo bonito a todos los hombres.
—No te confundas, ella mira así, lo tengo comprobado.
—Bueno, no se hable más. Ya sabes lo tuyo, no me falles que esta vaina es para gente con cojones.
—Antes de irte debo advertirte que Steve seguro te va a indagar si es verdad que yo le dije en lo que tú estabas…
— ¡Como! ¿Le dijiste lo mío?
—Aha, que querías, todavía no te me habías acercado; además lo tuyo se sabe, el único pendejo que se tragaba tus cuentos era Steve.
—Es mi amigo y somos familia, a pesar de todo, yo lo aprecio mucho.
—En fin, me pones como un mentiroso si se te acerca, lo niegas todo.
— ¡Que imbécil eres! Ya lo dañaste todo no me atrevo a volver por su casa, seguramente ya desconfía de mi.





Después de una semana matizada por una encarnizada guerra verbal entre él y la esposa, que le disminuía la vida a grandes sorbos, Steve decidió acercarse a la hermana con la idea de dirimir el asunto de la propiedad.
— ¡Cómo me vas a salir con esa vaina! ¿Qué te has llegado a pensar? ¿Desde cuándo quedaste nombrada como albacea de la familia. —Le recriminó con expresión adusta.
Ella lo miró con rabia, pero no le respondió palabra.
—La verdad es que se necesita mucho descaro para actuar así. —Prosiguió.
—Mantén el tono, ¡Estamos! Yo no podía adivinar que tenías planes con la propiedad, no me habías dicho ni pío sobre esa vaina, además Francisco me dijo que te habló del asunto y que le dijiste que todo estaba bien, ahora no te vengas a echar para atrás, tienes que mantener tú palabra.
— ¡Maldita sea! Ustedes no se sacian de tener, ¿no te da vergüenza hacer planes con lo ajeno?
—Sin ofender, —le respondió con vehemencia. Sin ofensas, mejor no saquemos los puñales, porque si la cosa es así yo puedo decir lo mismo de ti. Este asunto ya no está en mis manos, mi marido es el que se está encargando de eso.
—Pues que lo eche para atrás, en esa propiedad no se va a construir ningún almacén, esa propiedad es el patrimonio de la familia.
— ¡Aha! Tú y yo somos ahora la familia. ¡Estamos! Y hasta donde sé, tienes tú casa, y además tienes tú colmado, ¿Qué más quieres?
— ¿Todavía lo preguntas? Como si no supieras que en la gravedad de mamá me tuve que echar la deuda de la clínica encima.
—No, tú solo no. Vamos a ser más justos. Si mal no recuerdas, se te dijo claramente… no me acuerdo ahora con quien se te mandó a decir…
—Con Raquel Pimentel, —interrumpió él advirtiendo el desprecio con el cual la hermana prefería soslayar a su esposa antes que mencionarla.
— ¡Aha!… Con ella…. Que tu aporte a la deuda seria la mitad de la deuda.
—Ella nunca me dijo eso.
—Esos son otros quinientos, no es mi problema, son asuntos de ustedes pero si quieres pregúntale. En fin, la cosa es que lo que tú pusiste fue a penas la tercera parte del total, el otro dinero lo buscamos Francisco y yo.
—Tampoco lo pongas así, porque para tu información, todavía estoy pagando intereses del préstamo que tuve que solicitar para poder conseguir ese dinero.
—Lo siento mucho, que yo sepa, ni mamá estaba enterada de que habías solicitado un préstamo. La cosa es que ya Francisco le compró a los otros propietarios y ya le sometió los planos al ayuntamiento, esa vaina no tiene vuelta atrás.
—Morena… Yo soy tu hermano, considérame.
—Si hubieras empezado por ahí, tal vez. Pero el asunto es que eso ya no está en mis manos. Siempre te dije que ibas a llorar lágrimas de sangre por la mujer esa.
—Eso no viene al caso.
—Claro que viene al caso.
—Ah, ya sé. Entonces es por eso. Quiere decir, que para ti es una venganza.
—Steve, no se hable más del asunto. Esto no tiene vuelta atrás.
—No, esto va hasta las últimas consecuencias, si he de ir a los tribunales lo haré, ¿Y sabes por qué?
— ¿Aha?
—No por el terreno, sino por el abuso.
—No pierdas el tiempo con eso; llevas la de perder.
— ¿Eso piensas? Allá tú, el golpe avisa.
—Querido, acuérdate que son terrenos del estado, y nosotros somos los que estamos en el gobierno.
—No importa, mamá estuvo veinticinco años viviendo en esa casa, ya tiene derecho de propiedad.
—Sí, quizá sea verdad, pero no tienes papeles.
Al oír esa palabra Steve no porfió más.


Damián había decidido dar termino a sus relaciones comerciales con Steve Readman a pesar de las suplicas con las que este intentó frenar su decisión. El viejo y fiel compañero de negocios a quien ayudó a salir de Barahona cuando no era más que un peón sin futuro y sin esperanza en la parcela de un tío suyo, lo abandonaba en su hora más oscura; había tomado la decisión porque las perdidas del negocio eran evidentes, y su patrimonio se estaba descapitalizando ya que Steve solo se había limitado los últimos cuatro meses a sacar dinero para pagar la deuda contraída con el banco y a suplir las necesidades de su hogar, los imprevistos de sus parientes y el costoso tratamiento de su voraz enfermedad. La noche que Damián lo citó en el colmado para comunicarle la decisión aún permanecía una aguda helada, causada por una honda estacionaria que era el resultado de las secuelas del huracán. El ambiente en la calle era húmedo y el paseo era todo un infranqueable lodazal. En las esquinas los adolescentes compartían ron y té de jengibre para combatir el intenso frío.
     Cuando Steve llegó al colmado casi a rastras, ostensiblemente desmadejado por la enfermedad que ya no podía ocultar, el hombre lo miró y no pudo más que sentirse miserable por lo que pretendía hacer, pero que no podía dejar de hacer.
 —«Siéntese mi compadre»  
Lo saludó con una mezcla de deferencia y lástima, a la vez que le ayudaba a acomodarse, pero Steve rechazó el gesto con un discreto ademán de sus lánguidas manos.
—Espéreme un momento mi compadre que ya regreso.
Le dijo Damián apresurándose a entrar al cuartito de la parte atrás del colmado. Estaba sudando a pesar del frío, comenzó hurgando levemente algunos harapos y después moviendo aquí y colocando allá hasta que la encontró. Uno y dos. Uno y dos, cuatro tragos largos y bien fondeados.
— ¡Ah! — Exhaló largamente y cuando volteó para entrar de nuevo al negocio se topó frente a frente con aquella figura opaca y cadavérica.
— ¡Carajo compadre, no me haga eso! Que susto me acaba usted de dar.
—Parece que lo que viene es fuerte que te tienes que dar algunos petacazos antes de decírmelo. Pero, déjame ver si mis dotes de profeta todavía siguen conmigo….
Hizo un silencio teatral y dio algunos pasos repetidos en un ángulo de noventa grados alrededor de Damián, y entonces mirándolo a los ojos  profetizó:
—Estoy casi seguro de que deseas que te dé tu parte del negocio porque ya no deseas seguir aquí, ¿O me equivoco?
— ¡Usted sigue siendo profeta compadre, de eso no hay duda!
—Aunque esta vez más que nunca, me hubiera gustado equivocarme.
—Ya usted ve compadre, no es que sea yo mal agradecido, ni es tampoco que el negocio no deja, la vaina es que usted sabe que estoy por meterme en mujer y Consuelo me propuso que con los ahorros de ella y los míos, podemos hacer nuestro propio negocio. A mi la idea no me pareció mala, entonces ahí es donde está el problema, yo lo quisiera seguir ayudando compadre, pero no puedo atender todos los cartones a la vez; si usted es sabio me va a entender.
—Pongamos las cosas en orden; primeramente tú no me estas ayudando, tú estas trabajando por dinero, que quede claro. Ahora bien, yo te entiendo y te doy la razón. Pero espera al menos dos meses.
—Yo quisiera, créame, pero nos mudamos en menos de dos semanas.
—¿Pero porqué no me habías dicho nada?
—Perdone mi compadre, es que todo ha sido muy rápido, usted sabe que los mejores viajes son los que no se organizan.
— ¡Damián!
— ¿Aha?
— ¡Mírame!
Damián lo miró no sin cierto azoramiento, mientras Steve hacía una gran inflexión:
—Date cuenta que yo no duro dos meses si acaso.
Damián permaneció en silencio.
—No me gusta sacarle nada en cara a los amigos, pero acuérdate que cuando te traje de Barahona, eras iletrado, y qué hice yo, te ayudé en esa parte hasta que te alfabeticé. Hay que ser agradecido.
—Yo sé, yo sé. Nunca se le ha dejado de agradecer.
— ¿Aha y de qué manera? Acuérdate que tú viviste en mi casa dos meses mientras yo instalaba el colmado porque tú no tenías ni donde poner el pie, y quién sabe, con lo buena que es mi esposa, tal vez hasta te hizo el favor una de esas mañanas que yo me levantaba temprano para ir al mercado, ¿Quién lo sabe?
—No compadre, eso jamás, usted ofende mi amistad.
—Y tú ofendes mi inteligencia. Acuérdate que aquí no pusiste ni un centavo, que viniste prácticamente con una mano por delante y otra por detrás. De ser un hombre sin norte te di no solo un trabajo, sino también la oportunidad de ser empresario, dándote a ganar el cincuenta por ciento de los beneficios del colmado, que bastante que ha servido para ti y para mi; y eso sin tomar en cuenta, que he hecho caso omiso a las lenguas viperinas que no dejan de susurrarme que tú eres un zorro y yo un pendejo; que has puesto ya dos colmados a costillas de este sin que yo me de cuenta,  he oído todo eso, y ¡que bah! Yo no he dejado de confiar en mi buen amigo y tú mejor que nadie lo sabes porque hasta hoy nada te había referido de este asunto.
—Todo eso es cierto mi compadre, pero es mejor que partamos ahora.
— ¿Pero cual es la prisa?
—Yo no quería hablar de eso, pero usted ya lo hizo por mí.
— ¡Ah! Es porque me voy a morir.
Damián se encogió de hombros.
—Si yo muero todavía queda Raquel, ella puede hacer la partición.
—No creo.
— ¿Por qué lo dudas, piensas que mi esposa no es honesta?
—Si ella es seria o no es asunto de usted y ella.
— ¿Coño Damián, qué estas insinuando?
—Nada mi compadre, nada, lo que pasa es que me enteré de lo que le hizo la Morena, y tengo miedo de que después que usted falte, esa gente sea capaz hasta de echar a su mujer a la calle y de apropiarse del negocio, por eso también es que quiero espantar la mula a tiempo.
—Pues no se hable más del asunto, deja que yo me encargo de dejar eso arreglado, los traigo a ellos delante de ti y así todos juntos el asunto queda aclarado.
—Mejor que no compadre, esta unión aquí se acaba.
—Así tan frío.
—Mi compadre, no me lo ponga más difícil, usted no sabe lo que usted significa para mi; allá en Barahona, mi familia lo tiene a usted como un santo en el altar.
— ¡Si, ya me lo imagino!
Steve viéndose traicionado, decidió no suplicar más, pero tampoco pudo contener el dolor que venía arrastrando con aquella ininterrumpida cadena de decepciones:
«Me vendió mi hermana, y no me ibas a vender tú… Bandido»
Le dijo con evidente deprecio.
—Compadre, aunque usted piense lo peor de mi, yo siempre voy a pensar de usted lo mejor, ahí esta Dios de testigo. ¡Ah! Por cierto compadre; su mujer me dijo que ustedes iban a necesitar el local al menos por una semana, sepa compadre que por mi no hay problema, se puden quedar desde estas noche que yo me las arreglo.
Steve no le respondió.

Al salir del colmado vio pasar a Alicia quien lo saludó por no faltar a las mínimas normas de cortesía, y él a su vez le reciprocó el saludo en los mismos términos, ambos eran ya consientes del rumor real acerca de los desafueros amorosos de sus respectivos compañeros, aunque él nunca daba total crédito a la especie. Esa noche no se dirigió directamente a la casa, prefirió irse al malecón en donde frente a las olas furibundas del mar inquieto dejó volar su pensamiento hasta llegar al punto deseado en que sencillamente no estaba pensando en nada, simplemente se sabía existente y su existencia ni dañaba ni beneficiaba, era un espectro en medio de la noche que buscaba soledad. Sus ojos se clavaron en el cielo estrellado mientras una vez más clamaba a Dios en absoluto silencio, «Señor dame una oportunidad de ver tú bien, por amor de tú buen nombre». Cuando más elevada estaba su digresión espiritual, un travestí lo confundió con un amigo suyo y dándose cuenta que no era quien pensaba, decidió tantearlo por ver si lograba algo, sin embargo solo consiguió sacarlo de sus casillas; espetándole: «mariquita sinvergüenza» se alejó del lugar mascullando algunas recriminaciones sociales… «Antes se podía venir a este sitio y disfrutar sanamente, pero los malditos pájaros estos han invadido el lugar»
     Cuando llegó por fin al local, notó que las puertas corredizas del colmado estaban cerradas. Era correcto que así fuera pues eran ya las once de la noche. Miró para el final de la calle y a la distancia vio dos sombras que se acercaban apenas discernibles con la luz de neón proveniente del único farol encendido del alumbrado eléctrico. Tuvo miedo. Tenía una necesidad apremiante de recostarse pues los dolores corporales solían extremársele en las horas de la noche, además la humedad del aire lo tenía un tanto entumecido y empezaba a sentirse desorientado e incorpóreo.  Bordeó el local pero al contemplar las rendijas no vio las luces encendidas; retornó cuidadosamente una vez más a la parte frontal del local y reconoció a la distancia a Virgilio el villetero y a Michelle el haitiano vendedor de conconetes, quienes venían prendidos por la borrachera casi al borde de la disolución. Supuso que vendrían del bar de Catanga María y ya no tuvo tanto miedo, —«son del equipo» —pensó—. Después que los saludó en baja voz y ellos le hubieron reciprocado el saludo al menos tres veces en voz alta, continuó preocupado por la manera en que se introduciría ante la mujer; se sintió acongojado cuando a la distancia escuchó un fragmento de la conversación que los borrachos habían iniciado a pocos segundos de saludarlo.
—Es tuberculoso que está.
—No ¡animal! Ya te dije que es SIDA que tiene…
 Se acordó sin embargo que tenía una grave urgencia urinaria así que se abrió la bragueta, se bajó el calzoncillo y se sacó el lembo, después colocó ambas manos en posición de: ¡Alto ahí! Contra la pared sin empañetar y sintió la catarsis de desalojar de sí aquella agüita amarilla.
— ¡Ah!...  ¡Hum!...
Suspiró largamente; se lo agarró por la punta, se lo examinó escrupulosamente y a seguidas lo exprimió con cierta delicadeza paternal, lo notó flácido y tan desamparado como él. «Le convendría tener fe» recordó esas palabras que meses atrás le fueron dichas por el doctor Rossi, pero Rossi ya había pasado a mejor vida, según escuchó; le hubiera gustado que no fuera así, pues a pesar de todo quizá hubiera intentado buscar en Rossi la compasión que todos los que él amaba le negaban. Mientras meditaba esperó impasible hasta que las últimas gotas desalojaran el conducto urinario; sintió un relajante cosquilleo que le recorría desde los pies hasta la cabeza y después un escalofrío que de niño le habían dicho que era causado cuando un muerto le pasaba por el lado a una persona. Miró nuevamente la calle oscura y vacía, a pesar de aquel breve lapso de autoconmiseración, en sus pupilas tenía grabado el rostro agreste de la mujer. Se reposicionó el lembo, se subió la cremallera, y haciendo un esfuerzo sobrenatural dio tres pasos largos y decididos; cuando estuvo a penas a un metro de la puerta se detuvo. Con las manos metidas en los bolsillos miró hacía el cielo y contempló el cielo azul sembrado de estrellas que titiritaban  en orden y armonía perfecta.
—«Dios, tú existes» —reflexionó.
Pensó en su muerte, se miró el cuerpo desmedrado y sintió pena de sí mismo, tenía la respiración pedregosa y se mantenía en pie solo por su titánica fuerza de voluntad. «En qué te beneficia mi muerte Dios mío, dame otra oportunidad» —dijo suplicante con lágrimas en los ojos. Al final después de un gran suspiro de resignación tuvo el valor para tocar la puerta trasera. Al entrar al ambiente calido del local e internarse en el cuartito de atrás notó que la mujer lo estaba esperando despierta. Hacía como que leía con avidez un artículo de la revista VANIDADES, pero él sabía que no era más que una pose, un preámbulo para dar inicio a la siguiente reyerta verbal de ese día, lo sabía porque rara vez su mujer leía de noche. Notó así mismo que Raquel Pimentel se había empeñado en convertir el chiquero en que dormía Damián en un lugar menos inhóspito y más decente, lo que  a su vez le produjo más miedo, pues cuando la mujer se dedicaba con mucho esmero a las tareas domesticas siempre al final se le viraban los ánimos y se tornaba irascible y sarcástica por no poder conservar el orden ideal que con tanto esmero había logrado. Steve intentó ir directo al colchón tirado en el piso frío, pero ella se lo impidió.
— ¿Dónde has estado Steve?
—Por ahí.
— ¿Te dijo Damián?
—Me dijo.
— ¿Y entonces?
— ¿Entonces qué?
—No empecemos de nuevo por favor.
—Pues no jodas de nuevo por favor.
—Esta bien, no te voy a joder más, como tú dices; solo te advierto que si de aquí al viernes esta pendejada no se ha resuelto te vas a acordar de mi.
— ¡Carajo! No me amenaces.
—No es amenaza, no es amenaza...
De pronto sintió que el mundo se le desmoronaba, se iba a desmayar pero logró superarlo. Se sintió desamparado y ella lo notó. Se acercó entonces como un niño a suplicar la gracia de sus brazos y el maná de su compasión.
— ¡Raquel!….   Yo te quiero…
Pero ella lo paró en seco, estaba como enloquecida, y no podía controlarse.
—¡Suéltame buen pendejo! —Le gritó de tal manera que se enterara todo el barrio.
     Él no quería escándalos únicamente deseaba su compasión, la bendición de sus palabras de apoyo, la mirada de su santa esposa que lo ayudara a afrontar las duras pruebas de Dios; pero ella le negó resueltamente toda posibilidad de ayuda o reconciliación. Steve la contempló desde el colchón, estaba asustado, sabía que la mujer hablaba en serio y que sería capaz de hacer cualquier cosa; sabía que en pocas palabras la había perdido. Se sentía enojado con Dios y le echaba la culpa a él por sus desgracias, no entendía el alud de problemas que se habían volcado sobre su persona. Tirado en aquel chiquero de mierda que era ahora su vida, con la mirada puesta en el cielo raso, tres veces lanzado al piso en un solo día, vencido por todos los frentes, rodeado en medio del coliseo y asediado por las más crueles fieras irracionales,  Por primera vez aquella noche deseó la muerte como la prenda más preciada y como la panacea de todos sus males.



Transcurridas tres semanas después de aquella fatídica noche el deterioro de Steve era cada vez más evidente. La última vez que entró al colmado fue aquella mañana, fría de diciembre. Se levantó temprano, con sus fuerzas disminuidas. La calle pelada del barrio yacía desértica, a esas horas las pocas personas que transitaban por la calle de tierra parecían espectros fantasmagóricos a la distancia en medio de la espesa niebla de navidad que bañaba las mañanas con su blanco embrujo. El hombre yacía solitario después del abandono de la mujer, de la cual se decía que se había ido a vivir con Manolo, quien habiéndose fugado del penal de la Victoria había vuelto a sus negocios de drogas y viajes ilegales y se había radicado en otro barrio a no mucha distancia, de la calle triste, aunque él no daba crédito a aquellas injurias, seguía creyendo que la mujer se había ido al campo a vivir con sus tíos tal y como se lo había expresado  en aquella desoladora carta, en el amanecer de aquel último viernes de noviembre. Abrió la puerta que daba al colmado y al adentrarse  en el lugar lo embargó la sensación de estar invadiendo espacio ajeno. A pesar de todos los desmandes que su esposa hacia contra él mantenía sus principios. Al internarse en el negocio sintió de inmediato el vapor del ambiente guardado y el penetrante olor a arenque entremezclado con golosinas, mantequilla al detalle y toda suerte de virutas de conconetes, salchichón alimentado con veneno de ratones, así como las vitrinas repletas de toda clase de bisuterías. Fue a la caja  del dinero pero apenas había unas pocas monedas. Los últimos meses no se había estado vendiendo nada, eso lo tenía muy preocupado. Todavía era temprano y aún tenía sueño, así que se echó un rato a dormir, por última vez encima de unos sacos de arroz apostados  junto al mostrador, lo hizo para esperar que fuera más temprano. Pero después de ese momento pasarían muchos días bajo la incertidumbre de si Steve Readman volvería a abrir los ojos.


Desde el momento en que Anita King se enteró de la desventura de Steve; se hizo cargo del él como un asunto más humanitario que por algún otro interés ulterior. Nadie se hubiera atrevido a pensar que fuera de otro modo ya que el hombre estaba ostensiblemente arruinado por la enfermedad. Había sido llevado al hospital por mediación de ella misma, pues fue precisamente ella quien lo halló desmayado aquella mañana.
     A la Morena hubo que localizarla en Costa Rica donde se encontraba haciendo un curso enviada por la Cancillería en donde trabajaba como abogada, pero no pareció que la noticia le mereciera tanta importancia, pues no solo no interrumpió su estadía, sino que se quedó en San José dos días después de lo previsto, porque ella no podía salir de Costa Rica sin conocer sus lugares representativos: la ciudad antigua, Cartago, Puntarenas y Limón.
     En el hospital le recomendaron a Anita y a su hermano Ramón que lo que más le convenía al enfermo era permanecer en casa el mayor tiempo posible, le recomendaron mayor higiene, cuidado en los alimentos y sobre todo mucha paciencia y comprensión; aparte de que era verdad todo lo recomendado, también lo despacharon porque el hospital estaba abarrotado de personas como de costumbre y solo lo hubieran internado si hubiera llegado con un tiro en la cabeza, un brazo mochado o si su situación hubiera sido critica en extremo.  
     La pobre Anita que tanto había soñado con aquellas nalgas varoniles, con aquel pecho atlético, con aquellas platicas pletóricas de bienes espirituales, con aquella erudición y caballerosidad rendidas a sus pies; se había tenido que conformar con un verdadero adefesio pues el lastimero estado de envejecimiento prematuro que presentaba su cuerpo al final de los días de diciembre era verdaderamente intimidante. En vez de charlas enriquecedoras había tenido que soportar sus quejidos desaforados pues al final ya no tenía dominio de si mismo, había tenido que soportar que la llamara por el nombre de la mujer, porque él ni siquiera reconocía a las personas de una primera mirada. Había llorado al ver como, «Esa otra» Que era como se refería a la mujer de Steve eufemísticamente:
«Se ha comido la carne y me ha dejado los huesos» Pero aún así ella en lo más íntimo de su ser, creía en que un milagro podía suceder.
     En las largas tardes en que ella le colocaba aquellos compuestos pastosos sobre la espalda mientras le masajeaba cariñosamente las carnes enjutas para que tuviera algún descanso, en aras de aliviar sus dolores entonaba cánticos religiosos que al enfermo le infundían una fe y un valor que por momentos hasta lograban ayudarle a olvidarse del dolor. Él, por su parte, cuando tenía lucidez y reconocía a Anita, solo atinaba a agradecerle su bondad con un repetitivo pero sincero:
« ¡Eres una santa, hija mía, una santa!»
Aun cuando esa expresión no movía ninguna de sus terminaciones nerviosas, ella las aceptaba porque a ciencia cierta ya no había nada en él que pudiera estremecerla como antes, excepto, el recuerdo añejo de los días pasados en que practicaba la sensación gratificante de flirtear con él, aunque él no lo hiciera con ella.  «Él cae» Se consolaba ella en aquellos días. Y sin embargo el nunca llegó hasta ella. El único recuerdo verdaderamente grato que conservaba de él, era la experiencia de aquella mañana después del huracán en que aprovechando que la esposa había salido de la habitación y que él aún dormía, lo había besado sin que se diera cuenta. Lo de ahora sin embargo era un ministerio sacerdotal que ella debía cumplir como la fiel esposa platónica que siempre fue de él.
— ¿Te sientes bien Steve?
—No me siento tan mal.
—Te comprendo.
—Yo sé que tú me entiendes y en verdad te lo agradezco.
—No, por favor no me lo agradezcas, me suena a un favor y yo no lo hago de favor.
Él se mantuvo en silencio por unos segundos.
—Tú sabes bien porque lo hago, pero siempre ha sido como si yo no existiera.
—Yo sé que tú me entiendes en el fondo Anita. —Repitió él.
— ¿Eso crees? Pues te equivocas, la verdad es que no. No entiendo.
—Soy un hombre casado, después que me casé no he tenido ojos para otra mujer que no sea Raquel. Si se hubiera tratado de ti, estoy seguro que te hubiera agradado que tu esposo se mantuviera fiel a ti, eso es lo que he hecho.
—Sí al menos ella no te hubiera tratado tan mal, no te digo, pero ya ves…tú no has tenido ojos para más nadie y ella sin embargo….
—Mejor no hablemos de eso.
—Yo te he amado Steve… —le declaró con todo su corazón en un premeditado tiempo pretérito.
Suspiró profundamente después de haberlo dicho, como si se hubiera quitado un gran peso de encima.
—Nunca te lo había dicho abiertamente, pero esa es la verdad, además ahora ya no importa.
— ¿Por qué no importa? ¿Porque me voy a morir?
—No mi amor, tú no te vas a morir, no te puedes morir.
—Ten cuidado Anita, no quiero que sufras…
—Es lindo poder llamarte mi amor, me siento liberada…   


Alicia se había enterado de que Raquel Pimentel y Manolo estaban juntos de nuevo; su odio hacia la rival había crecido hasta alcanzar niveles peligrosos, pues sabía que tarde o temprano, más por orgullo que por honor tendría que actuar y lo que más le inquietaba, era saber que a quienes debía enfrentar supondría la posibilidad de que la sangre llegase al río. Antes de descubrir los amoríos de su amante con Raquel Pimentel su problema se limitaba a la incertidumbre de si serían ciertos o no los rumores que sobre el particular rodaban de boca en boca en cada esquina del barrio. Pero después de descubrir a Manolo in fraganti en su descarado engaño, tenía otro tipo de preocupación. Ahora el problema giraba alrededor de las amigas que comenzaban a azuzar el conflicto acusándola de chopa, la manera insistente en como la hermana atizaba el odio que Alicia sentía para que resolviera la situación de manera ejemplar o de lo contrario se lo dejara a ella «que yo me basto sola para la perra esa». Y por aquello de que las profecías de malas nuevas difícilmente se atrasan en su cumplimiento; un mal día Alicia que por instrucciones de la hermana ahora andaba para arriba y para abajo con un puñal de doble filo en la cartera «porque tienes que saber que esa mujercita te declaró la guerra, y donde quiera que te vea te va a volar encima» según el adoctrinamiento de Rosa para con Alicia. Se halló  de frente, sin saberlo, caminando en una diligencia personal en la misma calle donde ahora vivían semi clandestinamente Manolo y Raquel Pimentel a distancia de unos escasos tres metros. Raquel Pimentel se encontraba de lado tratando de abrir la puerta delantera de la casa, esa tarde había ido a visitar a Steve a la clínica en que yacía agonizante y acababa de llegar. Cuando Alicia advirtió que se trataba de ella trató de cruzar al otro lado para que Raquel Pimentel no la reconociera, pero fue inútil. Sus miradas se encontraron irremediablemente. Alicia pensó que no podía dar la imagen de tener miedo, Raquel al darse cuenta que ella le corría encima terminó de empujar la puerta de un golpe mientras lanzaba un grito desesperado. Mientras Alicia se apresuraba a sacar el puñal, Raquel le voceaba a Manolo que corriera, pero este no atendió a tiempo. Alicia se metió apresuradamente en la habitación separada por una simple cortina de suave tela blanca, y con la respiración contenida alzó el puñal tres veces. Cuando hubo terminado respiró. Cuando Manolo llegó a la escena, vio a Alicia manchada de sangre, anegada en llanto y a su amada Raquel Pimentel tirada en el piso revolcándose de dolor. Manolo enloquecido por la rabia no lo pensó dos veces para hacerlo. La mató en el acto de un solo balazo en la sien.

                                                                                
Después de caer en cuenta de que había estado extraviado en un profundo trance, reflexivo y que yacía ubicado en medio de la nada; rodeado de espejismos venidos de su conciencia advirtió que había recuperado la lucidez, pero que no podía despertarse. Quienes lo rodeaban en aquella hora aciaga notaron que su rostro lucía distinto,  rozagante y limpio; tenía fija una expresión contagiosa de bienestar que a todos les inspiró mucha esperanza. Anita King le tomó de la mano con toda delicadeza y después de unos breves segundos se sobresaltó pues sintió que él le correspondía.
Los allí presentes la miraron con cierta lástima y perplejidad.
— ¡Bueno, sí sigue así, habrá que sacarla.
Murmuró Ramón King.
—Me parece que sí.
Asintió la Morena.
     Ellos tenían sus razones para dudar de la subrepticia mejora del pariente. Los doctores que lo habían estado atendiendo aseguraban que su deceso era más bien cuestión de horas «uno no es Dios, verdad, pero es difícil que amanezca».
Sin embargo la percepción de la Morena cambió cuando al acercársele para confesar sus iniquidades atinentes a todas las trapisondas que ella llamaba «malos entendidos del pasado». «Pero tu me sabrás perdonar, manito; porque sabes que fueron cosas de juventud»  “cosas de juventud” se justificaba ella, aunque el almacén no se dejó de construir, ni él recibió el dinero que justamente le correspondía como hermano que era de ella, y aún cuando nunca rectificó el no haberle entregado el dinero que le correspondía por la venta llevada a cabo por su tío, —el único hermano de doña Vertilia— de algunas tierras en la que ella como representante familiar —por ser la que sabía de leyes— siempre bajo el alegato de que la cosa no avanza, que el tío no se decide, que los requisitos son muchos, que así son estas vainas, que hoy un reenvío, que mañana una audiencia, que el juez se enfermó; y en fin ni siquiera a la mamá le reveló que hacían dos años que ella había dispuesto de ese dinero para sus negocios particulares  y al tío, que para beneficio de ella, había muerto un año después de la venta lo engatusó siempre rogándole que no le dijera nada a la madre, porque le quería dar una sorpresa construyéndole una casa en un terreno que había adquirido. Nada más falso, pues en verdad tomó el dinero y lo colocó con la ayuda del marido a plazo fijo a la mejor taza del mercado. A pesar de todo, trató de emblanquecer su ennegrecida inconciencia, con unas lagrimillas escasas y un llanto sordo y ridículo.
     Ella estaba arrodillada en la cama y cuando le tomó las manos sintió nuevamente que estas se movían.
— ¡Jesús sacramentado!
Exclamó asombrada.
—Movió la mano, estoy segura, llama pronto al doctor.
De inmediato el doctor Alquímides Simientes entró a la habitación, un hombre joven de unos cuarenta y cinco años, saludable y varonil. Adornado con una barba rubia elegante y bien delineada la cual le daba la apariencia de más edad y erudición de la que en verdad era poseedor.
     A Anita King no le agradó el que cuando ella fue quien manifestó que él se había movido la ignoraran, y que ahora al mandato de “traidora” que era como ella la consideraba, se vienen cagando casi rompiendo la puerta por ver lo que ocurre,  “claro como ella es la que paga la cuenta de la clínica”
    Sin embargo cuando el medico se presentó en la habitación, lo halló más inmóvil que una roca, de hecho, después de aquella vez Steve no se movió más; permaneció en la sala de cuidados intensivos bajo la vigilancia estricta de varios aparatos incapaces de devolverle el sentido de la existencia, estuvo hospedado en aquella pulcra habitación bajo las más exquisitas atenciones, las que hubiera querido tener cuando aún tenía aliento, y que ahora no le devolverían las ganas de vivir.
     El doctor harto por la larga tarea del día, se introdujo sin mirar a nadie, aunque tropezando a su paso con todo mundo, tenía cara de no preguntas, de no jodan, y de quitense del medio jodidos familiares. Cuando comenzó a observar al paciente lo hizo con movimientos pausados y ostensiblemente actuados, porque él ya sabía el claro diagnostico del paciente, «ese se muere de hoy a mañana».
—Lo seguiremos manteniendo en observación.
Les dijo el médico secamente sin afirmar ni negar nada de lo que se decía, antes de salir de la sala intentó distraerlos con algunas argucias en un inteligible lenguaraje médico y después de dejarlos más confundidos que al principio salió finalmente de la habitación.
     Pero Ramón King siguió al doctor hasta el pasillo porque tenía necesidad de enterarse de la verdad ya que sentía urgencia histórica de que cuando él y sus amigos de tragos se juntaran a departir algunas frescas pudiera él tener información de primera mano que le permitiera exhibir el protagonismo que de otro modo no podría tener, porque si algo era cierto en su persona era la indiferencia ante el dolor ajeno.
—Doctor, dígame la verdad, ¿El hombre se va o no se va?
—Eso está claro.
—Aha… ya veo, pero ¿se va o no se va?
—Ya le dije, es difícil que amanezca.
—Usted sabe, yo le preguntaba porque las mujeres dicen que lo sienten y eso…
—Olvídese, esto ya es un asunto de hoy a mañana. Esa mejoría que ellas dicen que tiene, es como usted sabe, la mejoría del que se va morir.
—Entiendo doctor, es una pena.
—Si es una gran pena, ahora me excusa, tengo otras cosas…


  
Steve había permanecido cuatro largos días en un apacible estado de vacuidad hasta aquella tarde de la muerte de su amada Raquel Pimentel cuando sintió aquel electrizante zarpazo de luz que lo sacó por breves instantes de su aletargada inconciencia, fue como si la providencia divina le diera la oportunidad de escoger entre las ventajas del sueño eterno y la milagrosa oportunidad de rebasar su estado de gravedad, fue de esta manera como  Después de caer en cuenta que había estado en un agudo trance reflexivo tuvo aquella visión que le dio la fuerza necesaria para convencerse de que debía rendirse. Se vio un sábado en una tarde abigarrada de colores opacos, con cúmulos de nubes tan densos como si se tratase de una representación pictórica de la hora sexta del calvario. Se vio sentado en el sofá de medio uso de la casa de Anita King, vio a la Ciega dormida como una muerta, bañada en sudor en la mecedora de mimbre encogida por el implacable embate de los años, empacada en su inmensa bata de tela de carpa tan arrugada como si la hubiera masticado un burro. Se observó aspirando con pesadumbre la atmósfera enrarecida por el olor embriagante de la orina de la Ciega, que se le salía voluntariamente por los estragos de los años. Allí en aquel rayo de lucidez de su hora más amarga se halló en medio del mueble de medio uso aquel sábado de junio en un atardecer maldito, matizado por un calor infernal, con el televisor de tubos de vacío en frente, con Anita, ya entonces su mujer, a mano izquierda, quien no dejaba de sobarlo por todas partes sin ningún reparo de la hora, y del lugar y sin el menor respeto por la anciana y por el hermano; a quien también vio a su derecha en la visión, acariciándole con una mano cada recodo del cuerpecito de la gata de la Ciega con un cariño algo sospechoso, con la otra mano se embizcaba un cerveza Presidente la cual uniría a otras seis que habían vacías en la mesa de una sola pata, apostada al lado del mueble de medio uso y dándole grandes palmadas por la espalda cada vez que el partido se calentaba. En la visión se observó soportando con gran estupor los pedos ininterrumpidos que la Ciega se tiraba con el mayor desparpajo  «Porque si no me los tiro me fuño, y me paso toda la noche con unos dolores horribles»  siguió los pasos sigilosos y la mirada atrevida del gato maldito que él tanto odiaba el cual se rozaba una y otra vez con las faldas de sus pantalones  y hasta los usaba como lima para amolarse las uñas. « ¡La pinga, —se dijo así mismo— cuantas vainas tenemos que soportar los pobres!»
     Esa tarde en que se vio rendido al destino irrenunciable de los jodidos, escuchó al final del pasillo los alaridos del loco, el hijo drogadicto que había dejado de herencia el esposo de la Ciega, quien recitaba de memoria todo un rosario de malas palabras impublicables; los truenos intimidantes que amenazaban con derrumbar el orden del sistema de cosas, la euforia de los fanáticos quienes vitoreaban por el Home Run  más alto de la historia del béisbol; los comentarios pendejos que Ramón hacía durante todo el partido, la risita estridente de la hermana que le celebraba todos los chistes y más adelante los pasos apresurados del loco con un zapato de tacón alto en mano, el partido a una sola carrera para decidir el juego y a seguidas: uno, dos, tres, cuatro pasos largos como zancadas que el loco dio. Miró cuando todos voltearon para ver porqué gritaba el loco y cómo quedaron en suspenso e incrédulos por las intensiones claramente malsanas del desequilibrado, que sin darles oportunidad a nada lanzó el tacón.
— ¡La pinga, ya nos fuñimos todos!
Gritó la ciega cuando escuchó la explosión de la pantalla del televisor.
— ¡Hijo de puta!
Le gritaba Ramón King una y otra vez al Loco mientras lo dejaba sin aire por la burda caricia que le hacía en el cuello. A Anita  que lloraba desconsoladamente tratando de lograr  que Ramón soltara al desquiciado. Y así mismo, cuando perplejo ante lo que veía solo atinó a decir.
— ¡Jesucristo!
No lo pensó dos veces y se murió.    

FIN

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