Juan Alberto Galvá
albertogalvac@hotmail.com
829-333-3981
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DE MAL
EN PEOR
————
Steve se vio un día preso en medio de una
enmarañada urdimbre conceptual sintiendo en carne viva la constante zozobra de
unos dolores intensos y nada imaginarios. Yacía rendido en un rincón de la mar
convulsa en que había degenerado su lozana y prometedora existencia, pero
ahora, a estas alturas, diferente de los días pasados, no poseía en sí ni el
más mínimo hálito que le ayudara a continuar buscando razones de vivir. No
podía porque le era imposible seguir siendo como en realidad era, un pariguayo
consumado, un pendejo bonachón, un abnegado paladín del bien, sin ser a la vez
el blanco predilecto de las más bajas traiciones y acciones inicuas.
Antes de tomar nuevamente conciencia de su
persona, para comparecer ante sí mismo y ante el Ser Eterno, aquel día y en
aquella hora crucial, anduvo imperturbable por el basto jardín celestial
vestido con los matices de las cuatro estaciones y los colores que son privativos
a las pupilas sacrílegas del común de los mortales. Se paseó pausadamente por
la admirable floresta celeste y la contempló bañada del rocío primigenio, puro
en todo sentido, producto de la mañana eterna del paraíso de Dios. Se solazó en
el cadencioso y constante murmullo de las prístinas cataratas cósmicas y
contempló en perfecta paz al Ser Supremo ordenando, conservando y guiando a
buen fin cada elemento de su buena creación.
Vivo en su muerte incompleta, detenida su
ejecución por la intervención de los atinados designios de Dios; miró todo en
derredor, todo lo sublime, lo completo en sí mismo; sintió la sensación
ciertísima del verdadero gozo y la plenitud, y sin embargo, en lo más íntimo de
su persona advirtió que estaba en su trance, que su paz era incompleta, que era
como una fruta a medio madurar, una metamorfosis que por alguna razón a pesar
de haber llegado el tiempo preciso no se terminaba de completar, que le faltaba
por lo mismo algo que debía hacer; una decisión; sí, siempre es así; es una
cuestión personal que todo mortal debe asumir y esta vez no sería la excepción.
Fue así como se vio aquel atardecer invernal, siendo observado por sus
cercanos. Fue en ese instante que tuvo aquel sublime e indispensable chispazo
de la memoria, esa iluminación compasiva que le puso en condición de escoger la
rendición, la digna claudicación y gratificante abjuración, que le libró de
seguir librando esa guerra sucia y sin cuartel, esa guerra sanguinaria y
envilecedora tras ese, su más alto ideal, que era a su vez su verdadero talón
de Aquiles, su esperanza tonta y sin valor, su esperanza inútil.
Bajo la tenue luz de la habitación 205 examinaba
la inverosímil posibilidad e irrepetible oportunidad de escoger entre vivir o
morir. Para él era crucial tomar una decisión sabia pues después de ese instante
no habría otro chance. Debía elegir entre si en definitiva estaba dispuesto a
enfrentar los grandes retos que la oferta divina de nueva vida le deparaba o si
por el contrario, optaba por caer rendido ante la vida que lo había enfrentado a
él y ante la cual había sucumbido de forma lastimera hasta el grado de suplicar
cuerda.
El doctor Alquímides Simientes ya había informado a sus familiares que lo
único que podía hacerse era esperar el momento de su deceso habiendo hecho todo
lo que estaba al alcance de la ciencia.
Fuera de la habitación, sentada en el
largo e inhóspito banco del pasillo de espera de la clínica se hallaba Raquel
Pimentel Pérez. Estaba vestida con su habitual ropaje de ama de casa de escasos
recursos; usaba un pañuelo blanco adornado con esferas color negro con el cual
cubría parte de su hermosa cabellera. A su lado la única amiga que en toda su
vida tuviera la mujer más sombría y malsana de la tierra; su compañera de tantas
batallas, siempre inseparables y testigo mudo de todas sus truhanerías. La
tenía asida con su mano izquierda con
firmeza y serenidad. Dentro de ella tenía depositada parte de su seguridad y
los elementos imprescindibles para enfrentarse a las más duras adversidades, su
cartera predilecta, como todo lo que ella poseía daba la impresión de que
juntas habían atravesado muchos ríos, montes y valles, pero a pesar de todo y
contra todo pronóstico no se abandonaron, permanecieron juntas hasta aquel
fatídico día escrito en sus ojos brujos desde antes que ella naciera.
Su aspecto no podía ser más deprimente:
cuatro meses en espera de que aquel día llegara la habían dejado emocionalmente
agotada. Se sentía a pesar de todo, un tanto embargada de remordimiento por los
últimos sucesos del mes y aunque en lo más íntimo de su alma no deseaba la
muerte del marido, tantas cosas pasaban por su mente que ya había albergado la
idea perversa de que lo mejor que podría acontecer era su partida. El rostro de
Raquel Pimentel reflejaba sin embargo más frustración que cansancio, su cara era
constantemente bañada por un sudor nervioso e inmisericorde producto de un
calor que inexplicablemente era solo percibido por ella, el liso y casi
transparente vestido que llevaba notablemente ceñido a sus tiernas y
excepcionales carnes, daban la impresión
de que le habían dado mal la dirección del cabaret; el leve maquillaje que se
había puesto para realzar su belleza sin igual, la misma belleza que era a su
vez la manzana misma de la discordia entre los que la rodeaban, se veía
chorreado, los ojos vidriosos, unas ojeras profundas le daban el aspecto de una
aparecida y múltiples hebras de su fina
cabellera de mula indómita se adherían a su piel color del exquisito trigo
tostado que comieron los patriarcas. Pero aunque había ido a la clínica con
toda la intención de ver al marido, experimentó la seca y contundente admonición
que a juicio de su cuñada debió habérsele dado desde los días del noviazgo de
ellos. Le prohibió taxativamente que siquiera se asomara por el pasillo en donde
se hallaba la habitación. La Morena, la hermana de su agonizante esposo, le
advirtió que había dado instrucciones de que si la veían en la habitación la
sacaran de inmediato, la amenazó además con revelar a todo mundo las poderosas
razones que la impulsaban a tomar semejante determinación en caso de que ella
se resistiera a dicha orden. Raquel Pimentel, sabiendo que llevaba las de
perder, decidió simplemente posponer su acto de misericordia para los días del
entierro. No es que estuviera arrepentida de nada, ella de hecho se consideraba
así misma una victima de sus circunstancias «no tengo la culpa de ser así, qué quieren
si los hombres me miran como si quisieran devorarme, como si fuera yo un plato
exquisito, qué puedo yo hacer si ya cuando nací parece que Dios mismo me
destinó a vivir a plenitud de mis virtudes»—se justificaba— así que se marchó de la
clínica no sin cierta frustración y regresó hasta la casa en donde la esperaba él,
que era su prueba, su desdicha y su perdición, ese hombre que no era su hombre,
sino su macho.
Hacían ya seis meses que a Raquel Pimentel
Pérez le habían turbado la existencia. Su esposo Steve Readman llegó una noche
cabizbajo a la casa, lo que no le era habitual, pues siempre fue un hombre
templado. La causa de su desazón yacía en algunas molestias estomacales que no
experimentaban mejora, todo cuanto ingería le caía mal, en diversas ocasiones
había tenido unas deposiciones color amarillo acompañadas de una espiral
tintada de sangre. Empezó a sentirse agotado y con un cansancio inusual.
Después de contarle a la esposa acerca de las dolencias de las que estaba
padeciendo, decidió hacer los arreglos para hacerse el estudio médico que por largo
tiempo estuvo postergando. Cuando por fin resolvió acudir al hospital y hubo
descrito al médico los síntomas que presentaba, recibió una respuesta para la
que definitivamente no estaba preparado:
—«Eso puede ser desde una pequeña e
inofensiva llaguita en el estómago, hasta un cáncer».
Steve se
halló perplejo ante la manera descarnada y el exceso de sinceridad con que el
doctor Estefano Rossi abordó el asunto.
Con rostro
demudado Steve le expresó al doctor Rossi su tristeza. Le explicó que su madre
dependía de él y que tenía una esposa joven a quien dejaría viuda y solitaria.
Las palabras de Steve fueron tan
conmovedoras que lograron sacar al doctor Rossi de la acostumbrada mecanicidad
con que despachaba todos los casos difíciles. Hacía años que se había puesto de
acuerdo consigo mismo en cuanto a no inmiscuirse en ningún modo con el dolor
ajeno, pues su propio dolor, entendía él, le era suficiente para mantenerlo
entretenido.
—Bueno,
no dije que era, dije que puede ser. Hay que hacerle estudios para determinar
con seguridad qué es lo que está pasando en su organismo.
—Dijo el
médico mientras fruncía levemente el ceño, declarando a seguidas: — ¿Usted bebe?
Es decir… ¿Tiene hábito de tomar bebidas alcohólicas?
—Abra la
boca, —le ordenó sin dejarlo responder, tratándolo una y otra de vez de usted y
de tú según le viniera a voluntad, pues sabía que a su edad le era posible
tomarse algunas licencias que en otras épocas le eran privativas y porque además
ahora creía que su imaginaria fama de médico extranjero le seguía como al
Faraón los ejércitos imperiales.
—No.
—Respondió Steve en tono enfático, —yo me doy mis tragos de vez en cuando como
todo el mundo, pero soy un hombre de mi casa; no tengo ni tiempo, ni dinero
para alimentar vicios.
—La
camisa, —continuó el doctor.
—Me la
quito completa, le preguntó Steve con cierto azoramiento.
—No, no es
necesario, tú no tienes muchas cosas interesantes que mostrarme, y yo
tristemente no me incliné por la ginecología.
Cuando Steve se hubo desabotonado la
camisa por completo el doctor comenzó a examinarlo auxiliado del estetoscopio
con una pulcritud y un sigilo que llamaban a sospechas.
—Respira
profundo. —le ordenó.
Lo hizo
ejercitar la caja toráxica hasta sentirse satisfecho, más adelante con sus
delicadas manos le examinó detenidamente la cuenca de los ojos y frunciendo el
seño con cierta angustia añadió:
— ¿No
estas comiendo bien?
—Sí, a mi
modo de ver sí.
—Sin
embargo parece que tienes anemia.
Haciendo
presión en su abdomen con la punta de los cinco dedos de su mano derecha
prosiguió:
— ¿Te duele aquí?
—No.
— ¿Y acá
te molesta?
—Sí, sí.
Un poco,
— ¿Un
poco o mucho, dime claramente?
—Un poco
realmente.
—Aha…
bueno, veamos…
El doctor
Estefano continuó su rutina pero sus ojos no pudieron dejar de centrarse en un particular detalle que le llamó poderosamente la
atención en el cuerpo de Steve; se trataba de aquel peculiar lunar debajo
de su costado derecho. Era increíble que fuera tan parecido a uno que tenía su
padre y que por cierto él también poseía.
— ¿Qué lunar
tan raro?… ¿Es de familia?
—No creo, solo
yo en mi casa lo tengo. ¡Ah sí! Ciertamente, ahora que lo recuerdo creo que un
tío mío tiene también uno parecido.
— ¿Muy
parecido, estás seguro?
—Eso creo.
¿Por qué lo pregunta?
—No, por nada
en particular, es tan solo que es un lunar bastante curioso.
El doctor Rossi dejó que se le escapara
una leve sonrisa que a su vez fue secundada por Steve,
pero sin hacer comentarios al respecto porque se hallaba algo confundido ante
la camaradería del doctor.
—Lo de la
bebida es cierto doctor, sé que en este país es algo raro que una persona no
beba a menos que no sea evangélico, pero lo cierto es que yo me cuido mucho,
sabe.
Después de examinarlo con una profunda e
inusual meticulosidad el doctor Rossi hizo un teatro mal logrado pretendiendo
simular que había prestado atención a la breve declaración de pureza moral de Steve.
A pesar de ello sus ademanes despreocupados le desmentían a todas luces. Pero
aún había algo en Steve que aparte del detalle del lunar, a Rossi le llamaba
poderosamente la atención; en una acción que para Steve fue algo incómoda el
doctor Rossi lo encaró de tal forma y por tanto tiempo que tuvo que pedirle
disculpas.
—Perdona,
—le dijo.
—Pensarás
que soy alguna clase de maniático, y si piensas eso no te culpo. Pero no temas,
mis manías no son ni con hombres, ni con niños, ni con mujeres indefensas.
Al
pronunciar esta última frase la voz se le quebró, pero prosiguió:
—En fin,
voy a indicarle una endoscopia para determinar con seguridad total qué es lo
que lo que te está aquejando.
—Quiera
Dios que no sea nada grave doctor, imagínese yo no tengo ni nueve meses de
casado y quisiera tener hijos algún día.
—No te
apenes hijo, — le dijo en un inusual tono paternal.
—Ten
confianza, yo he visto gente en peores condiciones rebasar el filo de la muerte,
no te adelantes a los acontecimientos; además recuerda que la ciencia está muy
avanzada.
Steve escuchó en suspenso las extrañas
expresiones de aliento del doctor Rossi, no obstante quedó algo confundido con
lo que oyó. Fue solo después que salió de la sala de consultas del médico
cuando atinó a entender el envés de sus palabras.
Vestida con sus pantalones cortos de
caqui, y su diminuta bajimama de franela blanca adherida a su espigada figura
de yegua invicta, Raquel Pimentel Pérez, la hembra regia por la cual se desvivían los machos del
barrio, la que se había convertido en depositaria de las calumnias y las maldiciones
más enconadas de las damas mejor dotadas
de la comunidad, trabajaba afanosamente rebanando unas cebollas rojas de gran
tamaño, con un notable desgano. Se sentía dichosamente asediada por Manolo
Brenes Readman, su antiguo novio de la infancia a quien terminó cambiando por Steve
Readman, con quien se ilusionó, creyendo que le ofrecía más estabilidad y mejor
estatus. Pero ahora recelaba tratando de ocultarle al marido el discurrir de
sus hechos más recientes con el vecino de la parte de atrás, sobre todo porque la
osadía de Manolo aumentaba conforme pasaban los días. Primero empezó brechándola
entre las rendijas de las desvencijadas maderas del rancho mientras se bañaba o
mientras ellos hacían el amor, pues así se lo contó de manera descarada y
escandalosa, imitando incluso los quejidos analgésicos emitidos por ella en el
acto del amor de los jueves a la una de la madrugada; últimamente la había
esperado en las esquinas de la casa por donde sabía que ella solía transitar cuando
iba o volvía del colmado, y por dónde ella sabía que él solía estar. Al
principio solo la piropeaba, más lo de ahora era ya un acto temerario y las
temeridades eran en la vida de Raquel la fuente misma de sus muchos y
lamentables traspiés.
Steve nunca fue que se dijera, un hombre
fogoso en sus desahogos amorosos. En lo que sí era un hombre dedicado y
entregado, no obstante su truncada educación; era en las tareas cognoscitivas. Era
un inveterado lector y le encantaba hacer galas delante de cualquiera que
estuviera dispuesto a soportarlo, de su extensa y refinada formación familiar,
una rica erudición bibliográfica heredada de sus padres y una pasión confesa
por los vericuetos históricos. Aunque la mayoría de sus amigos se burlaba de su
genuino y bien documentado bagaje intelectual, siempre halló en Anita King una
admiradora incondicional. Anita era hija de doña Tina King, la ilustre y
egregia maestra jubilada, «de los tiempos en que realmente había maestros y no
profesores boca de burro como los hay ahora» sentenciaba la anciana. Anita sentía
además un ciego amor por él; tan ciego que en las últimas doscientas setenta noches
en que se había visto sola sin su compañía, había logrado por fin interpretar a
plenitud el mundo de sombras en que vivía su madre.
Si bien Steve Readman era un marido
ejemplar en casi todas las formas que se dijese, en las tareas amorosas era a
veces exageradamente gélido y frugal. Se sentía feliz con saber que tenía en su
poder a la mujer que había elegido y que
amaba. Gozaba más de la compañía de la mujer que tenerla a su merced en una
cama ancha. Ella era su universo, lo constituía todo para él, no sabía a ciencia
cierta cual era el hechizo que lo ataba a ella, pues contrario a él era una
mujer rústica, indelicada, sumamente tórrida y sin escuela; que apenas conocía
las operaciones elementales de suma resta y multiplicación, porque la división
nunca la asimiló como era debido, más bruta que la pata de un buey para
cualquier cosa que requiriera articular ideas abstractas. En algunas ocasiones
llegaron a tener serios choques por lo que él llamaba «la maldita desgracia de
los pobres», que no era otra cosa que ese destino azaroso de permanecer
hundidos en el foso de la ignorancia alimentada por la holgazanería mental y el
ánimo apocado. El altercado más agudo lo tuvieron una tarde en que él
haciéndole un acostumbrado cuestionario en la hora después de la siesta, con
los pies de ella sobre sí, en medio del mueble de pino color canario, mientras
le descascaraba las mazamorras y ella desgajaba algunas chinas agrias; le
preguntó la tercera vez por el nombre del patricio libertador y halló una vez más, para vergüenza suya, que
ella confundía a Juan Pablo Duarte con el General Pedro Santana, y a Luperón
con Lilís,
—
¿El Patricio?... ¿Ese no es el que mataron a palos por ladrón, digo el que
hacía velas en Venezuela o algo así?
—
¡Carajo, mujer, que bruta eres!
—Le gritó
indignado por aquella reiterada traidora amnesia y confusión histórica. Estaba
fuera de sí porque cuando la memoria histórica de la patria peligraba lo sentía
hasta los tuétanos, aunque con ella nunca había reaccionado de ese modo y de
hecho, no lo volvería a hacer jamás.
—Estoy perdiendo
el tiempo contigo, tú no coges, no asimilas, no te entra nada. —Le recriminó
enfático.
Ella
reaccionó airada y se marchó de su lado vociferando una andanada de palabras
descompuestas que siempre recitaba en orden y tiempo perfecto sin modificaciones,
en tonos diminutivos y aumentativos.
«¡Que pendejo! privando en catedrático el
patarrajada este».
Después de aquel infantil desaguisado ella
permaneció dos semanas sin dirigirle la palabra, y una noche ni siquiera durmió
en la casa con él dizque para que aprendiera a respetarla. Desde esa noche en
adelante él comenzó a escuchar perturbadores rumores que hablaban de otros
guerreros que habían logrado descifrar la combinación del codiciado tesoro que
celosamente resguardaba el cinturón de castidad de su mujer. Lo peor del rumor
era que entre los que se mencionaban estaba Manolo, su entrañable amigo de
infancia. Así que movido por las infaustas consecuencias que descubrió
resultaban de zarandearle los genios a la esposa, decidió en lo adelante asumir
un actitud más condescendiente con ella. Su temor irreverente y su exagerada
lenidad contribuyeron para que él difiriera todas las asonadas, clarinadas y
supuestas intentonas escandalizantes que empezaron exacerbarle los ánimos, pero
que sin embargo soportó y perdonó con un estoicismo rayano en el masoquismo. Le
excusó sus primeros deslices auto acusándose por las hambrunas sexuales a las
que sabía la había sometido en repetidas temporadas de éxtasis levitatorio en
el orden intelectual. Su proverbial amor e inigualable don de gente impidieron
cualquier represalia, porque su memoria era una memoria pasajera, en ella no
guardaba nada, así que su sana conciencia le condenó a repetir sus reveses más
de una vez.
Raquel Pimentel nunca fue una mujer
aplomada en los asuntos morales, y en la casa de Steve, todos excepto él, le
reconocían esa peligrosa condición a la muchacha. Doña Vertilia King de Readman,
la Viuda de don Pacificador Readman Phipps, y madre de Steve Readman; siempre
la calificó como una chivirica oportunista «que se quiere aprovechar del
pendejo de mi muchacho».
La joven había emigrado de un pueblo del
interior, extrañamente sola. Era según sus propias palabras de la provincia
Duarte, aunque más específicamente de San Francisco de Macorís, pero cuando se
ponía sincera aclaraba que no había nacido exactamente allá, sino en la sección
de Cenoví, aunque en Cenoví su estadía tampoco había sido duradera, porque la
verdad es que también había estado un tiempo en Sosua, «usted sabe en aquellos
hoteles, con gringos y alemanes y franceses, aprendí mucho allá con la tía
Rebeca» afirmaba siempre con un cierto aire de nostalgia y satisfacción. Su
vida a ciencia cierta, era el secreto mejor guardado, o la mentira pública
mejor urdida, algunos hasta llegaron a comentar que por las fabulosas virtudes
sexuales que se le atribuían, a lo mejor ni si quiera era dominicana, sino una haitiana
café con leche, caliente, «de esas que saben de conjuros y esas pendejadas».
Movida por sus frustradas ansias emancipadoras
y por un incontrolable fogaraté examinaba sus laberintos sexuales advirtiendo con
mucha preocupación que Steve no la tocaba, no le daba las acostumbradas
caricias que a ella la hacían vibrar y que tanto gozaba desde los tiempos de
sus exabruptos prenupciales.
— ¿Qué te
está ocurriendo últimamente Steve?
Le indagó
ella.
— ¿Porqué
lo dices?
—No sé,
te noto retraído. Y tu semblante se ve cansado, la mayor parte del tiempo
pareciera que estas de mal humor.
— Aha, ¿tu
crees?
— Si, ya
lo creo.
— Aha, y…
¿En qué lo notas?
— ¡Hombre
en qué va ser!…
— Hum…
ah, ya veo, quizás… pero eso no lo es todo.
— Bueno,
si tú lo dices, debe ser. Allá tu. Pero acuérdate que no soy de palo.
Él la agarró calmadamente por sus brazos ocultando el rostro tras sus espaldas,
y le dijo en tono despreocupado:
— ¿Qué
harías, si... yo me muriera?
La respuesta fue inmediata, como si la hubiera
tenido preparada desde hacía ya mucho tiempo.
—Te
entierro, me pongo un poco de cebolla en los ojos para disimular unas
lagrimillas, y brindo café.
Él salió de su escondite mirándola
fijamente a los ojos y le dijo revestido de una risa falsa y sin mucha
convicción:
—Me
alegra escucharlo... yo haría lo mismo.
Raquel
Pimentel hizo un intento delicado por soltársele para continuar los aprestos de
la cena. Pero él inconscientemente no se lo permitió, quería disfrutarla al
máximo, aunque no tenía aún un diagnóstico sobre su estado de salud presentía
que no duraría mucho; tiempo atrás había escuchado que cuando las cosas no
andan bien el cuerpo avisa. Sabía que no era normal lo que le ocurría a la hora
de ir al retrete; dos tíos suyos en línea paterna habían muerto de la misma
enfermedad: cáncer de colon; y aunque no presenció el proceso de deterioro de
ninguno de ellos sí recordaba las dramáticas historias que sus parientes le
narraron. Le llamaba además la atención la curiosa razón gramatical aún no
descubierta por él de porque este sustantivo no llevaba la tilde.
Al llegar la noche regresó al
rancho con los ojos y los pies adoloridos por lo que, después de bañarse, se
recostó por breves minutos. Aquel día se lo pasó en las labores del colmado,
primeramente intentando, sin mucho éxito safársele a Anita King, pues cada vez
que la ocasión le era propicia lo anclaba a su merced de la manera que ella
sabía que a él se le podía mantener cautivo; meticulosamente organizaba su
arsenal intelectual introduciéndolo sigilosamente por aquellas áreas en las que
ella sabía que él brillaba con luz propia hasta llevarlo al terreno en que la
innegable genialidad de ella alcanzaba sus costas más altas. La excepcional
magistralidad con que lo hacía hablar de buena gana sobre los más variados
tópicos, saltando con gracia y con verdadero acierto desde el desenvolvimiento
de los cangrejos de agua dulce hasta el místico origen de los quásares más
lejanos; ella era sencillamente admirable, y no faltó momento en que hasta la
escrutó en silencio por ver si fuera posible, tal vez algún mal día que le
fuera necesario negociar su inusitada erudición, la prenda más valiosa y
visible de ella a juicio de él, a cambio del trazado maestro de la figura
escultural de la esposa, pero la balanza nunca se inclinó a favor de ella, la
cuestión que se le planteaba era similar al conflicto de Jacob con Raquel y
Lea, pero, ni él era el terrateniente, que pudiera darles a ambas holgada
cabida en sus dominios, ni ella estaba dispuesta a compartir su amor con
ninguna otra mujer y menos con Raquel, a quien ella y medio barrio consideraban
una zorra consumada.
Invirtió también parte del día en
explicarle a Damián Pozo, su socio en el negocio del colmado, el abc de la
administración de los negocios: «las
mercancías que te traigan los proveedores que sabes que se venden con lentitud,
no las compras, pero las que ves que tienen salida, les compras doble; en
cuanto a los manganzones que vienen a hablar pendejadas te cuidas mucho, sobre
todo de Virgilio el villetero, me he fijado que casi no sale del negocio; hay
que andar con cuatro ojos con esos tipos me he dado cuenta que siempre aprovechan
cualquier chance para robarte lo primero que les venga a mano, fíjate sobre
todo en el hijo de Rosa la hermana de la mujer de Manolo, que a ese pillito le
sobran mañas; de los que vienen a coger fío te cuidas más y no te olvides de
poner bien visible el letrero de: "HOY NO FIO, MAÑANA SI" que lo
compré por buen preció en el Mercado Modelo».
Cuando se sintió restablecido se levantó
de la cama, pasó por la cocina y después de sobar prolijamente a la esposa,
aunque sintiendo cierta indiferencia de su parte, se sentó en la desvencijada
mesa del comedor y dirigió su mirada hacia cada rincón de la casa, la cual se
resumía en un cuarto de una madera ennegrecida por la falta de pintura,
dividido por la mitad con planchas de cartón piedra para dar lugar a la
habitación de ellos, luego la sala y la cocina se volvían una misma cosa.
Tenían demás un viejo reloj en forma de balcón que representaba un melancólico suburbio
de Venecia del cual una vez salía un búho que pregonaba la hora pero que hacía
ya tiempo que se había jubilado ya que las baterías se le habían descargado y
nadie había hecho nada por reponerlas. Desde afuera se escuchaba el ruido
ensordecedor proveniente de los colmados circunvecinos que junto con el sonido
enloquecedor de las plantas eléctricas obligaban a todos los habitantes a
soportar sus preferencias musicales advirtiendo a los que se quisieran oponer,
que a quien no le agradara que se mudara. Pero de entre el ruido podía
distinguirse además la risa escandalosa de los jugadores de dominó que
estrellaban con ímpetu las fichas en la mesa del dominó para que todos se enteraran
que el equipo de los delincuentes serios estaba ganando la partida. Todo los
que en el barrio poseían inversores eléctricos tenían los televisores
encendidos siguiendo de cerca el béisbol de grandes ligas que había tenido
inicio la semana anterior, pero en
su casa no era así porque ni tenía inversor ni a él le llamaba la atención el
juego de pelota. Aún cuando el
ventilador eléctrico estaba encendido desde hacía rato ya el calor era
sofocante, aunque al llegar la madrugada la temperatura volvía a ser apta para
seres humanos.
Esa noche cenaron con una yuca agua tibia,
que ella puso a hervir temprano. Le hizo un escabeche de huevos con tomatitos
Barceló, y de adorno le colocó unos anillos de cebolla roja pasadas por
vinagre. Como era costumbre de ambos, solían acompañar todas las comidas con un
vaso de jugo o en su defecto una soda. Esa noche sin embargo no había vestigio
ni de lo uno ni de lo otro.
—Raquel
—La llamó: — ¿Qué pasó con el refresco?
—Ya me
extrañaba que no habías preguntado por él. Gracias a Dios esta mañana cayeron
unas guanábanas y decidí prepararte una champola, pero estos apagones están terribles,
y la champola por ser tan espesa tarda mucho en enfriarse.
—No te
preocupes, dámela así como esté.
—No creo
que te vaya a gustar, pero sí la quieres así... que más da.
— ¿Qué
hora es? —Indagó él.
—Yo que
voy a saber, el maldito reloj ese hace tiempo que no funciona.
—No hay
necesidad de maldecir.
—Pero el
maldito reloj no es una persona, —se burló ella.
—No
quita, se oye feo, y más en una mujer.
—En fin
la vaina esa no funciona, no sé que le pasa.
––No es
una vaina, es un reloj, y lo más probable es que se le hayan agotado las
baterías.
—Pues
tráeselas y no jodas más, para algo tienes un colmado; si tienes un colmado no
deberíamos tener el reloj parado por un par de pilas, y también deberíamos
tener muebles y otras cosas, por eso es que dicen que "en casa del herrero
el cuchillo es de palo".
Steve se sentía decepcionado por los
reclamos de la mujer, sabía que el origen de su disgusto no residía en solo las
pocas cosas que había mencionado, pero como no podía dar respuesta inmediata a
sus demandas prefirió guardar silencio por un rato.
Ella, mientras tanto, se acercó al
refrigerador; quitó la puerta de la nevera haciendo un esfuerzo extraordinario.
Él se ofreció a ayudarla pero se quedó sentado porque estaba como abobado,
aturdido por el estado de incertidumbre en el que el doctor Rossi lo había
dejado.
—No te preocupes Stivi, a ti te va tocar volverla a colocar. —Lo consoló ella
con cariño procurando volver a la paz.
Raquel
se acercó diligentemente hasta la burda mesa de cuatro sillas pintada de un
gris fúnebre. Llevaba consigo una generosa jarra de champola de guanábana.
Mientras se desplazaba a través de la
media luz de la vela que alumbraba la penumbra del largo apagón de ese día, su
cuerpo se balanceaba acompasadamente dejando al marido orgulloso una vez más
por la elección. Tomó uno de los cuchillos que estaban disponibles en la mesa,
sin usar y revolvió la champola hasta que esta se hizo agradable a la vista. Se
acercó nuevamente hasta la mesa y estirando delicadamente por las cuatro
esquinas el mantel adornado con figuras continuas de cuadros rectangulares de
un color intensamente rojo, se empeñó en que la cena del marido tuviera la
mejor presentación posible. Cuando él inició el ritual de la cena con la
oración aprendida desde su niñez, ella lo siguió en silencio sin orar, sino
dedicando sus esfuerzos mentales a otra actividad para ella más placentera.
Cuando lo escuchó decir el amén se arrimó al espaldar de una de las sillas de
guano del humilde comedor mientras extasiada, miraba como él se deleitaba en engullir grandes pedazos de yuca ardiente
nadando en aceite, con sus labios relucientes y aquella, —para ella—,
insoportable expresión de satisfacción; mientras el vapor que expedía la yuca
le daba en la cara y le hacía correr grandes gotas de sudor.
Él la miró lentamente sin pronunciar palabras.
Ella se hizo cómplice de su mirada y en tono de una resignación forzada
suspiró.
— ¡Las vainas que tenemos que pasar los pobres!
¿Eh?...
Steve con
una mano se limpió el sudor de la frente y con la otra tomó una servilleta y se
retiró un poco de la grasa de la boca. Sus movimientos eran torpes y erráticos,
atrajo a la mujer hacia él por una mano y le dijo:
—Ya
vendrán días mejores.
—Desde
que me casé estoy escuchando la misma
vaina. —Dijo ella.
—No sabía
que te habías casado sola. ¿Por qué nunca usas el plural?
—Sabes
muy bien lo que he querido decir. Te la pasas prometiendo y profetizando cosas
que no se hacen realidad, así mismo fue como me conquistaste.
—No te
puse un puñal para que te casaras conmigo, te uniste a mí porque según tus
propias palabras siempre soñaste con un hombre como yo.
Ella hizo
silencio.
— ¿Por
qué callas, acaso te puse el dedo en la llaga?
—Honestamente...
mejor lo dejamos hasta ahí, total contigo mi futuro parece estar
suficientemente claro.
—No creas
que no entendí lo que dijiste, solo te reitero que "nunca es más oscuro
que cuando va amanecer", no olvides eso.
—Eres
demasiado optimista. —Le reprochó.
—A ti te
convendría bien ser menos pesimista, es preciso creer en Dios y creerle a Dios,
hay que madurar hasta alcanzar ese conocimiento. —Le instó él poniendo rostro
adusto, la misma pose que siempre adoptaba cuando se disponía a sermonear.
—Lo que
pasa es que yo tengo los pies sobre la tierra, yo soy la que está atenta a lo
que falta en la casa. Soy la que vive confinada en este cuchitril de mala
muerte bajo el ojo impertinente de estos vecinos de mierda, que no nos pierden
ni pie ni pisada. Que están que se desviven porque venga un huracán para ver
quien gana la apuesta de sí queda, o no queda nada de nuestra casa, cuando el
viento la zarandee como a una rama
huérfana. En fin, para mí todo es más difícil.
—Esa
arenga viene significando más o menos que yo no tengo puestos los sentidos en
la realidad ¿Verdad?
— ¿Qué
vaina es esa?—indagó intrigada pensando que le había dicho una palabra
descompuesta, al tiempo que enclavaba en la mesa de pino chileno una y otra vez
el cuchillo de ranuras continuas y punzantes que sostenía en la mano derecha, con
una cierta ira reprimida.
— ¿El
qué? —le preguntó el marido, consternado por el sugerente movimiento del
cuchillo pero a sabiendas del objeto de la interrogante, con la idea morbosa de disfrutar su
incapacidad de inferir el significado de las palabras.
— ¡Lo de
la arenga! ¿Qué iba a ser? —Insistió ella.
Generalmente
un discurso solemne, —le respondió de soslayo.
Una vez
más no entendió el significado de la expresión, pero ya estaba acostumbrada a
su jerga intelectual ininteligible para ella, aunque esta vez no pudo disimular
más su descontento.
—Tú
sabrás, piensa lo que te dé la gana.
Él la
observó por breves segundos, en medio de un incómodo silencio y como siempre
volvió a pensar lo mejor de ella, sin advertir
que debajo del iceberg había una profunda zurrapa de descontento que
apenas había empezado a mostrarse.
—Ten
paciencia, Raquel Pimentel, no desmayes, que el día más claro llueve. —Le
respondió con una sonrisa de oreja a oreja. Lleno de la seguridad de la que
siempre se había sentido ufano, se dijo para
sí una vez más. «Como mi Raquel no hay dos mujeres, ella es una santa».
Raquel Pimental había comenzado lentamente
a tantear los ánimos inexplorados de su esposo, y pronto llegó a descubrir que
cualquier cosa que ella se propusiera hacer con él, podría lograrla, porque
él solo vivía por y para ella.
—Será lluvia
ácida lo que nos va caer o una granizada que nos mate a ambos. Mírate Steve,
¡maldita sea! estamos tan de malas que si rifan un cáncer tú te lo sacas.
Él no
pudo ocultar un cierto estremecimiento moral, y advirtió en sus palabras un
velado augurio de los resultados del estudio que tenía pendiente hacerse, de
repente se le mudó el rostro y se le fueron las ganas de al principio de
deglutir cada pedazo de yuca en el inmenso mar de grasa.
— Estoy
sinceramente harta de las cosas que tú dices que vienen y terminan no llegando
nunca.
Es que te
falta fe mujer —se defendió sin absoluta convicción.
Tú tienes
fe, ja, ja. Una se cansa de oír las mismas pendejadas, solo te digo eso, —le
amenazó y prosiguió en tono in crescendo hasta llegar al clímax.
—Yo felicito
tu fe, pero debo decirte que cuando éramos novios me convenciste con la
cancioncita esa de la fe, «mira que Dios aprieta pero no ahorca, que el día más
claro llueve, que el que persevera triunfa, que Dios lo sabe todo, que si no
tienes es porque no te ha de convenir», pero amigo mío —prosiguió en tono
irónico y apuntó certera para clavarle la estocada final. —Después de siete
meses sin cuadros, sin muebles, durmiendo en un culero de perros y cada vez que
me levanto y veo esta casa agujereada, y este techo enmohecido, y este lodazal
en medio del que vivimos me digo a mi misma, de qué me ha servido esta fe de
mierda, si de todos modos me está llevando el diablo. No bien terminó de hablar,
en un acto de total inconsciencia lanzó
el cuchillo cerca de él.
— ¡Maldita
sea!—
Exclamó
con lágrimas en los ojos.
—Mujer no
blasfemes, mídete.
—Mídete
tú pendejo, que no voy a seguir empeñando el televisor para comprarme panties.
Steve
tragó en seco. Por un breve instante, se sintió algo perplejo y marginado. No
sabía que hacer; lo que si advirtió al vuelo fue la virulencia de las palabras
de la mujer. Se sintió herido con la confesión, y el peligroso resultado de su
arranque de ira, pero no podía reparar en ello, porque se estaba jugando el
honor.
—No sabía
que fueras tan mal agradecida.
— ¡Te das
cuenta! Ese es preciso el problema. Que lo ignoras todo; pero esta vaina se va
a acabar pronto.
— ¿Acaso
me estas amenazando?
—No, te
estoy advirtiendo.
Steve
leyó en su rostro un peligroso resquemor guardado celosamente hasta aquel día. A
veces ella se apagaba y él notaba que le estaba pasando algo, después de media
hora de preguntarle qué le podría ocurrir, y de las respuestas que ella daba
sin pronunciar palabras; ¡hum, hum! A cada interrogante, él lograba interpretar
la razón de su desazón, y por lo general la sacaba de su encerramiento
llevándola hasta el boulevard del
Pensador cerca de la avenida de los Astilleros Navales y le buscaba la
vuelta brindándole un helado de mantecado en medio del melancólico parquecito
de pinos, javillas y arrayanes centenarios, o una
malta morena con galletas saladas, o un sangumbio de butifarra criolla, con
bofe, longaniza y espaguetis revueltos en salsa de carne de pollo; quedando toda
en paz después que el vórtice de sus principales emociones quedaba saciado. Sin
embargo el presente exabrupto lo llamó poderosamente a preocupación. Su Raquelita
nunca le había desafiado de esa manera.
Tal como se lo había aconsejado el doctor Rossi,
Steve Readman no se descuidó esta vez y sacó el tiempo necesario para hacerse
el estudio que éste le había recomendado. Estaba ansioso por saber que estaba
pasando en su cuerpo, cada día la sensación de tener la vida colgando de un
hilo le inquietaba más y más. Había resuelto el problema de los papeles
tintados de sangre lanzándolos en la letrina, pero su rostro empezaba a
evidenciar un letargo que anunciaba que no todas las cosas estaban bien en su
cuerpo.
Cuando llegó el día señalado se dirigió al
centro médico donde era atendido. Hizo la modorra más temprano que de costumbre
por lo cual los ojos se le veían lejanos y vidriosos. Esa mañana en particular
había amanecido con un desgano inusual; trató de no despertar la esposa y se dirigió
directo al baño: un cuartito pequeño con una pileta de cemento hecha al apuro,
pintarrajeada, sin vestigios de cuidado, arte o simetría y con la pintura del
techo desprendiéndose en progresión geométrica. Se sentó un rato en el hoyo del
sanitario y arrancó uno de los muchos pedazos de papel periódico colocados en
un clavo, cortados de forma rectangular con un cuchillo de pelar yuca. Se acercó
el papel para deleitarse en la lectura del mismo mientras desalojaba de su
cuerpo unas estruendosas ventosidades y otros desechos tóxicos.
—«Presidente
de la República dice: “en mi gobierno se terminará el peculado” ».
—Leyó por
un lado.
Indiferente
a esa información volteó la hoja y
continuó la lectura:
—«Alarma
autoridades aumento casos cáncer de colon».
Sintió un
espasmo repentino, se imaginó que los intestinos se le habían tornado color verde,
reflexionó algunas ideas sobre lo que él debía hacer para garantizar que la
mujer pudiera sobreponerse a su partida en caso de que el resultado de su
estudio médico fuera el que presentía, pero una trastada absurda terminó desvirtuando
su altruista imaginación pues cuando salió de su absorción estaba pensando en
los chicharrones que junto a Raquel Pimentel había disfrutado en un reciente
día de playa en Boca Chica. Se palpó las mejillas y notó que su barba era como
puntas de alfileres, sin embargo no le daba tiempo para afeitarse. Salió del
baño y fue hasta el patio, que tenía un aspecto penumbroso, poblado de varios árboles
frutales: cerezos, guayaba, mango, guanábana, aguacate, pan de frutas. Tenía
así mismo una pecera plagada de gupis y peces cola de espada al final de la
cerca de su casa. Criaba algunas gallinas con alimento enriquecido con hormonas
americanas; aquella práctica y observar los peces eran una verdadera catarsis
para él.
Destapó uno de los barriles donde
almacenaban el agua de uso diario y como salidos del averno un tumultuoso
enjambre de caballeros del paludismo se abalanzó en tropel sobre su rostro
haciendo que el ambiente adquiriera un matiz fantasmagórico, luego de la visión
de los caballeros alados de la muerte dio una mirada a vuelo de pájaro al
envejecido y ya negruzco zinc que servía de barda divisoria entre su nidito de
amor y los demás ranchos de la zona. De pronto su mirada topó con la de Manolo,
el vecino de atrás, quien tras cepillarse se rascaba plácidamente los genitales
en un verdadero estado de transportación. No era la primera vez que sus miradas
se encontraban, ni era tampoco la primera vez que decidían ignorarse
mutuamente; lo que sí era cierto esta vez en la expresión del rostro de Manolo era
esa ansia de provocación gratuita; pero Steve lo ignoró nuevamente, al final de
cuentas era él quien había decidió vivir
atrapado en el pasado, bajo el yugo opresor del rencor y la envidia.
Hizo ¡psche! y miró el tubo que servía
de sumidero para el gas metano procedente del pozo séptico al tiempo que
reflexionaba, «¡Cuántas
miserias debemos sufrir los pobres carajo!»
En las cercanías unos perros realengos recorrían
en jauría sexual los viejos callejones de la barriada destrozando indolentes
las flores de cayena color carmesí así como las trinitarias y el coralillo
delicadamente cuidados por su dueña, la vieja Elminda, la yaniquequera; y con
sus nerviosos jadeos, con sus silbidos infrasonoros y sus ladridos
impertinentes inquietaban el descanso de los parias del barrio.
Steve introdujo un segundo balde al barril
y prosiguió su camino hasta el baño. Al entrar de nuevo sintió el lugar
caliente, anegado con el olor
inconfundible que distinguía su presencia y de inmediato con un galón a medio
corte se lanzó agua encima y empezó a enjabonarse con el jabón de cuaba que
siempre estaba a la disposición en el bloc calado. Cuando terminó por fin de
bañarse salió del baño se secó con la misma toalla que se había estado secando
varios años antes de casarse con Raquel Pimentel.
Mientras se colocaba la ropa, ya un tanto
más apresurado, varias piezas a la vez. Su mirada se filtró por entre el
mosquitero de color azul, desgastado y tan sucio que no se sabría con exactitud
cual era su color original, además agujereado por el paso inexorable de los
meses de miseria que se alargaban más y más. Vio como la esposa se revolvía y
acurrucaba en la cama por el frío de la madrugada en movimientos asimétricos.
Al ver su carne tan tersa a través de su bata transparente, sintió unos deseos
que tuvo que reprimir para no despertarla, aunque ella, en otro tiempo, no se hubiera quejado si él la hubiese sacado
de su ensueño y le hubiera trastornado la tranquilidad con pasión y ternura
besándola con besos de su boca. La contempló con la melancolía y la
desesperación del que sabe que algo muy bueno, grato y placentero llega a su
final. Terminó de subirse los negros
calzoncillos de franela, se posicionó el lembo,
se acomodó la camisa de mangas
largas dentro del pantalón como era su costumbre y más adelante, después de
subirse completamente el pantalón se abrochó el cinturón de leder notablemente
arrugado, se peinó el pelo crespo, blanco y negro frente al abanico porque le
había empezado a dar calor. Se acercó finalmente a Raquel Pimentel y le dio un
beso con mucha suavidad en sus mejillas de bronce. Ella rezongó entre sueños y
se abrazó a las sabanas, mientras en su hermoso rostro se dibujaban unas
tiernas gesticulaciones, que hablaban de un sueño deleitoso.
Sin poder detener más el inexorable curso de
los acontecimientos, Steve revisó su cartera mientras se dirigía a la puerta
con paso firme. Se fijó nuevamente en el estado de la casa, derruida y desvencijada,
y se acordó de las advertencias de su madre sobre las tormentas de octubre,
pero disipó rápidamente ese pensamiento ante la imposibilidad de resolver el
problema de manera inmediata porque los intereses que el banco le estaba
cobrando por el último y más costoso préstamo que había concertado
lo estaba llevando poco a poco al borde de la quiebra
y no pocas veces pensó en vender el colmado ya que veía como lentamente el
negocio se le iba descapitalizando.
Contó doscientos zincuenta pesos e hizo un
veloz cálculo de los gastos del día: 30 pesos que gastaría en pasajes para ir
al hospital, y 50 pesos que dejaría a la mujer para los aprestos del almuerzo.
Día tras día esa había sido la rutina diaria de Steve y su dulce esposa.
Rodeados de miseria y mediocridad por todos los alrededores, viviendo la vida
como una onerosa carga que había que soportar, deseando a veces ser como los
pájaros; libres, sin más compromiso que comer, dormir, cantar y garantizar la
continuación de la especie; asechados de males potenciales y reales todos los
días, teniendo él como única égida la falsa paz de creer que ella era su fiel
Penélope y Raquel la certeza absoluta de que ella era el santo de su devoción.
Obteniendo así mismo de su vida vacía y solitaria la presea de un amor que él
creía comprometido, pero que tristemente hacía tiempo ya había empezado a
marchitarse.
Un nuevo y rutilante día había llegado. A
pesar de haber madrugado con el fin de evitar la acuciante espera de la fila
kilométrica que avanzaba a cuenta gotas, el número de orden que le tocó fue tan
alto que pensó seriamente volver otro día. Pero tomando valor y resignación
intentó que sus ojos vieran sin mirar el deprimente espectáculo de los ancianos
arrumbados a las paredes enmohecidas vestidas de un color verde sin esperanza.
Con la mirada misma de un hereje en un tumulto de carne humana marchita como
las hojas caídas en otoño, en un
carnaval de colores fuera de temporada, colores de luto, colores estivales,
gente sin atractivo que solo inspiraban una larga y entontecedora lastima, todo
esto agravado por el lloriqueo interminable de los niños pequeños que gemían
unos por hambre, otros por la fiebre abrasadora y los demás por toda suerte de dolores
indescifrables y de todos los matices, el olor a carne trasnochada, los
quejidos de los heridos que maldecían a las enfermeras y a los médicos, la fetidez
de los baños repletos de mierda y orina fermentada. Se resistió oír lo que oía,
oler lo que olía y contemplar lo que sus sanos e inocentes ojos de jade tenían
frente a si, lo mismo de siempre, toda esta jodida podredumbre, toda esta
indignidad, «¡que va gallo!», esto está para titanes, ¡ofrézcome! Si yo me
entero antes, pido que me dejen donde estaba, hubiera cabildeado para que me
difirieran el viaje o habría logrado que me barajen el vuelo, y por nada del
mundo hubiera nacido en este rompecabezas de mundo, en este hastiante y oscuro
valle de lágrimas.
Cuando por fin hubo campeado todas las dificultades
que se suscitaron antes de entrar a la consulta; después que fueron sofocadas
las violentas trifulcas surgidas al amparo de la desesperación por la
injusticia puesta en práctica mediante el favoritismo del tráfico de
influencias para hacer avanzar unos números sí y otros no según se estuviera
moviendo la voluntad del dinero basada en la gravedad de la urgencia de los que
ya no estaban allí como pacientes sino como impacientes, Steve se dirigió casi
vencido hasta el cuarto de consultas del doctor Estefano Rossi.
—Buenos
días doctor Rossi, ¡cómo le amanece hoy! El doctor le reciprocó el saludo con
un solo golpe de voz, —¡Bien!—le dijo, pero sin percatarse del todo de quién se
trataba.
— ¿Dígame
doctor, qué tengo definitivamente?
— ¿Usted
es el señor?…—Le indagó el doctor con alguna incertidumbre.
—Readman,
—declaró— Steve Readman.
—¿Tan
pronto se olvidó de mí? Le recriminó Steve.
El doctor
Rossi cayendo en cuenta de que aquel rostro y aquel nombre sí estaban
registrados en su prodigiosa pero ya agotada memoria, sobre todo porque lo
recordaba no como a un paciente, sino como al hijo que no tenía y que sin
embargo anhelaba tener más que cualquier otra cosa en la vida. Lo saludó sin
alterarse tratando de disimular sin mucho éxito el terremoto que había en sus
manos.
—Aha, a
sí… ¡Ya!... No se desespere señor
Readman, espere un segundo aquí; apenas acabo de llegar; hay que dejar que llegue la enfermera, ella
trae los expedientes.
El doctor
se paró del escritorio de formica, teñido de un desteñido color nácar, el
escritorio yacía atestado de papeles impregnados de una abundante arenilla que
no cesaba de caer del techo y que evidenciaban el paso de tres generaciones de
médicos cobra cheques. Retiró sus manos pecosas y delicadas de la mesa y haciendo
como que se desentendía de Steve se acercó inexplicablemente al trasluz de las
persianas y dejó perder su sentido del tiempo en una observación sin aparente
propósito. Así viajó su mente por un breve instante que a él le pareció una
eternidad, hasta el cuartico de estudiante que una vez compartió con otros
compañeros de beca, allá en aquel pintoresco pueblito de Cabo Cabron en Samaná.
Recordó el entusiasmo con que había llegado al país para así, al igual que los
demás becados, poner su granito de arena en un país rasgado por la guerra civil.
Pero ningún otro recuerdo del pueblo le retorcería más los intestinos que la
remembranza de aquella muchacha de buena figura, aunque con un humor de todos
los demonios, pero de andar gracioso y elegante que le era natural, pues jamás
pasó ni soñó pasar por Barbizon,
aquella doncella magistralmente trazada
por las manos diestras de Dios, a quien él no había conocido precisamente a la
orilla de un río bañándose con poca ropa, ni en la sucursal samanense del populoso
bar de Catanga María, sino en la puerta
de su casa, remendándole las camisas de faena a su padre, atendiendo el
ventorrillo de verduras y flores de su madre, y administrando con pulcritud los
centavos de la venta de las habichuelas con dulce y los conconetes de la prima
Escolástica. Era sin duda una administradora formidable; daba gusto ver la
meticulosidad con que manejaba la hacienda familiar por lo cual toda su
parentela tenía depositada en ella una irrestricta confianza; era de esas
mujeres de las que difícilmente se hallan dos en la misma comarca. Por esa
misma razón las expectativas de todos sus familiares se salieron de los límites
cuando, como enviado por la providencia divina, apareció aquel rubio grande de
ojos azules que hablaba casi español, vestido y equipado con la indumentaria
misma de un boy scout porque parece que le dijeron que iba para una jungla, así
que andaba con su repelente en aerosol de Cooper para cuidarse de
los mimes y los mosquitos, llevaba su propia agua en su
cantimplora de metal niquelado forrada con un estuche de cuero de camello de
los beduinos de Medina, porque le aconsejaron que si no hallaba agua confiable
que bebiera agua de lluvia o de coco para que no se muriera de una disentería; llevaba puestos sus
diminutos lentes redondos y transparentes de un elegante color ámbar, que le
venían muy bien por los giros de los tiempos, pues daban una cierta imagen de
status y sabiduría; llevaba la mochila atestada con unos pocos instrumentos indispensables
y algunos ungüentos y otros medicamentos para curar y mitigar las urgencias,
tenía botas negras de guardia, aunque parecían amarrillas por el caliche
abundante y pastoso de la zona, y en la mano llevaba un coco que usaría como
pretexto para lograr introducírsele a la muchacha con alguna frase baladí, ¡mira
que me prestes tu machete para romper este coco!;
—¡Mira
americano! que tú no necesitas un machete sino una mocha porque el coco es muy
duro y se puede dañar el machete.
—No, si
yo no soy americano, soy italiano.
—¡Ah! Me
excusa, que por aquí todo el que es rubio es como si fuera gringo.
— ¡Aha!,
entonces, tú también eres gringa.
—No,
mijo, que iba yo a ser gringa. Aquí les decimos desteñidos a los que son de mi
color.
—A mi me
gustan mucho las muchachas desteñidas como tú…
Lo miró
de pronto a la cara y sin saber a ciencia cierta que le iba a responder le dijo
lo primero que le llegó a la mente.
—¡Toma la
mocha italianito sinvergüenza, y te apuras, que me estas quitando trabajo!
Él La
contempló por un breve instante que bastó para que a la muchacha se le subieran
los colores al rostro, y él se dio cuenta por lo que desde ese instante en lo
adelante no desistió de galantearla y a pesar de la larga negativa que ella
mantuvo, a cualquier hora de la tarde se
le aparecía ya fuera a comprar yuca, o a llevar cocos para que le prestara la
mocha, o a elogiar las habichuelas con dulce de la tía Escolástica o hacer
comentarios impertinentes sobre la frecuencia de las lluvias, las molestias de
los mosquitos, lo atrasado del pueblo y cualquier otro tema destemplado trascendente
o no, porque todas sus charlas por más denigrantes que fueran eran aceptadas
casi como palabra de Dios, todo por las esperanzas que había cifradas en ese dios,
sin embargo su exceso de confianza era después tratado en consejo de gobierno
tras bambalinas convirtiéndose Vertilia en acusada, abogada e intérprete de los
desaciertos culturales que según ella provocaban los comentarios inocentes del
italiano.
—Si no
fuera porque es gringo el come mierda ese no le aguantáramos tantas pendejadas.
—No es
gringo y tampoco están obligados a aguantarle ninguna grosería.
—Si, eso
se sabe, pero mejor vale la pena soportar, porque hambre que espera hartura no
es hambre.
—Mamá,
que cosas dice usted.
—No te
hagas pendeja, que aquí todo el mundo sabe que le gustas… y… haber, dime ya, ¿Él
no te es indiferente o si?
—Mejor y
lo dejamos así mamá, mejor lo dejamos así.
Pero
aunque ella ya estaba más enamorada y desesperada que él durante mucho tiempo se
mantuvo indiferente con la idea de que todas las cosas ocurrieran en el orden
señalado por el debido proceso consagrado por la costumbre: dos meses de banal insistencia,
permiso para visitar la casa, audiencia hasta con el gato para que la cosa
cogiera carácter, permiso para tomarla de la mano, licencia para ir al parque a
contar margaritas y a observar los burros pastar, el besito en la mejilla, el
primer besito en la sua boquita, después el beso, después los grandes y
apasionados besos y más adelante lo inevitable: arreglar apresuradamente el desarreglo que ya
se había hecho procurando que en la cuenta al menos se pudiera decir que el vástago
era sietemesino, pero total, que al final cuando todo hubo sido consumado lo
único que quedó fue aquel insignificante promontorio de promesas no cumplidas,
aquel simple papel escrito al apuro que en esencia decía: "te jodiste
pendejita" y que él lamentaría años más tarde más que cualquier otra cosa
en la vida; pues por ella regresó de Italia a aquel pueblito olvidado de Dios porque aunque tarde, un día se dio cuenta sin
duda que no podría vivir sin ella porque ahora que no la tenía se había
convertido en su sol, un astro que a pesar de ser tan grande y tan visible y
tan basto desapareció de su rastro, se implosionó y se convirtió en un agujero
negro que inevitablemente arrastró todo lo suyo hacia si
y sin embargo le mantuvo dolorosamente apartado de ella pues su alma se quedó
con ella y ella como pago a su perfidia le obligó a permanecer desorientado,
vacío y cautivo hasta el día de su muerte y por más que la buscó por montes,
pueblos parajes y caminos y montañas no pudo dar con ella, y se lamentaba al
no poder comprender como una mujer tan
hermosa se podía desaparecer de un paisito tan diminuto. Pero así fue, ella
decidió en sus horas amargas llevarse el rastro de su orgullo junto con
Pacificador, su redentor, y perdérsele tanto a él como a sus familiares
que volvieron a saber de su existencia cinco años más tarde, «¡Carajo! Porque
de que ellos también tuvieron culpa, la tuvieron, ¡Si señor! Los muy ruines me
querían vender como si fuera una vaca y no les importaba más nada», y por eso se dio a la fuga, para escapar
hasta de ella misma; y porque era completamente consciente del fogaraté que había
sembrado en el amante en fuga, como para que no la deseara de nuevo, sin
embargo la ignominia por la que la había hecho pasar bastó para que todo aquel
amor se transformara en un odio mucho más comprometido y ardiente que la misma
pasión con que lo amó aquella noche en el cuartito donde tenía amontonadas
tantas pilas de yuca nunca usadas, así como aquel reguero de cocos de la suerte
que de añejos ya despedían un olor penetrante y perturbador que con el infierno
pasional que ambos llevaban dentro terminó por eludirse, pues el cuartito se
llenó del aroma embriagador de sus amores. Había cocos en cada recodo de la
casa, tallados y adornados por él mismo, porque el ocio de no amarla le
afectaba el equilibrio de los sentidos y se inventaba cualquier pasatiempo para
contrarrestar su ausencia. Por no hallarla su vida quedó anclada en otra era,
la era de ellos, había en su ser un vació que solo podía llenar de recuerdos,
tristes y amargos recuerdos que le vitalizaban y luego lo sumían en una imbatible
frustración.
Después de retornar de su utópica aldea de
sueños y quimeras, examinó con ostensible frustración a través de las persianas
aboyadas de su pequeño consultorio, las correrías de ratones que deambulaban
por el patio del hospital, se desligó de aquella visión miserable con una
sacudida de cabeza y llamó a la enfermera que lo asistía. Una mujer gruesa, con
una expresión de inmensa despreocupación.
—Silvia,
tenga la bondad de traerme los resultados del caballero.
— ¿Cómo
es que usted se llama? —Indagó la enfermera.
—Steve
Readman, —repitió una vez más con cierto desgano.
Silvia
diligentemente buscó por orden alfabético en el archivo de metal pintado de
verde olivo. En tanto grandes ramificaciones de sudor bajaban incesantes por el
rostro de Steve, aunque lo intentó, no pudo disimular su nerviosismo, en menos
de un minuto cambió doce veces de postura. Buscó las paredes como medio de
distracción y halló un hermoso letrero con una litografía de un bebé recién
nacido de apariencia oriental. Más adelante pasó a otro afiche y leyó: «XII
Congreso Sobre la Lucha contra el Cáncer» apartó su mirada inmediatamente de
aquel letrero de mala madre y se
concentró de nuevo en Silvia. De pronto ella sacó un expediente del archivo, daba la impresión de
que revisaba los resultados del expediente pero la expresión de su rostro no
permitía discernir con exactitud lo positivo o negativo del diagnóstico que
podría contener el expediente, ella entonces se le acercó al doctor Rossi y le
susurró una pregunta con cierto sigilo:
—Doctor,
¿Es este el paciente que dio positivo en la prueba de SIDA?
—Revisa
bien, me parece a mí que no.
Silvia
volvió a indagar el nombre de Steve, para confirmar el resultado.
—Disculpe
la molestia señor, ¿Cómo me dijo que es su nombre?
—Steve, Steve
Readman. —Confirmó por tercera vez ahora con la expresión del muerto al que no
le han dado la noticia de su deceso.
—Yo
sabía, este es Stevenson Rodríguez.
La
enfermera prosiguió revisando los expedientes, hasta dar con el de Steve.
—Este sí
que es el suyo, mire doctor aquí tiene.
El doctor Rossi cogió el expediente, revisó
los resultados de la endoscopia, revisó y volvió a revisar y el resultado no
parecía tener más vuelta que una aguda úlcera sangrante en el intestino. Para
casos menos graves que el actual el doctor Rossi había pronosticado tres meses
de vida, lo máximo, sin haber fallado un solo pronóstico hasta la fecha.
Steve pudo notar la preocupación en el
rostro del doctor Rossi así que decidió tomar la iniciativa, con una falsa
seguridad evidenciada por lo cascada que se había vuelto su voz; le sonrió al doctor y lo abordó, —qué ocurre
doctor, ¿Es muy grave lo que me pasa?
—Me temo
que sí.
— ¿Qué
tan grave doctor?
—Bueno…
––Pronunció largamente con la voz embargada mirando nuevamente los resultados y
adoptando una expresiva pose de pena.
—Sea lo
que sea, doctor, dígame lo que tengo y... ¡A Dios que reparta suertes!, el
doctor se sintió alentado por la aparente madurez y entereza que demostraba el
paciente antes de recibir la noticia, aunque después lo vio dejar rodar algunas
lágrimas que con mucho esfuerzo logró que no llegaran a una crisis
emocional; pero al final las dudas de Steve
quedaron trágicamente confirmadas.
—Usted
tiene un cáncer terminal gastrointestinal.
Después que el doctor le dio la mala noticia procedió
a explicarle una por una las implicaciones del diagnóstico. Ostensiblemente
angustiado Steve le preguntó que si no habría la posibilidad de que los
resultados pudieran fallar, pero Rossi le convenció con argumentos científicos
que esa prueba difícilmente estaría sujeta a altos márgenes de error.
Steve
volvió a insistir vanamente en lo mismo, pero obtuvo una respuesta similar.
—Es
posible, pero no probable.
—¿En verdad
cree usted que estoy tan mal?
El doctor
lo escrutó en silencio de pies a cabeza no sin cierta consternación, por un
momento tuvo la impresión de que debía asegurarse que definitivamente no era él;
de hecho era muy difícil que lo fuera, pero el lunar y su rostro eran tan
parecidos que se arriesgó.
—Perdóname
que cambie la conversación, pero por casualidad ¿eres de Samaná?
—No
señor, mi mamá es de allá.
Los
latidos del corazón de Rossi se aceleraron y de repente empezó a sudar tan
profusamente que Silvia no pudo disimular su asombro recorriendo lentamente
todos los contornos de sus labios con su voluminosa lengua.
— ¡Ah sí!
Y… ¿Cómo se llama tú mamá?
—Vertilia…
¿por qué?
Indudablemente
era cierto, no podía ser casualidad que la mujer fuera de Samaná y tuviera el
mismo nombre, que él tuviera el mismo lunar, que tuviera inclusive su nombre
abreviado y que se parecieran tanto.
—¡No lo
puedo creer! —exclamó de asombro el doctor.
— ¿Qué
cosa no puede creer?
Estefano
lo miró fijamente a los ojos e hizo un concienzudo silencio, para luego declararle:
—Hijo tú
no me lo creerás, pero yo conozco a tu madre.
—Aha…
—Sí,
estoy casi seguro que ella es la misma persona que vivía en Cabo Cabron, ella es
bajita de estatura y de tú mismo color.
—Sí,
—asintió Steve, seguro tiene que ser la misma persona porque su descripción
concuerda con mi madre. Pero ¿usted de dónde la conoce y qué hacía por Samaná
hace tanto tiempo? A usted se le ve inclusive que no es del país ¿o me
equivoco?
—Ciertamente,
no soy de aquí, soy de un populoso barrio de Roma que se llama Trastevere.
Muy bonito sabes; yo vine aquí hacen ya muchos años mediante un convenio de
intercambio cultural, cuando eso era estudiante de termino de medicina, estaba
haciendo la pasantía…
— ¿Cuánto
tiempo hace de eso?
El doctor Estefano no estaba seguro de la
intención que perseguía la pregunta, así que tratando de evitar cualquier
asociación de ideas lo distrajo con una frase deshilvanada en medio de una
crisis de tos causada por un repentino escozor en la garganta;
—Bueno…
Verás, es una historia larga, larga, y el ocaso viene... Pero, Ahora volvamos a
lo tuyo.
Steve lo
miró absorto mientras se preguntaba si éste no sería por ventura el famoso
italianito hijo de puta del que tanto había escuchado mediante los recados
nunca demandados de las tías fugaces que con tanta buena fe llegaban a su casa
a pernoctar, cuando tenían necesidad de realizar alguna diligencia en la ciudad
capital y de paso le hacían al sobrinito ese bien no solicitado y por lo mismo
nunca agradecido, en el sentido de que su mamá por estar de chiva tuvo que
salir huyendo contigo y con tu otro papá. De ese modo, mientras Vertilia
procuraba mantenerse inmaculada a los ojos de su retoño las malas lenguas la habían puesto al descubierto
en más de una ocasión, pero siendo que él nunca tuvo constancia de aquellos
informes terminó atribuyéndolo todo a patrañas de esta gente que parece que no
tiene oficio y efugios malintencionados de estos campesinos apandillados que
nos tienen envidia porque mi mamá se vino para la capital y ellos todavía están
en ese campo donde la gente no habla, sino que pita por lo distante, que cuando
anochece se pone más oscuro que la boca de un burro y no se ve nada excepto la
inmensidad sideral en las noches de luna nueva.
Mira, referente a tú diagnóstico,—prosiguió
el doctor Rossi: no es tanto asunto de creer. Es mas bien asunto de una larga
repetición de los mismos síntomas, las mismas características, el mismo
resultado y casi siempre el mismo infausto final, eso, créeme es muy así.
—Entonces
doctor, dígame ¿qué tiempo me queda de vida?
—Bueno
hijo, yo no soy Dios.
—No me lo
tiene que jurar.
—No creo
que en verdad quieras saberlo, después que te lo confiese desearás que no te lo
haya dicho.
— ¡Somos
hijos de la muerte, sea lo que sea decláreme la verdad! ¿Cuánto me queda?
—Honestamente,
esa facultad y derecho solo lo tiene Dios, si es que tal cosa existe. Pero,
como ya te expresé, tanto tiempo mirando a la gente muriéndose de lo mismo, en
tiempos más o menos similares, verás… es que las estadísticas no son exactas,
pero se acercan bastante a la realidad, ese hecho y otras experiencias son las
que le permiten a uno decirle a personas en tu estado que podrían vivir… entre cuatro… y… seis meses...
—Así tan
frío.
—Lo
siento mucho hijo.
— ¡Dos
mío! No me diga eso doctor.
—Steve suspiró
mirando al cielo raso y lloró; no pudo evitarlo; él tampoco quería morir.
—Te lo
dije, ya ves…
El doctor Rossi estaba un tanto
desconcertado, para tratar de aliviar el dolor del paciente, que dadas las
circunstancias era más que su paciente y que por lo mismo, era también su
propio dolor, intentó reafirmar su fe.
— ¿Crees en Dios? —Le preguntó mirándole
directo a los ojos.
Steve no
le dio respuesta discernible.
—Si no
crees; cree. Si no tienes fe, búscala, porque la vas a necesitar. Yo
honestamente ya no creo ni en mi mismo, he visto de todo, pero puedo atestiguar
de algunos casos en que personas han mantenido una fe incomprensible en
momentos sumamente amargos, y precisamente esa fe les ha ayudado a rebasar
situaciones cuyo resultado no podría ser atribuible sino al milagro. ¡Claro! Nosotros
los científicos no podemos creer en esas novelerías de milagros y esas cosas,
pero, tú no eres hombre de ciencias, Así que no te haría daño creer.
Steve agradeció interiormente las palabras
de aliento del doctor Rossi, pero no pudo hallar consuelo en ellas, se sentía
sencillamente devastado, sus ojos se perdieron en algún lugar de la habitación
y su boca permaneció muda.
Manolo Brenes Readman, solo conocido como Capetón,
dentro del círculo de traficantes en que se desenvolvía, habiendo decidido por
fin recuperar a Raquel Pimentel por los
medios que fuera, daba los últimos detalles al reciente viaje de sueños que
desde varios meses había estado
fraguando. Reunido en su acogedora casa, la misma que desde el día en que
vio llegar a Raquel al barrio prometió sería el sitio en donde la llevaría
a vivir por el resto de sus días, no habiéndose
emancipado aún por ese entonces y siendo que la casa permanecía alquilada bajo
la administración de don Emmanuel; sentía ahora gran satisfacción al haber
convertido la casa en su cuartel general y centro predilecto de diseminación de
cizaña contra el primo de quien también prometió vengarse por cuanto según él
le había despojado de su hembra.
Todos juntos Quique el que tendría la
responsabilidad de capitanear la embarcación, Tito y Aníbal
alias el Ripio quienes se encargarían de las bicocas de los guardacostas. Manolo
era el jefe de la operación, era un experto en la materia, no era la primera
vez que llevaba a cabo este trabajo y conocía muy bien todos los trucos y maromas dilatorias que había que poner en
práctica para que la tarea saliera bien. Uno por uno pasó revista a su pequeña
asociación de malhechores y ellos a su vez rindieron un informe preciso y
detallado de las últimas actividades realizadas.
—¿Dime Ripio,
tenemos algún tipo de inconvenientes con los guardacostas?
El Ripio se
fumaba un pachuché, calmo y sigiloso; después de soltar una consistente
bocanada de humo respondió escueta y pausadamente.
—La vaina
va bien, ¡Como siempre!
Quique
entre tanto, con la mano izquierda metida entre sus glúteos acariciaba con la
punta de sus uñas unos molestosos diviesos
que habían hecho residencia permanente en aquella zona, mientras el sol
se tornaba luz ondulante sobre el techo de la casa en que estaban reunidos los
truhanes, ni el más mínimo atisbo de brisa se sentía aquella tarde, aún cuando
unas nubes haraganas a la distancia anunciaban por su tez lluvias de gracia. En
el patio un enjambre de cotorras había tornado la tranquilidad del vecindario
una terrible zarabanda, debajo en el callejón contiguo a la casa de Raquel
Pimentel, dos perros realengos hacían un amor desenfrenado y libre de
inhibiciones.
— Carajo,
estas cotorras del diablo me tienen un oído tumbado.
Comentó
Manolo sin que su comentario lograra trascender.
—Sí, todo
va bien Capetón, pero estamos teniendo problemas con los señuelos.
Manolo
miró fijamente a Quique con ojos de preocupación y le requirió de manera
enfática que le explicara el problema.
— ¿A ver?
Dime, ¿Qué ocurre con los bandidos esos?
—Bueno,
—prosiguió Quique; algunos de ellos han amenazado con delatarnos sí no les
entregamos más dinero. Dicen que no pueden estar cayendo presos alegremente por
el amor al gusto.
— ¡Basta!
—Gritó Manolo. Como me vienen esos
pendejos con esa vaina, si les estamos repartiendo a esos parásitos el diez por
ciento de lo que nos estamos ganando, simplemente por dejarse coger presos.
Miren Quique y Ripio reúnanse con los tipos esos y déjenles bien en claro, que
a mi nadie me amenaza, y que en estas vainas nadie se echa para atrás.
¡Estamos!
Luego de ponerles las cosas en claro y de
terminar de atar algunos cabos sueltos les entregó quince mil pesos, entre los
cuales estaba el dinero que habrían de utilizar para que los guardiamarinas
apostados en Nagua miraran sin ver, y para los señuelos que saldrían por otras
costas cuyo objetivo era confundir a las autoridades para así llevar a cabo su
plan sin mayores contratiempos.
Doña Vertilia Mendoza viuda de Readman, atendía a su nieto Esmelin el primer nieto que le daba su hija Sairah, la
Morena, que era el apodo que su chocante tez oscura —caso raro en la familia—
le había granjeado; y quien había contraído matrimonio con un ingeniero a quien
le estaba yendo muy bien. Hacía un calor
sofocante y el niño no podía estar sin rascarse el tapiz salpicado de apotegmas
de los furúnculos que le habían salido
en demasía; según doña Vertilia por causa de la viruela que en aquellos días
había tomado lugar en el barrio después de marcharse la conjuntivitis.
Era verano y el trópico dejaba sentir su
esencia calcinante sobre los techos de aquel villorrio de casuchas levantadas con
los restos de otras casas que en los años anteriores habían sido destruidas por
los tractores y demoledoras del gobierno y cuyos restos fueron vendidos por los
ejecutores del desalojo a otra partida de infelices cuyas casas estaban aún a
medio talle en otro de tantos barrios misérrimos formados literalmente en menos tiempo que el que toma la luna para
alcanzar el sol al abrigo de otra camada de sinvergüenzas pertenecientes a la
exclusiva reserva de lambones que engrosaban las nominas del estado y quienes
ignoraban que meses más adelante correrían la misma suerte.
Vertilia se levantó de la mecedora en que
estaba sentada y se acercó al mueble en que tenía acostado al niño. Lo vio
famélico y entristecido y se sintió
temerosa de perderlo, aunque tenía la certeza de que se repondría y que pronto
volvería a corretear por el rancho; sin embargo ella no podía evitar espantarse
al ver a los inocentes en aquel estado de desamparo, sobre todo después que
Juancito, el segundo hijo que tuvo murió carbonizado por una fiebre que ella no pudo atender con eficacia por lo
que quedó marcada para toda la vida.
Dejó por un rato al niño, y se dirigió
parsimoniosamente a la pequeña cocina de la casa. En un lado de la pared un
sinnúmero de clavos servían de soporte a toda una serie de trastos: pailas,
sartenes, jarros de aluminio y cucharones. A pesar de la deprimente pobreza
había sin embargo en aquella cocina el orden mismo de un cuartel. Sus ojos se fijaron en la nevera;
sus hijos, Steve y la Morena así como Tito su sobrino residente en los Estados
Unidos se habían puesto de acuerdo para regalársela el anterior día de las
madres. Cuando llegó hasta ella corrigió el desperfecto que le inquietaba;
enderezó la piña de adorno que junto a otras frutas decorativas, provistas de
imanes servían para embellecer la nueva adquisición.
Abrió
la nevera, la cual usaba como despensa porque de lo
contrario los ratones y las cucarachas terminaban contaminando y devorando
cuanto encontraban a su paso. Confirmó su misión; Había café. Cuando se dispuso
a volver a la sala a ver al niño enfermo
se topó de frente con la pequeña estufa y al lado de la misma el
envejecido cilindro de gas peligrosamente corroído. Con un chasquido de los
dedos se auto reprendió:
—
¡Espíritu Santo! Otra vez se me olvidó hacerle la prueba hidrostática.
Vertilia
archivó esa información en la punta de la lengua, para soltarla inmediatamente
viera al hijo. Se abrió paso entre las cortinas que servían de división entre
la pequeña sala y la habitación, esperó hasta que sus ojos se acostumbraron a
la media luz que imperaba en aquel cuartucho con tanta historia. Alzó la vista
y vio la foto del marido asesinado, y con gesto de resignación, volvió a
recordar la poblada del ochenta y cuatro cuando, mientras Pacificador Readman King oriundo de Samaná
hijo de un inmigrante inglés, se proveía de agua para su casa, cayó víctima de una bala perdida que
sin embargo lo encontró a él. Se sintió nuevamente anegada por la angustia y
deploró una vez más la suerte que le había tocado vivir. Después de unos
segundos salió de su transportación y
enseguida sus ojos atraparon el reloj de cucú colgado en uno de los palos que servían de soporte al
techo y vio la hora siendo atada por los tentáculos de la nada rodeada de
nimitas amarillas tirando a rojo;
— ¡Dios
mío! —Se dijo, —estas horas no avanzan, creo que tendré que desparasitarme, será quizá que tengo anemia.
Mientras
la anciana pensaba en voz alta, sintió a corta distancia los pasos apresurados del hijo de Rosa quien llegaba hasta la
puerta de su casa en atención al llamamiento que ella le había hecho.
—Doña
Vertilia ya llegué.
El
jovencito entró al viejo rancho y espantó el sueño del niño enfermo.
— ¡Con
calma Amuricito! Con calma, ¡Que Esmelin está indispuesto! —Le dijo la anciana
llevándose los dedos a los labios
representando el abstracto silencio.
— ¿Hiciste
lo que te pedí? —Continuó ella.
—Sí —le
respondió él sin pensar mucho la pregunta; mirándola fijamente a los ojos con una expresión de azoro que hasta el más
generoso hubiera colegido en que parecía un anormal; el muchacho exhibía además
unos incipientes ademanes afeminados que molestaban mucho a doña Vertilia.
—Muy bien
mijo, vete y vuelve lo más pronto posible, ¿Oíste? Y coge porte de hombre, porque
los hombres que mean aplatao no entran al reino de los cielos. —Le recriminó.
El muchacho obedeció la orden ipso facto, y salió a cumplir su misión.
No hubo bien salido el muchacho cuando entraron a la casa Confesor,
doña Elminda Herodías y Sairah Readman la hija de doña Vertilia, pues la
noche anterior habían quedado de acuerdo en reunirse en casa de Vertilia con
fines de tratar de disuadir al Papi Chulo e Hipólito hijos de Confesor y
Elminda respectivamente, de desistir de la locura que pensaban cometer.
Rondaban las cuatro de la tarde, el
calor no podía ser más abrasador; los árboles yacían inertes entre las casas, el cielo yermo de nubes y en la palma
mayor se apreciaban dos palomos exhaustos, inmóviles, casi se diría que
moribundos, el calor de junio haciendo
lo suyo. En los pocos charcos que quedaban de las lluvias pasadas nadaban unos
pocos renacuajos cabezones y anidaban algunas larvas danzarinas. A cinco
esquinas a pasos largos, en el mismo barrio en que vivía doña Vertilia
respiraba y gemía Raquel Pimentel, quien a esa hora atrasaba el lavado de un
montón de ropa olvidando plácidamente sus penas mientras era atravesada por los
tentáculos del mal.
En casa de doña Vertilia la conversación
estaba en sus buenas, el saludo
apagado de Steve produjo la primera pausa en el debate de los vecinos.
—Mijo que
bueno verte— le dijo Vertilia, siendo secundada por los demás presentes quienes
al vuelo se percataron de lo demacrado que estaba el joven.
—La
bendición Ma, la saludó con afecto.
Confesor
continuó:
—Hijo, tu
llegada no podría ser más oportuna, siéntate para que nos des tú parecer sobre
esta cuestión.
Amauris
mientras tanto, en el cumplimiento de su misión pasó también por la casa de Raquel Pimentel, vio la ventana entreabierta
y se empinó para mirar, pero salió apresuradamente pues no podía creer lo que
había visto.
—Bueno si
ustedes piensan que puedo ayudar en algo, no hay problema —Dijo Steve.
—Claro
que puedes y mucho, —insistió Confesor con rostro acongojado y una inocultable agitación
nerviosa.
— ¿A ver,
de qué se trata todo esto?
En el
reloj de cucú de doña Vertilia dieron las seis de la tarde, luego de breves
instantes la temperatura se hizo más agradable pues las hojas de los árboles
lejanos ya se movían de manera pausada y el imponente framboyán enraizado en el
patio delantero de doña Vertilia brindaba al alma breves momentos de admiración
en la pacífica contemplación de su rojizo follaje cuya gracia rememoraba la mística
solemnidad de la zarza ardiente. Vertilia se paró de su asiento pidiendo
disculpas a los presentes y se fue a la cocina a preparar un café. Los primeros
cúmulos del cielo empezaban a confirmar el augurio del diluvio universal,
aunque todavía el aire del ventilador eléctrico era necesario.
—Es la maldita
vaina de las yolas mijo.
—Todavía
siguen jodiendo con ese asunto, yo pensé que eso ya había quedado resuelto en
las mentes de ellos.
—Hemos
pensado que lo único que se puede hacer es denunciarlos a la policía.
—Sentenció la Morena, ante la mirada
absorta de Steve.
—Steve se
sintió anegado, tosió tres veces, y se sacudió la cabeza. Vertilia se incorporó
a la reunión trayendo consigo el aromático café, lo repartió a cada uno
recibiendo la gratitud de los presentes de manera cumplidora y reiterada. Steve
sorbió el café con un ruido que fue reproducido de manera más discreta y
pausada por los demás. Carraspeó un poco después del primer sorbo y luego de un
segundo sorbo tuvo la lucidez precisa para sentenciar:
—“La
verdad, es que, en este mundo pasan cosas, que ni guindando parecen bolsas”
Los demás
afligieron la expresión del rostro y
mascullaron algunas frases de resignación.
—Mi
opinión, sí es que ustedes creen que les sirve de algo; es que empleen el
diálogo con ellos; traten de convencerlos con palabras, pero no hagan locuras.
Dicen que “el que por su gusto muere, la muerte le sabe a gloria” así que, simplemente esperemos sí está de Dios que
ellos cambien de parecer. Según veo
algunas personas solo aprenden a utilizar el sentido del oído después de
muertos. Además tengo entendido que el nuevo jefe de la Marina es un buen
cristiano, ¡quien sabe! Tal vez por fin se le empiece a poner freno a esta
desgracia y apresen al antisocial ese.
Mientras aún Steve decía esas palabras llegó
Amauris con una ostensible expresión de intriga, al ver a Steve se asustó y
quedó como petrificado; acercándose a doña Vertilia le suplicó al oído que
fueran aparte, que le era urgente decirle algo muy importante. Los
demás, tratándose del muchacho, ignoraron la interrupción y no le atribuyeron
mayor trascendencia. Vertilia lo miró fijamente a los ojos, y sin mediar
palabras se levantó y siguió a Amauris hasta la cocina. Allí el muchacho
le contó como los vio y lo que estaban haciendo. Vertilia se espantó imprecando
fuertemente al muchacho y exigiéndole que no enterara a nadie más sobre ese asunto. Le preguntó por
los orines y el muchacho le respondió que los había dejado fuera en la puerta.
Doña Vertilia se sacó siete pesos y se los pasó a Amauris, le agradeció el
favor y le volvió a pedir que se mantuviera callado fuera lo que fuera.
Manolo terminó en tanto de hacer lo que
fue a hacer en casa de Raquel Pimentel y salió lentamente de su casa para regresar
a su guarida. Steve después terminada la reunión y luego de ver a Esmelin y
desearle que se mejorara se despedía por esos mismos momentos de su madre Vertilia,
prometiéndole que regresaría en la noche para conversar con ella sobre algo muy
importante para él. Amauris salió igualmente y mirando a los ojos a Steve le
dijo en tono intrigante: yo estaba en tu casa. Vertilia al escucharlo se puso
fría, Amauris vio la expresión en el rostro de Vertilia y fue suficiente para
que terminara de marcharse. Pero, no sin
antes sembrar la duda en el hijo. Steve se encogió de hombros y le hizo un
gesto de perplejidad a su madre, pero sin mediar palabras. Los demás vecinos se despidieron igualmente, pero Vertilia se apresuró y le dijo al hijo:
—Mijo no
te vayas todavía, quédate un rato más, además no me has dicho por que llegaste
tan temprano. ¿Es que hoy no has hecho tus diligencias?
—Precisamente
de eso se trata, —le dijo él, y prosiguió; —pero no ahora, esta noche vendré y
hablaremos más calmadamente.
Cuando
Vertilia vio que no podía retenerlo más, sin que él sospechara, lo dejó partir,
y se abandonó en los brazos de Dios:
— ¡Bueno
mi Señor!, —dijo, —nadie la manda a ella a estar de chiva.
Steve recorrió las mismas cinco cuadras
que separaban el hogar materno del suyo; con sus calles de caliche amarillo y
en algunos sitios un escabeche de lodo rojizo con residuos de tierra virgen
desarraigada para dar paso a los surcos abiertos por las esporádicas brigadas
de abridores de zanjas que iban por el barrio de tiempo en tiempo, para
originar hileras interminables de cunetas que justificaban las contratas de los
ingenieros del partido, y que solo se cerraban cuando algún niño moría ahogado
en los meses diluviales; aquellas calles de toda su vida llenas de guijarros y
basura amontonada en todas las esquinas; el mismo colmadón que le hacía la
competencia a su modesto almacén de provisiones, atestado de vagos jugando
dominó con las camisas quitadas, embebidos en la alucinante bullaranga de un
merengue a todo volumen que ciertamente era más ruido que música, acompañados
de algunas jovencitas lame tragos que a todos los transeúntes daban los mismos saludos de cliché. A Michelle el haitiano vendedor de conconetes,
mejor conocido como Petit Garçon, o Pití Gasón, que realizaba su último
recorrido de la tarde por ver si vendía los añugaperros zagueros que le
quedaban en la funda plástica que llevaba en bandolera como un morral; seguía el patio de don Emmanuel, lleno de gallinas
flacas con polluelos come hierba y lombrices de tierra, contempló a don
Emmanuel: gigante, como un caballero medieval de las tierras reales de Aviñón;
lánguido y con una barba blanca de tres días y el pelo lacio color plata y sin
embargo una mirada alerta diáfana y decidida que era la compensación de su
desmañada anatomía, apostado en la
entrada de su propiedad apoyado en unos de los troncos podridos de la puerta de
entrada, indagando minuciosamente como siempre, al primer caminante que
divisara acerca del día de su santo u otra efeméride que le estimulara la vena
predictiva que le permitiera elucubrar la combinación que le apostaría a la
lotería. Con una voz tan desmedrada que amenazaba con llevársele el alma en
cada palabra llamó a Steve.
— ¡Eh!,
mijo ven acá.
Steve se
le acercó y lo saludó con deferencia
haciendo un esfuerzo por mostrarse cariñoso.
— Aha don
Emmanuel, usted dirá.
El viejo
lo miró lentamente mientras una risa infantil se veía en su silueta. Le reveló
que la noche anterior se había soñado con él.
—Aha, —murmuró
Steve sin pronunciar palabra.
—Si mijo,
me podrías decir el día de tu natalicio.
— ¿Y usted
cree que con migo se saca?
—Quién lo
sabe mijo, pero no se pierde nada.
—Le
apuesto peso a morisqueta que se pela. Ya ve usted, mi esposa afirma que si
rifan un cáncer yo me lo saco.
El
anciano se echó a reír mientras le ponía su endeble mano sobre el hombro y le
aseguró un tanto en serio y un tanto en broma que para él las mujeres eran
comida de puercos:
—«son
brutas y voraces, las muy malditas solo piensan en sí mismas y nunca están
conformes. Sé de muchos pendejos que se dejan mangonear de las esposas y el
resultado siempre es el mismo, terminan pegándote los cachos, tú las alimentas
y otro pendejo las goza, de nada saben nada y lo que saben bien, es solo para beneficio
de ellas». Además tú no tengas pena, que si me pelo es como si los colorados no
ganan las elecciones, que no pierdo, no más empato.
—21 de
diciembre, declaró Steve secamente abriendo un paréntesis forzado en medio de
la conversación, y prosiguió con cierta frustración en sus palabras:
—«Es
cierto. Los tentáculos de sus relaciones están en todos los partidos, ¿no es
verdad?».
—Bueno,
no tanto así, no es tampoco que sea yo un tránsfuga. Pero volviendo a lo
principal, mira, no seas profeta de mal agüero, sabes que el día mas claro
llueve. Y… si se desparrama este huracán de cuartos que hay en el acumulativo
puedes estar seguro que por los lados tuyo algún chubasco llega.
Steve no pudo más que acordarse de la
esposa y las duras palabras que le martillaban en la conciencia,
«El
cuentecito ese de que el día más claro llueve»
Meditó
por un rato y sentenció en tono irónico.
—Si. El
día más claro llueve, «esa yo también me la sé».
Se fijó
en don Emmanuel ya con una deprimente expresión de recogimiento, lo observó sin
embargo con pena, lo contempló endeble como era aquel viejito con el rostro
arrugado como una pasa y los ojos y la expresión triste del rostro y se sintió
más miserable al ver como semejante enclenque había logrado desarmarlo
haciéndolo conteste de su realidad mediante una conversación tan banal. Antes
de despedirse no obstante, tuvo curiosidad por saber qué había soñado el
anciano.
— ¿Te
interesa para abonarle tú también. ¿Verdad?
—Usted
sabe que no, es solo por curiosidad.
—Aha,
bueno, si es por eso.
—Sí, es
solo por eso. ¿Por qué otra cosa iba a ser?
—Ya veo,
ya veo. Bueno, veras…soñé que estabas muerto en una especie de enredadera
blanca o transparente, no me acuerdo completamente bien. Lo que si me acuerdo
es que el lugar debía ser el paraíso.
—Aha, ¿y
por qué lo cree?
—Muy
simple, no había ruido. Pero no me hagas caso, son novelarías mías. Vainas de
gente supersticiosa como tú siempre dices.
Steve lo
miró por el entrecejo tragando en seco y solo atinó a decir sin el menor atisbo
de convicción,
— ¡Claro
que sí, son solo pendejadas de gente supersticiosa!
Siguió entonces su camino después de
despedirse del anciano, pero ahora con el alma abandonada en un vértigo ininterrumpido,
pues se la había derrumbado por un abismo sin fondo ya que ahora él sabía que
la muerte se la notaban hasta los muertos. Siguió su caminata y allí estaban
como siempre las mismas tres casas que parecían una sola en donde vivían ocho familias
casi a merced de la caridad pública, a Ramón King el hermano de Anita King y a
ella junto a él; la ejemplar primita que era mejor conocida como la seriecita
del barrio, y al hermano, también primo suyo, pringado de grasa e inmerso en la
eterna reparación de su carro de labor; los mismo postes del alumbrado
eléctrico tapizados con tres centímetros de residuos de afiches de al menos 9
certámenes electorales, la misma calle sin salida que llevaba hasta su casa y
detrás de su casa la casa de Manolo, llamada en los círculos del bajo
mundo la encrucijada del diablo.
Cuando estuvo a corta distancia del rancho
logró divisar a Manolo en lontananza pero no advirtió nada extraño en el
ambiente, ni reparó en que este salía de su casa. Al entrar en la casa encontró
a Raquel un tanto desgarbada se supondría por el lavado que se veía atrasado e
interminable, —aunque en realidad no era por eso— mantenía la casa en desorden
y parte de la ropa tirada en un rincón de la sala coronada por un gato negro
haragán que se descuajaba plácidamente aunque sin terminar de lograrlo del todo,
parecían improvisar la cama de un indigente.
— ¿Cómo
es posible que uno llegue a su casa y encuentre semejante estado de anarquía? —
¡Raquel!—gritó, ¿cómo puede ser que
todavía a esta hora estés lavando ropa? ¡Carajo! Y este maldito gato encima de
la ropa. ¡Sabes muy bien que me irrita la asquerosidad de estos animales, ya vez
hay un olor raro aquí!
— ¿Así es
como me recibes? Acabas de llegar y ya me estas peleando.
—No te
estoy peleando, simplemente no me gusta ver la casa en desorden, eso ya lo
hemos hablado muchas veces.
La mujer pareció haberlo planificado todo
para hacer al marido salir de sus cabales, estaba al tanto de que él amaba el
orden; a lo que ella normalmente no le ponía demasiado esmero, aun así él
toleraba su dejadez con más paciencia que amor, pero lo que en realidad no podía
aguantar era tener gatos o perros dentro de la casa. La aversión por los
animalitos la heredó de la mamá quien sentía una repulsión paranoica por los gatos;
todo debido al recuerdo de su prima Escolástica que había sufrido muchos
vejámenes al ser marginada por su marido, producto de haber quedado estéril a
causa de la toxoplasmósis que le
atribuían a un gato negro con el que dormía muy acurrucadita, después que,
Berrenda, su gallinita mascota, murió plagada del mosquillo.
Steve malhumorado y triste se fue hasta el
dormitorio separado de la sala por una cortina hecha de 47 hileras de cuentas
de plástico reforzado, color azul y de forma triangular; al atravesar el
espacio entre el dormitorio y la sala el estropicio de las cuentas de plástico
ahuyentó el silencio en el que yacía la cauterizada memoria de la mujer. Llegó
por fin a la cama y allí se dejó caer de
bruces como un abandonado del destino. Raquel que ya estaba satisfecha, ni
siquiera le preguntó si tenía hambre. Siguió lavando la ropa hasta que terminó,
cuando ya languidecientes las luces del astro rey se apagaban.
Manolo estaba contento. Yacía arrellanado
sobre el sofá de su casa mientras disfrutaba un pitillo que fumaba dejándose
marear por el humo que despedía.
— ¡Coño,
por fin! —exclamó, mientras reía y pensaba en voz alta.
Soñolienta aún, Alicia, su fiel consuelo
en las horas de su insondable y lóbrega soledad, salió de la habitación, con
las sabanas marcadas en la piel blanca, se dejó tumbar sobre él, y luego de
unos segundos notó en la expresión de su rostro, una alegría que solo le
acostumbraba ver cuando ganaba en las apuestas de caballos, o cuando lograba
enviar el matute con éxito. Instintivamente le acarició el bello de alrededor
del pecho y le preguntó:
— ¿Qué
celebramos?
—Nada que
a ti te importe. —Le espetó él.
Alicia
hizo un silencio cadencioso, marcado por su respiración; no reparó en su
tosquedad, porque eso era parte del acuerdo tácito que sostenía aquella
relación semiformal.
— ¿A qué
le debemos tanta intriga? —Insistió ella
retomando el tema.
Él le
introdujo las manos por la bajimama y la apretó salvajemente hacia
así, ella alzó instintivamente la cabeza hacia el cielo pestañeó varias
veces seguidamente, hasta que sus ojos se cerraron por completo.
Él
entonces, intentó despistarla, pues sabía bien lo celosa que era.
—Lo del
viaje esta todo resuelto, —le susurró al oído.
— ¿Cuánto
nos vamos a ganar ahora?
—Es impropio
que digas "¡Vamos!" así suena a mucha gente.
Ella se
sintió un tanto ofendida pero no se lo manifestó, le metió la mano por la
cremallera, le hizo ¡tingola! y le reiteró la misma pregunta:
— ¡Como
cuarenta mil!—fueron los tres golpes de voz que satisficieron su insistencia,
luego de una pausa actuada prosiguió:
—Ten
cuidado, que estoy sensible por exceso de uso.
Ella no
se dio por enterada del meta-mensaje,
aún cuando desde hacía rato ya, sentía un tufo que le parecía conocido. Aunque Manolo
hubiera querido acabar ese tormentoso enredo sentimental ahí mismo, que era lo
que veladamente intentaba hacer, pero que no tenía la valentía suficiente para
decirle con toda claridad. Ella lo miró con una sonrisa en el rostro y se
sintió una verdadera heroína al lograr tener echado al piso a un hueso tan duro
de roer como lo era Manolo Brenes Readman.
Cuando Steve se incorporó de nuevo, la
casa ya había perdido el desconcertante
aspecto de culero de perros que tenía y estaba nuevamente en orden. A pesar de
la terrible noticia que había marcado el principio del fin de sus días, se
sintió alegre de ver la casa ordenada y eso mismo le permitió sentirse capaz de
comunicarse con su esposa aunque sin declararle nada por el momento, la asió de
espaldas mientras ella se peinaba frente
al espejo manchado por el oxido, ataviada con ropa exigua y ligera, la besó
apasionadamente pero ella pareció no inmutarse. Él se percató de su impasibilidad.
Miró su rostro reflejado en el espejo
hasta que ella se dignó a mirarle con un dejo de indiferencia sin dejar de
peinarse. Él, desprovisto de inspiración la soltó y le dijo en tono intrigante:
—Horita vi
a Amauris y me dijo que estuvo aquí.
Raquel
Pimentel se sintió estrecha ante la anchura de las posibilidades de esa
conversación y solo atinó a contestarle con una pregunta, pero sin mirarlo de
frente:
— ¿A qué
hora te dijo él?
Steve,
gesticuló intrigado:
—La hora
no cambia nada, ¿qué quita que fuera a las tres o a las seis?
— ¡Sí! es
probable —le respondió ella de manera ambigua.
— ¿Sí
qué? —Le requirió él.
—Que
estuvo por aquí, ¿no era eso lo que querías saber?
Steve
Readman, planificó un breve silenció, mientras sus ojos le desmoronaban los
nervios.
—Solamente
te digo que no voy a tolerar que estén diciendo más pendejadas. ¿Me oíste? ¡Carajo,
ya estoy dispuesto a todo!
—Yo soy
una mujer muy seria y tú lo sabes. —Se defendió ella.
— ¡Mija
yo últimamente no sé nada!
— ¿Qué
estás insinuando Steve? Que yo....
La cortó
de plano, porque ni siquiera él quería volver a escuchar siquiera la
posibilidad de que los días de los rumores amargos que se vertían teniéndola a
ella como protagonista y a él como el pendejo victima de su cruel y
desequilibrada esposa volvieran de nuevo.
—No estoy
insinuando nada, —la consoló él. —Solamente te estoy pidiendo una simple
información, yo no te he sindicado en ningún sitio o acción, pero tú forma de
responder llama a sospechas. Ella bajó la mirada con la cara entristecida, con
su característica ira reprimida, con su orgullo de mujer casi seria profundamente
herido y así se mantuvo hasta que le oyó pronunciar sin la debida fuerza y
convicción:
—Yo no sé
hasta cuando va a durar esta vaina, sí esto sigue así... pero ella subía que él no decía esas palabras
de corazón así que aprovechó el momento para ponerlo una vez más bajó sus pies.
—¡Que
pendejo estas tú Steve!, ya me tienes harta, vives cuestionándome y no sabes
que yo soy más seria que tú y tú puta madre juntos, pero ya esta bueno de
amenazas, me iré esta misma noche pero no será como la otra vez, puedes estar
seguro, que por esta casa no me volverás a ver más.
A él se le vino encima el cosmos, y de
pronto se figuró sin tenerla a ella como sostén y lo que vio fue tétrico, se
sintió de pronto anegado en un vértigo de orfandad total; así que con un disimulo
mal logrado inició su retractación:
— ¿Por qué
eres tan grosera? Nunca te vuelvas a dirigir a esa santa con semejantes
calificativos; yo nunca me dirijo a ti en esos términos. Además, yo no te amenacé,
lo que pasa es que estás a la ofensiva, tienes puesta la ropa de pelear. Mira
te propongo algo, imagínate que esta conversación no tuvo lugar, y sí te
ofendí, entonces perdóname.
Ella lo abrazó sin decir nada por un rato.
Pero por dentro reía y festejaba su victoria basada en su retórica manipuladora
sin fundamento moral. Sabía que una vez más lo tenía bajo su entero dominio.
Él, en tanto sintió la paz de sus brazos acogedores que de nuevo le cobijaban
la existencia; pero esta vez sin embargo, no se sentía tan sereno como cuando
en las ocasiones anteriores este tipo de episodios había tenido lugar, ahora
sentía que estaba abriendo una brecha cada vez más ancha, y que sí no lograba
cerrarla se ampliaría hasta ser inabarcable para él. Se escondió tras sus
cabellos, y tomó la decisión de no meditar lo sucedido para no terminar
llorando por flojo.
La noche
alcanzó su meta. Caminó hasta ganarle la pelea al día, y unas nubes
rojizas presagiaban vientos fuera de temporada.
—Virgilio,
me das un billete entero del 21.
— ¡Ah
caramba! parece que hay esperanza don Emmanuel.
—Tú sabes,
eso es lo último que se pierde.
—Claro,
sobre todo a los que están guisando con el gobierno.
—Tú
sabrás por quien lo dices, porque lo que soy yo, todo lo que tengo lo he
conseguido bastante sudado, sabes mejor que nadie que soy general retirado de
la aviación y que mi pensión me basta y me sobra.
—No me lo
jure. ¿Una tira entera me dijo?
—No, el
billete completo.
— ¡El
carajo! Entonces es verdad que hay fe.
—Para mi
es mera entretención, hasta que confirmen otra vez al Viejito.
— ¡Coño,
pero que crédulo es usted! De verdad piensa que vamos a permitir que sigan ahí,
no sueñe don Emmanuel, por mi madre que si los colorados se quedan ¡Me lo corto!
Olvídese don Emmanuel, que el Moreno se los lleva a todos porque los gringos
quieren salir del viejito.
—¿Desde
cuándo los gringos ponen o quitan gobiernos?
—Ahora se
va usted hacer el pendejo, cuando usted sabe que todo el que esta mandando esta
ahí porque a ellos les da la gana y al que ellos no quieren ahí le dan una
patada por el culo y lo sacan del poder y ponen a quien ellos quieren o dejan a
quien a ellos les cae bien. O usted cree que la Bestia mandó treinta años
porque era un dechado de virtudes.
—Pues te voy
prestando la tijera desde ahora porque nosotros siempre tenemos el triunfo en
un bolsillo o en dos si se hace necesario, no se te olvide. Así que prepárate
para que te digan el mocho. Por cierto, ¿Cuáles fueron los premios de ayer?
—El, 19,
25 y 40. Se sabe… No me lo tiene que jurar, por eso tenemos todos estos años
fuera del poder, a pesar de que medio país está con los blancos.
—No te
quejes Virgilio, los pueblos tienen los gobernantes que se merecen.
— O sea
que el Anciano gobierna por derecho divino, ¡ahora si nos llevó el diablo!
—Apúrate dame
el billete y no seas tan pijotero, lo que ocurre con ustedes los blancos es que
todos son cabezas de ratón, pero en el fondo todos quieren ser la cabeza del
león.
—Aquí
tiene— le dijo Virgilio extendiendo la mano para entregarle el billete y añadió
con desconcierto:
—Yo sé
don Emmanuel. No me lo jure.
—No te
burles, espérate al 16 de mayo y entonces verás si tengo o no la razón, ya
verás que volvemos a ganar.
— ¡Que
va! si no tengo que esperar, usted ya me acaba de revelar como es que se van a
alzar con el triunfo.
En la casa de Manolo se escuchó timbrar el
teléfono. Alicia, diligente, se acercó hasta la delicada mesita de tope de
cristal sostenida en la imitación de una planta trepadora de metal, con sus
botones de flor, margaritas primorosas y hojas bien representadas con cuatro
salientes verticales adornadas como columnas dóricas; tomó el teléfono de disco
de negro color y esperó hasta que alguien le habló. La voz que le habló a
Alicia era una voz quebradiza y débil; le informó que deseaba conversar con
Manolo. Manolo tomó el teléfono y respondió en primera persona del singular;
—Yo
hablo.
— ¡Hijo!—
Prosiguió la voz.
Manolo
reconoció quien le hablaba al tiro. Le extrañó su llamada, pero con deferencia
se tomó el tiempo necesario para escuchar.
—Tengo
dos asuntos de suma importancia que debemos conversar.
—Usted
dirá, respondió él.
—No hijo
mío, por teléfono no. Tiene que ser personal.
—Y,
¿Puede saberse... por lo menos de qué se trata?
—No mijo,
no por teléfono. Solo puedo asegurarte, que se trata de cosas en las que tú
tienes las manos metidas hasta donde «dice
Cirilo».
—Pero eso
no podrá ser esta noche, y dudo que mañana pueda ser porque ya tengo algunos
compromisos previos, pero pasado mañana puedo llegar a su casa.
—No, no
vengas a mi casa. Mejor llámame y yo voy
a tu casa. No quisiera problemas innecesarios, tú sabrás comprenderme.
—Solo le
advierto desde ya, que si el asunto gira alrededor de la vaina aquella, pierde
su tiempo. Yo a usted la respeto mucho, pero las deudas de honor se pagan.
—Ya
veremos mijo, ya veremos.
Steve salió de su casa después que estuvo
seguro de que su amor feudal había vuelto a la gracia de su señor. Salió de la
encrucijada y se dispuso a recorrer nuevamente las cinco cuadras, pasó por el
colmadón donde una nueva partida de vagos había sustituido a los anteriores, lo
que no había cambiado era el ruido, que permanecía igual de ensordecedor, observó
a la distancia el colmado suyo y miró con cierta frustración que la clientela
estaba bajando. Caminó hasta ver el patio de las gallinas completamente
desolado pues ya dormían, al otro lado de la calle en la propiedad baldía de
don Pepe, en la copa del almendro de más altura las cotorras tenían montado un
espectáculo digno de admirar, en una de las esquinas de la tercera calle se
encontró palmo a palmo con la silueta de Anita King que llegaba del liceo, casi
se besan si no hubiera sido por los buenos reflejos de Steve, la miró de
refilón sin si quiera reparar en su persona y cuando cayó en cuenta de que se
trataba de ella se sintió mal por no haberla saludado, creerá que estoy enojado
con ella o algo malo, pensó él; ¿Qué le
estará ocurriendo a Steve? Se preguntó ella mientras lo seguía con la mirada
como una huérfana hasta que lo vio perderse sin remedio una vez más de sus ojos
tristes.
Al entrar en la casa de su madre fue
inmediatamente abordado por ella con una preocupación febril e inusual.
—Dime
hijo mío; ¿Cómo está todo en tú casa?
Él le
respondió con un dejo de vaguedad.
—Ahí, tú
sabes. Ni fu ni fa.
—Y Raquel,
—Prosiguió ella— ¿Está bien?
Él, En
busca de terminar el intrigante interrogatorio le dijo:
— ¿Mamá,
ocurre algo? ¿acaso esta pasando algo que yo ignoro?
Ella le
respondió pasándole a él la responsabilidad del asunto en cuestión.
—Hijo, yo
se bien que eres un hombre inteligente y buen esposo, y que en tú vida solo
pasará lo que tú mismo permitas que acontezca. Sin embargo yo sé también, que a
veces oímos el río correr con ímpetu, y nos quedamos a esperar a ver qué va a
pasar, hasta que este arremete contra nosotros causando estragos irremediables.
El intentó persuadir a la madre con un silencio premeditado. Pero
ella estaba decidida a hacerse entender de una vez y por todas.
—Mijo,
mírame a los ojos.
El le
clavó la mirada como queriendo demostrarle que no temía a sus palabras, pero la
mirada ardorosa de ella le hizo declinar la vista.
—Steve,
sé bien que lo que te voy a decir no te ha de gustar, pero es la verdad y tengo
el deber moral de ponerte al tanto de ella: Raquel Pimentel no te quiere bien.
—Mire mamá, no crea usted que yo no estoy
entendiendo por donde va la cosa.
—No, ya
lo creo que no, lo que te estoy queriendo decir, es que en todo el barrio a tú
mujer la tienen como una puta sin paga.
— ¡Mamá,
más respeto! Yo la considero mucho a usted, pero es bueno también que usted
recuerde que yo no tengo la culpa de que ella me haya preferido a mí y no a él,
ni tampoco soy culpable de la envidia de estos desarrapados ignorantes que
tienen al chisme como su más alta virtud. Hay gente loca en esta vida. Habiendo
tantas mujeres tiene él que emperrarse por la mía, ¡mire mamá cada cual que
cargue con su propia cruz!
—Sé que
lo que dices es la verdad, pero no te olvides de lo de la última vez.
—Sí, Y
usted no se empecine en recordármelo ¡Por la misericordia de Dios! Ella ya se
reformó.
—¡Aha!
¿Quién lo sabe?
––Quizá
usted…
—¿Cómo
así? ¿Qué insinúas?
—Bueno,
de usted también se han dicho sus cosas…
––Habla
claro porque no tengo ni idea de lo que estás diciendo.
––Mejor
lo dejamos así mamá, conviene mejor dejarlo hasta ahí.
—No, ya
empezaste a hablar y por lo que veo estás cuestionando mi honor, así que te
exijo una explicación.
—¿Quién
es mi papá?—le indagó con resolución.
—¡Ha ya
veo!… Crees que no estaba preparada para este momento; pues no, también para
este día me he estado preparando. O acaso piensas que no sé todo el veneno que
te han metido en la cabeza.
—¿Y sí
sabía porque razón no me llamó y me aclaró las cosas?
—¿Y tú,
si desconfiabas, porqué no te me acercaste y pediste una explicación?
—¿Porqué?
Porque yo siempre he confiado en usted, porque usted es mi madre es la única
madre que yo tengo. Pensé que si las cosas eran diferentes y usted no me
comentaba nada, usted, sus razones tendría.
—Bien
hiciste…hijo, bien hiciste…
Vertilia
respiró hondo, por un instante pareció que se le descalabraba la compostura,
pero se irguió de nuevo y mirándolo fijamente le dijo, Mira Steve, tú padre
verdadero que es "el falso" es el único que conociste. Es el que te
dio su apellido, el que te dio su honor y el que se dio por ti y por mí.
Pacificador y no otro, es sin lugar a dudas tu verdadero padre. Ahora bien, tu
otro padre verdadero, que en realidad es el falso fue un señor que no supo
hacer honor a sus promesas un, verdadero bastardo al que no he visto en más de
treinta años, punto…
—¿Cómo
punto? Eso no me dice nada.
—¿Hijo, qué
más quieres que te diga, ya te he dicho que no lo veo desde hacen treinta años?
—¿Es
cierto que era italiano?
—Sí. Es
cierto.
—Entonces
soy hijo de un italiano…
—Sí, pero
eso no es ningún delito. De todos modos tendrías sangre europea si hubieras
sido hijo de Pacificador, porque tú abuelo era inglés.
––«¡Gran cosa mamá! ¡Usted salta con cada
cosa! como si estuviera descubriendo la fórmula del agua tibia» No, ese no es el punto.
—Entonces,
¿Cuál es el punto según tú?
—Lo conocí
hoy…
Vertilia tragó un gran viaje de saliva, se
sintió anegada porque realmente no estaba preparada para encarar los
cuestionamientos del hijo y menos para recibir semejante noticia, fue como si
se le hubieran caído todos los huevos de la canasta; le dio la espalda al hijo
y le preguntó:
—¿Dónde
lo conociste?
—No tiene
importancia, de hecho, no estoy completamente seguro que él me haya reconocido,
pero yo sí estoy seguro de que se trata de él, lo que me extraña es que esté
viviendo en el país.
––Pero,
¿Dónde lo conociste, es decir cómo?
—¿Qué?,
¿Le gustaría verlo?
Vertilia
se mostró algo dubitativa.
—¿A mí?,
¡No relajes!, o… ¿Quién sabe? Talvez le haría algunas pocas preguntas que
siempre desee hacerle, y no vivir haciéndomelas a mi misma.
—Si usted
quiere yo le arreglo un encuentro.
Vertilia
aprovechó el desencanto del hijo para desentenderse de la conversación.
—Mira,
ese tema mejor lo trataremos otro día. Así que, volviendo a lo de tú mujer… Sabes
bien que mi propósito no ha sido zaherirte, lo que ocurre es que a veces actúas como si fueras de palo. Además Manolo
es rencoroso y sigue pensando que la unión de ustedes fue adrede de la parte
tuya. Tiene enquistada la idea de que le arrebataste la mujer de sus sueños. He
tratado de convencerlo de lo contrario pero, aunque me manifiesta respeto
debido a nuestro parentesco, no por ello cede. Sino que continúa obstinadamente
en su idea de venganza, así que tienes que cuidarte.
—¿Cuidarme
de qué?
—Todavía
lo preguntas.
—Quizá te
puedes ir un tiempo a casa de mis hermanos allá en Samaná.
—No voy a
salir huyendo, no señor, yo soy un hombre igual que él.
—Sí, pero
el no tiene escrúpulos.
—Hazme
caso, vete un tiempo al campo hasta que esto se disipe un poco.
––No creo
mamá, no creo, además ¿Qué pasaría con Raquel?
—Simple,
la dejas aquí sola y así te terminas de dar cuenta de si se va a perder
definitivamente o no.
—A mí eso
no me suena muy cristiano.
––Casarse
en contra del deseo de los padres no es nada cristiano.
—Usted es
la evangélica no yo.
—Sí, es
cierto, lo fuiste hasta que la conociste a ella.
Después de comprobar que sus palabras eran
en vano con un suspiro de pesadumbre le reveló sin ambigüedades lo que nunca le
había dicho.
— ¡La
verdad es que no sé que fue lo que
ustedes le vieron a la negra esa! ¿No sé por qué no te casaste con Anita la de
doña Tina, ¡porque esa sí que es una muchacha de buen temple! Y una cristiana
ejemplar.
Steve la miró asombrado y seguro como
estaba de poseer la mulata más hermosa y ajustada de la república dijo a su madre.
—Primeramente
no es tan negra, que quede claro, y segundo
me parece que lo que salta a la vista no necesita espejuelos. La razón
por la que no escogí a Anita es porque no me enamoré de ella; deje ya de
odiarme por no haberla complacido.
—No hijo,
no pienses así, yo soy una buena cristiana: si no le guardo rencor al gobierno
que me mató mi marido, ni a don Emmanuel que se quedó como con siete sueldos
míos; ¿entonces cómo te iba a guardar rencor a ti por la simple razón de que
decidiste joderte casándote con la mujer que tienes? Para que veas, no le
guardo zurrapa a nadie. Lo que ocurre es
que piensas que me estoy refiriendo a su físico lo cual no se discute. Pero no
se trata de eso. Hablo más bien de su educación de la cual ha estado siempre
carente: de cultura, de familia y de sabe Dios cuántas cosas más.
Steve advirtió que esas cuántas cosas más
eran una clara insinuación de la
moralidad dudosa atribuida a su esposa. Vio sin mirar, la hora, en el reloj
plástico de negro color, que llevaba en la pulsera. Era un reloj barato qué
según él, hacía lo que los relojes están llamados a hacer. Para disipar y
distraer su irritación y el curso de la
conversación preguntó nuevamente por la salud del sobrino enfermo. Vertilia le
respondió que la Morena y el Ingeniero, el hijo de don Emmanuel, habían llegado
del trabajo y se habían llevado a
Esmelin a su casa, le dijo que lo dejó en muy buen estado de salud, estaba
segura que gracias al baño de orines que le había dado, que según la tradición
era lo mejor para tratar la viruela, aunque no le había referido nada a la hija
sobre el baño de orines, porque sabía que la hubiera acusado de supersticiosa,
una acusación sin duda abominable para ella.
Lo enteró así mismo del próximo arribo al
país de Tito, su primo lejano, quien después de la muerte de la esposa y su
criatura en un parto que según él se había complicado, hubo de tomar la decisión
de retornar a su anhelado país.
Sentado en la rechinante mecedora de cedro
tejida con guano color paja, Steve se mecía taciturno mirando a lo lejos con
dificultad a través de la puerta de pino abierta de par en par lo poco que
quedaba de la luna que se iba volviendo
un minúsculo halo de luz de santidad, angustiante, apocalíptica, irreversible e
inaccesible en medio de la inmensidad sideral. De pronto un apagón eléctrico le
eclipsó la vida al barrio. Lloviznaba entonces; la llovizna le trajo a menoría
a doña Vertilia el estado del rancho de Steve.
—Hijo, tienes
que hacer algo por tú bohío, ya vienen por ahí los meses de lluvia. Dicen que esta
temporada ciclónica será peor que la del año pasado y no creo que tú casa
resista mucho viento.
Ignoró conscientemente la exhortación y se quedó en
silencio. Pero a su vez experimentó una agobiante sensación de pequeñez ante su
empobrecida realidad, sabía de sobra que debía resolver lo antes posible el
problema de las maderas podridas, pero
se había convencido de que su principal cáncer no era en el estómago, sino el
bolsillo.
—Y
bien Steve. ¿Tengo la impresión de que
quieres decirme o preguntarme algo más, este es el momento? —Lo interpeló la
madre.
Steve titubeó
un poco sin dejar de mirar al horizonte. Vertilia esperó paciente mientras
buscaba la lámpara para reponerse del apagón. Cuando regresó de la cocina le
llegó a la mente lo de la prueba hidrostática. Colocó la lámpara humeadora en
el lugar reservado para ella cada noche y le dijo:
—Hijo,
necesito que mañana saques un tiempesito para mí.
— ¿En qué
le puedo ayudar?
Le
respondió Steve mirando a su madre solo a intervalos en que intercambiaba el
foco de sus ojos con la luna, la lluvia
y el problema que lo carcomía.
—Necesito
que me llenes el tanque de gas, porque sé que ya se está acabando. Lo sé porque
ya huele raro. Pero antes de llenarlo les pides
que le hagan la prueba hidrostática porque veo que este tanque esta algo
descuidado y el gobierno esta insistiendo mucho en que se hagan estas pruebas.
Steve asintió, pero sin pronunciar
palabra. Vertilia le requirió entonces que le contara con premura lo que le
estaba aconteciendo porque ya casi era hora de ir al culto de la iglesia.
— ¿Por
qué tanto apuro mamá, sí está lloviendo y la vida del hombre es además como la
neblina de la mañana, pasajera, transitoria, sumamente breve?
Vertilia se percató de la melcocha poética
que se había apoderado del hijo; no era la primera vez que lo escuchaba en una
larga disquisición retórica sirviéndose a manos sueltas de los versos de
Neruda, o Rubén Darío hasta perder la noción del tiempo y el espacio, sin
embargo esa noche, doña Vertilia, quien a parte de Anita King era la única que
no solo lo soportaba, sino que además disfrutaba su gracia poética, no estaba
de humor para recitales.
— ¿Hijo?
—Le indagó sin que aparentemente lo que le decía viniera a cuenta — ¿Todavía
mantienes tu fe Dios verdad?
El hijo
la miró con rostro de pena, un tanto aturdido por los súbitos extravíos en los
que a la madre le encantaba meterlo; pero no le respondió y soslayando el
cuestionamiento le dijo:
—Mamá,
sinceramente no sé por donde empezar.
Ella lo
miró sin advertir aún su profundo desencanto y en forma jocosa lo animó:
—Empieza
por el principio, creo que sería la mejor manera.
Él le
dispensó una sonrisa falsa y le declaró enfáticamente una palabra tras otra sin
hacer pausa: —Tengo un cáncer terminal me quedan a lo sumo seis meses de vida.
En ese
preciso instante el fluido eléctrico retornó, Vertilia miró y vio a su amado
hijo, y solo entonces notó que aparentaba diez años más viejo que de costumbre.
Cuando Steve salió de casa de su mamá, la
calle sin asfaltar estaba hecha un deprimente lodazal. La noticia dejó hundida
a su madre en un abismo de tristeza, pensando como sería posible que ella viera
morir a su hijo. Sin embargo, lo dejó marchar bajo la promesa de que haría
constante ruego por él, pues ella tenía fe en que Dios podría librarle de su
trágica enfermedad. Optó además, por diferir la entrevista que tenía pautada
con Manolo. Lo hizo tantas veces como fue necesario hasta que pensó que sus intenciones
eran evidentes. La vida continuó para ella
entre una mezcla insufrible de sentimientos. Por un lado temía que un
día Steve hallara in fraganti a la esposa y sucediera una desgracia. Por el
otro sentía pavor de solo pensar en la
también desgracia de ver a su hijo
querido postrado en una cama de hospital público al lado de enfermos de SIDA,
tuberculosos y demás desheredados de la fortuna, por lo cual también reflexionaba
si la primera desgracia no sería menos dolorosa y rauda que la segunda. Pero
oró con insistencia con la idea de que a Raquel Pimentel se le aquietara el
fogaraté.
Como indefectiblemente los días de los
pobres transcurren por lo general sin ninguna otra novedad que una que otra
tribulación que se presenta de forma periódica, como para que ellos no pierdan
la costumbre; las relaciones entre Steve Readman y su esposa eran cada vez más
tirantes; era obvio que aún cuando él ya había demostrado cierta frugalidad en
los asuntos sexuales, no por ello se
diría que él fuera o tuviera planes de ser célibe o anacoreta.
El mal humor de la mujer se hizo notar de inmediato pues ahora se
hallaba presa en su propia casa, y no podía resolver sus fantasías quiméricas
ya que Steve se le aparecía a cualquier hora con pretextos triviales todo por
impedir que alguna mala persona le fuera a corromper la moral a su buena y
santa mujer. Sin darse cuenta, él buscaba la oportunidad para enfrentarla; por
lo menos ese era el dictado de su conciencia, más su corazón lo traicionaba
cada vez que pensaba en la llegada de la noche, viéndose sin ella, su único
trofeo de juventud, y en la misma visión; Él, enredado en ella en espiral como
una guirnalda que no era parte del trofeo, pero que estaba con el trofeo. Steve
no pudo sondearla, no porque no
quisiera, sino porque tenía un miedo pavoroso, no a descubrir la verdad. Él la
conocía bien, sino porque no deseaba enfrentarla.
Aquel martes llegó sin que lo llamaran,
era una mañana más fresca y benigna que
las anteriores, y en el techo de zinc se escuchaban los insistentes graznidos
de las palomas que volaban del patio de Manolo a las casas contiguas. El sol se
escondía aún detrás de la nada, pero su blanca luz ya despojaba a la negra
noche. Caía un sirimiri lento y universal.
A pesar de que hacía ya un mes que estaba
inactivo pues no asistía al colmado dejando peligrosamente en mano de Damián
todas las tareas administrativas; continuaba levantándose a sus horas de
costumbre a atiborrarse de café. Aquella mañana sin embargo no lo hizo; y ella
lo notó. Él, tendido en la cama sintió el ambiente y la esencia del amanecer,
la débil luz se filtraba por las rendijas de las envejecidas y negras maderas
del rancho, así como por los orificios del techo. Era temprano todavía, así que
lo que no se había podido la noche anterior, ni la tras anterior, ni la semana
pasada, ni la antepasada, ni la tras antepasada; «tal vez, por la gracia
infinita del ser supremo»; la mujer volviera a recordar los días cuando ella lo
buscaba pero era él quien no se hallaba.
Inició su acometida acariciándola con
esmero, pero ella permaneció impávida, hubiera querido empujarlo pues ya era
completamente indiferente a sus amores.
Cuando vio que permanecía tiesa ante sus caricias, empezó a sobarla; pero ella
no lo pudo soportar más y se sacó del mosquitero en dirección al baño. Él no
dijo palabra. Se echó la culpa a sí mismo por el rechazo de ella.
Cuando las aguas hubieron vuelto a su
nivel, se levantó de la cama con un único pensamiento: el de ir al aeropuerto a
recibir a su primo Tito. Era el amigo que llegaba ese día de los Estados Unidos.
Se cambió rápidamente sin haberse bañado
antes. Ella le ofreció una taza de café no sin cierto desdén y él la tomó con
una fe del color del estaño, pero no estaba resignado, solo un tanto
desconcertado y desorientado sobre el rumbo que estaría tomando su vida y la extraña
actitud de Raquel, solo comparable a los días del gran escándalo. Desde que le
comunicó la mala noticia todo acto realizado entre ellos era llevado acabo
usando solo las palabras imprescindibles, esa mañana en particular no se habían
hablado, él supuso que sería porque había insistido demasiado en cuanto a la
parte sexual, no obstante aquel silencio le estaba malogrando la existencia y a
veces aun en contra de su voluntad se figuraba abofeteándola y haciéndola
volver en sí.
Antes
de partir intentó despedirse con un beso, pensando que el café significaba una
muestra de acercamiento, tal vez una merecida tregua en medio de las
hostilidades pero no fue así, ella lo
rechazó una vez más. Steve en tanto continuó su ruta con parsimonia, pero aún
no estaba resignado. Al llegar al umbral de la puerta la miró con una mirada
desesperada, sin pronunciar palabras, sus ojos vibraban, en sus pupilas se
reflejaban las curvas exuberantes de la mujer que él amaba, su pelo de bronce,
sus ojos brujos, pero ella le dio la espalda, y entonces fue claro para él que
algo malo estaría pasando, se fue directo al aeropuerto a recibir a quien en los días de su trance
más agudo pensaría que podría ser su mejor y mayor aliento, salió encogido en
medio de una melancólica e incesante lluvia de gracia.
Doña Vertilia salió temprano de su letargo,
se sentía alegre porque aparentemente
los baños amoniacales surtieron un buen efecto en el nieto. Ese día sería importante
para ella y los demás padres pues ese
día discutirían como conjurar el problema
de los hijos que querían hacerse a la mar en busca de la realización de
sus quiméricos sueños, además era el día en que llegaba al país Tito su sobrino
querido que le había traído una televisión en colores desde los Estados Unidos
en su primer viaje, y luego le envió dinero para completar lo que se necesitaba
para comprar la nevera y siempre se acordaba de ella, pues nunca dejaba de
mandarle sus pesos.
La reunión se había pautado para las seis
de la tarde. Pero no se realizaría.
Ciertamente al menos para doña Vertilia, dicha reunión sería solo para
expresar lo que ella ya había resuelto: no hacer nada. Sin embargo más profundo aún que el problema
de los jóvenes que se querían ir en yola, la agobiaban profundamente dos cosas:
una que no podía recordar, y otra que no podía olvidar. Le perturbaba y
perseguía en su conciencia la imagen fantasmal del vástago a quien ella no se
resignaba a pensar que vería morir, le dolía en lo más profundo de su alma el
ver que Steve fuese un hombre tan noble, y le hubiera tocado por mujer una
mujer tan vil. Y que ahora para terminar de despejar todas las esperanzas que
ella había cifrado en él, le diagnosticaran un cáncer fulminante. Sin embargo
Vertilia era también una mujer de voluntad firme e inquebrantable y confiaba en
que en el caso de su hijo tal vez podría, quién sabe, podría ser que
interviniera un milagro. No obstante a
su vez, se devanaba los sesos tratando de hurgar en la insondable cosmovisión de Dios, por ver si podía en su
mente clarificar sus multicolores nebulosas teológicas.
Por un lado reconocía que Dios era bueno.
Al mismo tiempo, proclamaba la
virtuosidad y don de gente de su buen Steve. Por otro lado reconocía la soberanía de Dios, y a la misma vez
recelaba de sus designios en la atribulada vida de su hijo. Pero lo que sí era claro, y absoluto en
su vida, eran los cultos de las siete, su asiduidad a ellos, su asistencia
irrestricta a las vigilias de los viernes y sus visitas dominicales a los
hospitales. Vertilia seguiría orando, oraría hasta el final, aunque en lo más
profundo de su ser ya había llegado a la conclusión resignada, aunque no
revelada, de que por más que ella orara, Steve al paso que iba de todos modos terminaría
muriéndose, pero ella tenía fe. Aunque últimamente se le habían estado zafando
algunas frases con las que luchaba por apartar de su santificado léxico «¡Ay ombe, que el diablo se lleve al demonio!»
Después de hacer sus devociones encomendando
su día a la gracia sucinta del Espíritu Santo, se apoderó de sus labios
inmaculados el estribillo de un himno antiguo de Juan Bunyan:
«Cualquiera que sea
Mi suerte diré
Estoy bien
Tengo paz
¡Gloria a Dios!»
Vertilia se dispuso a preparar su habitual
café matutino, se acercó a la vieja cocina tapizada con las huellas del marido
muerto esparcidas por doquier, sintiendo aún su olor, y suspirando irresignada.
— ¡Ay
Pacificador te me fuiste a destiempo!, estas chancletas jamás han sido calzadas
por otro caminante, excepto por el italiano hijo de la gran puta, que de todos
modos fue antes de ti, aunque tú nunca lo supiste. Desde el momento que tú
partiste, y no porque no hubiera hambre yo me he guardado casta.
Después de su desahogo ritual y de abrir
el cilindro del gas propano, caminó por el piso de argamasa pulida color gris hasta
la nevera para reunir las sobras de los
cafés de la semana, por ver si alcanzaban para hacer un café decente con el
cual empezar el día, como cada día. Mientras caminaba advirtió, sin darle
demasiada importancia, un llamativo efluvio de gas propano. No reparó en ello,
pues ya hacían meses que venía sintiendo el tufo y había
estado postergando la prueba hidrostática, habiendo descartado, escapes en la
manguera y en las hornillas de la estufa.
Manolo pensaba que por primera vez la vida
le sonreía, estaba contento con casi todo el mundo y hasta de vez en cuando
había pronunciado palabras de alabanza a Dios de quien en más de una ocasión
había manifestado desconfianza llegando hasta a cagarse en improperios sobre la
persona del ser supremo, pero ahora mostraba una ansiedad febril pues había
hecho los arreglos para tirarse nuevamente ese día a la pollita del primo sin
que este se diera cuenta y agradecía a Dios la oportunidad que le daba de tener
por fin en sus brazos a la mujer de sus sueños. Además al día siguiente se
completarían los aprestos para el viaje a la
isla del encanto, lo cual representaría otro
motivo de regocijo pues de allí obtendría los recursos que estaba
esperando para mudarse del barrio, con la pollita del primo, todo estaba arreglado
para dentro de un mes, si las cosas no cambiaban.
Se levantó de la cama con sigilo,
procurando no despertar a Alicia, quien ya venía sospechando que él andaría en
otro enredo sexual, que esta vez,
ella no estaría dispuesta a tolerar. Manolo Abrió lentamente la puerta del balcón
de su habitación que daba al patio del primo,
tratando por todos los medios de que ésta no rechinara, debido a la
aguda oxidación de los goznes, y lo logró. Juntó la puerta tras de sí mientras
su vista penetraba la espesura del exuberante follaje de la selva que era el
patio del primo, después de breves instantes alcanzó a distinguirla tumbada en
el marco de la puerta trasera de la casa, en su bata transparente, sin otra
cobertura para su ánima impenitente que los lindos cueros con que Dios la trajo
al mundo; con una taza cuyo contenido él ignoraba y que ella bebía a sorbos
pausados y despreocupadamente le hizo algunas señas sin pronunciar palabra, ella
pudo descodificar todas sus señales de humo, a tal punto que alcanzó inclusive
medir la temperatura ambiental y descubrió que pronto habría un gran incendio
forestal que arrasaría inclusive con el bosque virgen que el esposo había
plantado y regado con aquella incomprendida consagración monacal, porque acordaron
que él bajaría en breves minutos a hacerle compañía, ya que el esposo se
encontraba ausente.
Manolo se internó nuevamente en la
habitación para terminar de cambiarse y atracar en el bohío del primo ausente.
Pero Alicia ya no dormía como él pensaba. Hacían varias semanas que se había
percatado de la situación e inclusive contaba con información de primera mano
de los más recientes actos de infidelidad de Manolo. Para hacerse con la información
apenas tuvo que valerse de unos pocos pesos que le tuvo que dar al sobrino.
— ¿A
que no sabes tía Alicia?…
—A ver, dime, ¿qué ocultas?
—Te digo
si me das diez pesos.
—Mira
muchachito, no juegues conmigo, seguro no tienes nada que decirme.
Amauricito
con voz melosa y en tono patético añadió. Es de Manolo.
Alicia ya
un tanto exasperada por la intriga le exigió:
— ¡Mira
muchacho del coño, dime que esta pasando!
Pero el
muchacho aunque se impresionó un poco con el tono de voz de la tía y con su
frenética mirada, exhibió, no obstante una actitud de total serenidad.
—Así no
vamos a avanzar. Son solo diez pesitos.
Alicia
viendo que obviamente no lograría nada por la vía de la violencia y no
queriendo involucrar a su hermana en el asunto optó por ceder al trueque que le propuso el sobrino.
—Es más ¿Qué
es lo que quieres?
—Dame diez
pesos y te voy a contar algo que te hará caerte para atrás, —le respondió él
sin mediación de más palabras.
—Mira,
pequeño demonio, ––le dijo mostrándole el dinero pero sin entregárselo, mantuvo
el billete en su mano derecha un breve instante pero cuando el muchacho intentó
cogerlo ella se rehusó a dárselo.
––¿Qué
ocurre? ¿Me quieres engañar?
—Primero
me dices de qué se trata y luego te entrego los diez pesos, no soy pendeja,
estamos. Ahora ven, y dime qué sabes.
Amauricito
se le acercó al oído y le contó todo lo que sabía. Le explicó que la razón que
lo motivó a mirar por la ventana que estaba entre abierta, era que los gemidos que escuchó parecían de alguien
que tuviera un gran dolor y él se asomó por ver en que podía a ayudar…
—«y
entonces tía, me encontré con aquellos dos ¡signando!»….
Alicia lo
paró en seco y le soltó una bofetada al muchacho.
—Esas
palabras no se dicen ¿Oíste?
El
muchacho la miró airado y protestándole le exigió que le diera el dinero pero
ella le respondió, —Te lo doy «¡Cuando
la burra emplume!»
Y ahora te vas y cuidado a quien le dices lo que me has contado.
El color del rostro de Alicia había
cambiado, masculló una fuerte imprecación sobre la mujer que se estaba
convirtiendo en tea de discordia entre ella y su amante y sentenció en ánimo
resuelto:
—Sí no se
muere, esa maldita perra, yo misma la mato.
—¿Dónde
vas tan temprano Manolo? —Le indagó Alicia en tono suspicaz, sentada en el
remolino de sabanas de aquella habitación de falsos sueños y promesas fingidas
de amor casi comprometido, yacía repantigada al espaldar de la cama, algo cegata
por las abundantes legañas que le impedían abrir los ojos a plenitud. Manolo no
pudo ocultar su asombro, no esperaba encontrarla despierta y menos indagándole
nada; por su parte Alicia sabía que le era privativo cuestionarlo, pero dadas
las circunstancias, y las fieras
actitudes tomadas por ella en las últimas semanas, Manolo prefirió no irse por
la amenaza, pues no quería que se le dañara el moro.
—Tengo
que hacer una diligencia importante —le dijo con voz de no más preguntas. Pero
el conflicto sucedería de cualquier
forma, ella advirtió que el asunto era cierto, pues de otro modo él le hubiera
contestado con una grosería, pero como quería evitar el encuentro de ellos prosiguió
indagándole haciendo una pregunta tras otra sin pasusas.
— ¿Tan
temprano?
— ¿Qué
tiene? ¿Acaso sería la primera vez que salga temprano? —le dijo sin dejarse de
poner la ropa.
—No es
cierto, —lo retó ella.
––No te
parece que es demasiado temprano para ir a comer gallina en gallinero ajeno.
Manolo se
sintió evidenciado, pero intentó continuar para saber qué tan claro era para
ella el asunto.
— ¿De qué
me estas hablando mujer?
—Manolo,
no te hagas el pendejo, que ya por el barrio todo el mundo sabe que te estas
tirando a la perra de Steve.
Manolo no pudo contenerse más, la ira se
veía en su semblante, su frente expedía un sudor espeso que era el producto del
incontrolable enojo y del abundante gel de cabello que tenía untado en la
cabeza; su mirada era una mirada
penetrante embriagada por el desprecio que sentía por la muchacha. Se acercó
hasta ella recitándole palabras obscenas a diestra y siniestra, pero en una
frecuencia de onda casi ininteligible, su mandíbula se contorsionaba de tal
forma que bien podría pensarse que se le desencajaría, porque aparentaba que
procuraba saborear cada grosería que le espetaba, sus manos apretaban y
soltaban con furia y sus dedos figuraban garfios que le clavaría hasta hacerla
pedir clemencia, con el rostro completamente demudado y sus manos listas para
hacerle dolorosos caricias empezó a avanzar hacia ella desde un extremo al otro
de la cama con pasos decididos, y fue precisamente en ese instante cuando ella
supo que era tiempo o de gritar o de
correr, aunque su reacción fue tardía porque él la atrapó por un extremo de la
bata de dormir, la cual se rasgó desde la costura de la cintura para abajo; ella,
intentando escapársele saltó súbitamente de la cama con dirección a la puerta
del pasillo que daba con las habitaciones contiguas y el baño; pero no fue lo
suficientemente rápida porque él veloz era una liebre así que tomándola por el
pelo la subió de un tirón hasta la cama y le dio la primera bofetada ¡Hija de
tu maldita madre!—la maldijo, —¡Déjame en paz! No busques que me desgracie la
vida contigo.
En aquel momento de llanto y confusión
Alicia volvió a descubrir que aquel hombre nunca había sido de ella, que ella
no era más que una refugiada en su casa y que debía agradecerle a él que no la
había dejado morirse de hambre o convertirse en golfa, porque él se esmeró en
recordarle con lujo de detalles en las condiciones en que la había hallado y
todo lo que había hecho por ella. Desolada y abatida por la violenta tunda que
su macho le había propinado Alicia yacía en su charco de lágrimas y de disputados
sueños y Raquel Pimentel algún día, más temprano que tarde, tendría que
restaurar su mancillada dignidad porque desde ese día en lo adelante el deseo
de vengarse brotó desde su interior como el magma salpica, enciende y destruye
las laderas de las montañas; aquel lastimero bochinche matizado por los despavoridos
gritos de Alicia convencieron a los diversos vagos del barrio de que ya era
hora de levantarse, pues había un buen chisme que averiguar.
Vertilia logró reunir el café
suficiente para cumplir con uno de los
ritos diarios que eran puntuales en su vida rutinaria. Después de poner la
greca a calentar a fuego lento, miró el reloj de cucú. Eran las siete treinta
de la mañana, escuchó los gallos cantar con un canto asimétrico y destemplado. Mirando
hacia la calle por la ventana entreabierta observó que el colmado del hijo ya
estaba abierto, pues Damián su socio, ya lo había abierto. Al ver el colmado
abierto recordó que al haber revisado la alacena la noche anterior había hallado
vacío el recipiente del azúcar, cuando se disponía a salir para comprarla,
sintió nuevamente un inusual olor a gas propano, pero no recordó la prueba
hidrostática, siguió su camino hasta llegar a la pulpería. Saludó con su voz
temblorosa a Damián con sus habituales buenos días y su exhortación al
arrepentimiento para perdón de pecados, éste le respondió que de lo único que
se arrepentía era de no haberse tirado a su novia Consuelito que se le había
ofrecido hacían unas noches, y que después deseó, pero cuando los ánimos de
ella habían cambiado. Le indagó además en una clara velada intención que si
ella no se había enterado de la última.
—No mijo,
que voy yo a saber; yo estoy muy en las cosas de Dios para andar enterándome de
chismecitos de barrio.
Damián
hizo entonces una pausa calculada para darle tiempo a la anciana a que la
comezón por el chisme hiciera su infalible efecto. Después de un rato que a
ella le pareció una eternidad, la anciana lo miró de refilón con toda firmeza y
a seguidas hizo ademán de que se marchaba, Damián aprovechó y le declaró:
—Doña, a
mi no me lo crea, pero dicen las malas lenguas que aquí en el barrio alguien
que usted y yo conocemos, se está tirando la pollita de otro alguien a quien
también usted seguimos conociendo.
Vertilia no pudo pensar en otra que no fuera
la esposa de su hijo, y suspirando se le quebrantó el corazón pensando hasta donde
había llegado aquella mujer. Miró a Damián con una mirada recelosa y le dijo en
tono de atención:
—Me
apuntas las dos libras de azúcar, y si vienen por acá los vecinos.... les dices
que yo les dejé dicho que recuerden nuestro compromiso de las seis.
Vertilia se alejó del colmado cruzó la calle
casi desértica de almas, llena de piedrecillas que le atravesaban las suelas de
sus viejos calizos de plástico, obviamente había logrado ganarle la batalla a
las pasiones bajas a las que si hubiera dado rienda suelta habrían provocado
serios estragos verbales. Cuando estuvo a cierta distancia, sin embargo, se
sintió traicionada por Amauris, quien aparentemente no había guardado el secreto,
airada con la vida dijo palabras en su interior de las que más tarde terminaría
arrepintiéndose:
—«Seguro
que el mariconcito ese le vino con el
chisme al rastrero éste, a estas alturas medio barrio debe saber que la puta de
la mujer de mi hijo, se la está tirando el lobo de Manolo».
Damián la vio alejarse lentamente hasta
acercarse a la casa. A lo lejos miró también una humareda extraña que subía del
techo de la casa de la anciana. Pero no sospechó nada porque ella acostumbraba
a quemar la hojarasca en el patio trasero. Cuando Vertilia entró por fin a la
vieja casa ésta estaba llena de humo y el tanque de gas brillaba al rojo vivo
así que corrió apresuradamente para tratar de
cerrar el tanque de gas y no pensó en llamar inmediatamente a nadie para
que la auxiliaran porque después de la muerte del marido había aprendido a
granjeárselas por sí misma ante cualquier circunstancia.
Raquel Pimentel al escuchar los gritos provenientes de la casa de Manolo,
entendió que la cosa ya no iba. Se preocupó además porque sí el asunto tenía
que ver con ella, —cosa que todavía ignoraba—, sabía que habrían problemas
porque Alicia era una mujer iracunda y sin muchos miramientos. A fin de disipar
los nubarrones de tormenta se fue al colmado del marido para comprar algunos
ingredientes para el almuerzo de bienvenida en honor de Tito, el primo del
Marido y de paso, ponerse al tanto de la gravedad de la situación mediante el servicio gratuito de la chismearía
popular.
Al salir ya había algunas doñas encaramadas
en los escasos tramos de la calzada que aun no habían sido borrados de la faz
de la tierra por la acción tenaz de las aguas inclementes de los meses de
lluvia; desde donde se hallaba Raquel pudo avistar a la distancia a doña
Elminda Herodías vestida a penas con una falda tachonada de algodón que le
llegaba hasta las tetas, se hallaba allí charlando junto Rosa y Amauricito y a
otras damas de la barriada; Raquel se sintió delatada cuando Amauricito que
estaba junto a su madre la señaló. Pero no detuvo la marcha ni titubeo al
respecto, les pasó por el lado y les preguntó que qué ocurría; algunas de las
doñas se adelantaron a contestar que no
sabían, pero Rosa, la hermana de Alicia y madre de Amauricito no se pudo
contener.
— ¡Que
hipócrita eres! Todavía te atreves a preguntar qué ocurre.
—Mija,
mantén la distancia. Que no somos iguales.
—Todo el
mundo aquí está enterado de tus canalladas, pero te advierto que sí Manolo le
hace algo a mi hermana ¡Te rajo! ¡Orillera de poca monta!
Todavía se oían los gritos de Alicia, Damián
aún observaba el humo creciente en la casa de Vertilia; faltaban pocos kilómetros
para que Steve y Tito llegaran, cuando de repente se escuchó un fuerte
estallido que logró sacar al barrio de su gradual letargo matinal.
— ¡Coño! —Se
oyó a Damián vociferar,
—la casa
de Vertilia está cogiendo fuego.
—Explotó
un tanque de gas. —Voceaban otros.
Pocos minutos más tarde unidades del
servicio de bomberos se presentaron en la escena del siniestro. La situación
era catastrófica, las planchas de zinc ennegrecidas debido a las inmisericordes
hordas de humo tóxico provenientes de la planta del Timbeque así como de La
Gran Industria Licorera envejecidas y oxidadas se deshacían como papel en medio
de la voraz hoguera que amenazaba con no dejar nada intacto en el barrio; todo agravado
por la posibilidad cierta de que se terminara el agua del desvencijado camión
cisterna de los bomberos, que databa de los tiempos del General y ex presidente
de la república Ramón Cáceres, y que no podría ser recargado por la total
ausencia de hidrantes en el barrio. El incendió con furia arrasadora no dejó
vestigios creíbles de que allí hubieran existido alguna vez tres viviendas y un
hermoso framboyán, pues aunque el nostálgico árbol no se consumió sus ramas
quedaron huérfanas y ausentes de la gracia que otrora ostentaban por el
resplandor en el ocaso de su brillo carmesí. En el breve lapso de apenas veinte
minutos de llamaradas infernales una anciana había muerto y tres familias
habían perdido sus viviendas. Las madres jóvenes lloraban ante los reporteros
que más tarde se presentaron al lugar, para informar por un lado lo sucedido, y
para vender el suceso por otra parte; para explotar el morbo y la sed
insaciable de los fríos telespectadores, ocasión que los afectados aprovecharon
para que alguien en el universo se apiadara ante su lacónica y angustiante muletilla
que rezaba; «¡Ya si nos jodimos!»
«¡Ahora si nos llevó el diablo!» «¡Lo perdimos todo, lo perdimos todo!». Las amas de
casa afectadas le hacían un llamado al
presidente de la república, para que les socorriera en medio de la desventura,
y le hacían el llamado al presidente, porque aunque él no era un rey en
términos constitucionales, en la práctica sí lo era; pues acostumbraba someter
en el presupuesto partidas que luego no eran entregadas a las diferentes
carteras, anulando así a los demás funcionarios de su gabinete, —que por sus
insospechadas habilidades como domador de leones y desarticulador de conjuros
era llamado el Zorro— porque él no permitiría que ninguno de esos lame botas
acéfalos de todo sentido histórico y carentes de capacidad para dar consecución
su egregia y legendaria obra de gobierno le hicieran sombra, todo con el claro propósito
de poseer recursos suplementarios que usaba para promover sus aspiraciones
reeleccionistas, así en vísperas del certamen electoral complacía cualquier
petición por inverosímil que fuera, hasta el punto de mandar hacer los ríos
donde no los había para poder construir los puentes, aunque solo se viera la
premura de las labores de construcción aquellos pocos y a la vez interminables
e insufribles meses de bullaranga y demagogia politiquera, pues una vez
logrados los propósitos perseguidos se paraban las obras que estaban a medio
talle y las que estaban terminadas se inauguraban sin ser equipadas echadas al
olvido a dormir el sueño de los justos.
Venida la tarde se presentó en el barrio
el candidato a la alcaldía por el partido oficial montado en su flamante e
inexpugnable Caprice Classic color negro, alrededor del impecable vehículo uno
de los adulones del candidato no cesaba de lijar el carro con su pañuelo de
cuadros multicolores para despojarlo de la abundante polvareda que se le había
impregnado mientras transitaba lentamente por la calle maltrecha, venía con él,
además, una pequeña caravana de vehículos ocupados por los principales acólitos
de su campaña por la alcaldía quines le asistían y guiaban; alrededor de la
manifestación una turba informe y desharrapada vitoreaba consignas a favor de
la leche y la miel que siempre acompañaban al candidato; así de inmediato
en medio de una expectante muchedumbre que bailaba al son de una música
ensordecedora y cadenciosa ordenó la libre distribución de sándwiches de jamón
y queso amarillo, cajitas rojas con leche Bambi y pica picas verdes, repartía
también viseras de sol con la efigie del candidato, y el gallo que representaba
el logotipo del partido, así como franelas que preanunciaban el triunfo de su
inminente repostulación, asumiendo como un hecho consumado una victoria
aplastante en los comicios venideros contra la oposición rabiosa de sus
envidiosos contendores.
En medio del desorden de bazar que se
había formado por la «garata con puños» propiciada por una caja ambulante
guiada por las manos diestras de los asistentes del candidato, que lo mismo
repartían trompadas que billetes de veinte y cincuenta pesos, por un lado, a
los bandidos que se infiltraban entre la multitud y por otro, a los que
demostraban —como ellos lo deseaban— una crujía rastrera. El candidato hizo una
minuciosa apología de la gestión del ciudadano presidente y de las honrosas
razones por las cuales él debía ser electo alcalde. Entre sus razones más
señeras exponía que si no lo elegían a él, se los iba a llevar el diablo con el
asunto de las casas quemadas en terrenos del estado. Cuando terminó de
coaccionarlos con una extraña jerigonza politiquera anunció que en breves
semanas enviaría una comisión que se encargaría de realizar un estimado de los
gastos para la reconstrucción de las casas siniestradas, así que ordenó que en
el ínterin se formara otra comisión que sería la encargada de suministrar
información fidedigna para que no se beneficiaran sino solo los que necesitaran
la ayuda prometida y que dicha comisión la presidiría el hombre de confianza
del partido en el barrio, don Emmanuel.
La fe de Vertilia surtió su efecto; fue
feliz. No tuvo que vivir la tragedia de ver a su hijo morir primero que ella,
así fue disipada de una vez por todas, su insondable nebulosa teológica. A
escasa distancia en medio de la calle pelada e inhóspita, se observaban acongojados
y confundidos los rostros de Manolo, Alicia, Carmen, doña Elminda, la Morena, Raquel,
Steve, y su amigo Tito a quienes se les
había cambiado el baile en lamento. Al llegar la noche, el barrio estaba de
luto, un misterioso aguacero caído a destiempo enlodó la calle pedregosa, y
terminó de desgajar los últimos vestigios de ramitas salvas que quedaron en el
tronco chamuscado del centenario framboyán, que huérfanas de aliento huyeron a
la eternidad arrastradas por el inexplicable vendaval que no se detuvo hasta
bien entrada la noche, aquel melancólico aguacero no hizo sino acentuar, el amargo
y desolador trance familiar. Pero los aprestos de la muerte eran para Steve tan
complicados como los de la vida misma porque aparte de rogarle a Dios que le
diera entereza para asumir su papel, pues sentía que se iba a cagar por la
pena, tuvo que buscarle dinero al encargado de la funeraria municipal, cuyos
servicios debían ser gratuitos, para que hiciera lo necesario a fin de no
recibir la constante premura de «que la saquen pronto que hay gente en turno» logrando de ese modo que el funeral de su
madre fuera lo más digno que se pudiera, pero lo que más exacerbó sus ánimos
fue el comportamiento de los familiares venidos del campo que más parecían estar
de parranda que acongojados por la partida de Vertilia, pues se la pasaron comiendo del mejunje de mondongo de
chivo que se había mandado a preparar, bebiendo ron lava gallo y haciendo
chistes, a veces fuera de tono.
El barrio estaba más oscuro que la boca de
un burro, el apagón había empezado desde
tempranas horas de la mañana, en supuesta precaución, para evitar la
ocurrencia de otro siniestro. El ataúd se veía grande e imponente para los restos que
contenía y no concordaban el cuidado en su estética ni su alto valor monetario,
con la vida privaciones que la anciana había trillado, pero era sin duda la
manera en como la Morena se controlaba la conciencia a consecuencia de tantos
años de indiferencia y dejadez, porque pensaba que era posible reivindicar en
un día lo que no había hecho en toda una vida. De todos modos el ataúd era quizá
solo simbólico, pues la magnitud del voraz incendió fue tal que impidió que se
pudiera reconocer adecuadamente el cuerpo entre unas patas y cabeza de puerco
que Vertilia había sacado a descongelar para preparar un sancochito de habichuela
al recién llegado; de lo que sí había certeza, era de que aparte de los restos
de doña Vertilia existían los de un animal.
Durante los días fúnebres ocurrió el
milagro que Vertilia hubiera querido ver en vida: juntar en un mismo sitio y
con un mismo buen propósito a Steve Y Manolo. Sin embargo ellos nunca se hablaron
mientras duraron los aprestos del entierro, mantuvieron en cambio una
respetable distancia el uno del otro y Manolo hasta demostró cierto ánimo de
colaboración en las diligencias de la partida. Pero a pesar de la tregua del
primo Steve no tuvo momento de sosiego, ya que la mujer le urgía que hablara
con don Emmanuel, que era quien presidía la comisión nombrada por el candidato
a la alcaldía para que lo incluyeran a él en el proyecto de reconstrucción por
ser hijo de la difunta.
—«Que si
no te apuras, jura que algún vivo dice que tienes un colmado y que no necesitas
esa ayuda».
—No, —la
calmó él. —la gente del barrio sabe bien qué clase de gente somos.
—Claro,
eso no se discute, el problema no es, qué clase de gente eres tú, sino
alrededor de qué clase de gente vives. —Insistió ella
—Este no
es el momento. —Reafirmó Steve.
—Si lo
es, porque la comisión ya está formada, y el que la preside es el vivaracho ese
de don Emmanuel.
— ¡Bah! cálmate,
no tengas pena. Don Emmanuel me conoce desde que soy un niño y me tiene afecto,
además es el suegro de mi hermana la Morena.
—Sí,
acuéstate de ese lado, y mañana amanecerás en la calle. —le advirtió la mujer.
—Primero,
no estamos en la calle desde ya. Tenemos una casa.
—Sí, que
se está cayendo a pedazos.
—No
quita, es una casa, como cualquier otra.
—No, no
lo es, es un fuñido cuchitril, y si logramos conseguir la de tu mamá, podemos
vender la que tenemos como una mejora, y así amueblamos la que nos den.
— ¡Por
Dios! Raquel Pimentel, pero que fría eres.
—Y tú que
bobo eres; que bobo y que egoísta, solo piensas en ti, y nunca en mi.
—Mujer,
ten sentido del momento y trata de ver más allá de lo que está frente a tus
ojos. Olvidas que la propiedad no solo me pertenece a mi, también está la
Morena, ella tiene que dar su opinión.
—No seas
pendejo, Steve, cuándo se preocupó ella jamás por esa vieja, si tú te la
echaste encima todo el tiempo a pesar que ella está guisando con el Ingeniero
hijo de don Emmanuel.
—No son
asuntos tuyos, ni míos.
—Por amor
de Dios, recapacita, tú no tienes que pedirle permiso a ella para inscribirte
en la lista y gestionar esa reconstrucción, para algo eres tú el hermano mayor.
—No se
hable más del asunto, hasta que no pasen los días del duelo no se habla más de
esta pendejada. Además no te olvides que son promesas de políticos.
—Sí, es
verdad, son promesas de políticos, pero este es un año electoral, y los
políticos en campaña son capaces hasta de venderle su alma al diablo por alcanzar
sus propósitos.
—No…—afirmó
con un aire de misterio y un cierto donaire magisterial. — No pueden vender el
alma.
—
¿Porqué? —indagó ella con angustia mientras juntaba las manos simbolizando una
plegaria.
—Porque
no tienen…
Después del entierro de doña Vertilia
Manolo y Alicia ya no volvieron a discutir aunque tampoco se volvieron a juntar
pues en un enceguecedor arranque de ira Capetón echó a la muchacha de su casa,
aduciendo que si ambos permanecían juntos, temía que la rabia que tenía contra
ella lo llevara a cometer una locura. Sin embargo cuando se sentía urgido por
satisfacer sus instintos sensuales buscaba la manera de que ella le apagara los
incendios pasionales sin comprometerse a permanecer juntos.
Pero Alicia no estaba dispuesta a perder
su hombre, ni tampoco se sentía a gusto viviendo en la casa de sus padres otra
vez pues antes que Manolo la conociera años atrás aquella noche de mayo en el
bar de Catanga María lamiendo tragos en medio de un grupo de adolescentes
desaforados que practicaban juergas públicas como siempre la habían gustado a
Manolo, él logró sacarla del maremagnun, antes que sus propios compañeros y otros
conjurados la violaran junto a otras muchachas de buen parecer. Lo hizo por un
raro gesto de buena fe que no le era propio y desde esa noche empezaron a vivir
juntos. Ya antes de ese negro episodio, había sufrido muchos vilipendios a
manos de su padre quien la consideraba un caso perdido, le espetaba delante de
cualquiera que la intentara enamorar que él le advertía que ella era una puta
consumada, una machera, mujer fácil, y zalamera, y que sus denuncias tenían
como propósito advertir a cualquiera que se alocara con ella, que una vez
sacara un pie de su casa no lo aceptaba de nuevo. Rosa, la hermana de Alicia,
indignada por el bochorno por el que el padre la había hecho pasar a la hermana
terminó más tarde marchándose también del hogar porque sentía un afecto genuino
por la hermana, desde ese día ese afecto creció hasta el punto en que se
consideraba su ángel guardián.
El tan esperado día en que el viaje debía
realizarse había llegado. A pesar de todas las advertencias hechas por don
Confesor a su hijo Hipólito, lo mismo que doña Elminda Herodías a su hijo Rafelito,
ambos se dejaron seducir por Manolo de que el viaje era seguro, de que el
riesgo valía la pena, de que conseguirían buenos trabajos no bien llegaran, de
que se casarían con una jibarita de esas que bailan rico la salsa y que se
harían ciudadanos americanos con hijos que a su vez serían ciudadanos
americanos y que cuando eso sucediera allí mismo se acabaría el circulo de la
pobreza. Los ojos se les salían escuchando su convincente parlamento, pues
decía mentiras con una fluidez y con una teatralidad que al final hasta él
quedaba atontado sin saber si lo que había dicho era realmente cierto o falso.
Antes de partir, reunió a los dos
muchachos junto a otros cinco más que vivían por la barriada y por zonas no muy
lejanas de la comunidad e intentando lavarse las manos preanunciando sus
propias desgracias les advirtió:
—Para
hacer esta vaina, hay que ser muy hombre, ¿estamos?
—Estamos.
—le decían ellos.
—Así que
los que tienen miedo lo dicen ahora porque después que estamos en la yola no
hay vuelta a tras, a mí nadie se me culipandea, ¿quedamos?
—Claro.
—Además
sépase, que si los guardacostas de los Estados Unidos nos llegan a interceptar
ninguno de ustedes sabe quien es el organizador del viaje. ¿Estamos?
—Se sabe.
—Que
tienen que llevar cosas de comer, preferiblemente alimentos ligeros y cosas que
sirvan para proteger la piel del sol. ¿Se entiende?
—Anha.
—Que no
se puede relajar en la yola hasta que el viaje no termine, que esta es una
vaina muy seria ¿Okey?
—Humhú.
—¡Ah, una
última cosa! Que yo soy el jefe de esta vaina y tengo el poder de todos los
poderes, y como capitán del grupo pongo la regla, y cualquiera que se intenta
revoltear en medio de la mar y no
someterse a mis órdenes, a mis leyes y a mis deseos le doy un tiro con este
hierro que ustedes ven aquí. Cuando terminó su virulento monólogo les enseñó el
revolver niquelado de largo cañón agarrado por la cacha de caoba y asiéndolo
con un dominio intimidante y gesto altivo añadió: — ¿Se entendió? Pero esta vez
no hubo respuesta, así que él terminó de nuevo la sentencia sin darse cuenta que
en vez de animar a la tropa había terminado por infundirles un profundo temor y
unas dudas muy racionales sobre la irracionalidad que estaba demostrando el pseudo
líder que él pretendía ser.
Aun cuando las brisas soplaron favorables
para Manolo y toda la operación parecía andar a la perfección. La temporada no
era del todo la más propicia, pero aún así él pretendía que dados los
pronósticos del clima las autoridades aflojaran la vigilancia y que solo algún
evento de grandes proporciones pospusiera el negocio. Ciertamente se había
preparado con bastante tiempo y la suficiente dedicación y entrega como para
que la operación en todos sus detalles saliera a la perfección, el único
problema que le habían comunicado era que el nuevo general designado en la
marina por el gobierno había ordenado cancelar a los antiguos guardiamarinas
por haberlos hallado culpables de complicidad con los organizadores de viajes
ilegales, sin embargo tenían la palabra de los antiguos contactos de que ellos
se encargarían de sonsacar a los nuevos para que aceptaran continuar haciendo
el servicio a cambio de que les sacaran su tajada. A Manolo no le agradó la
idea, pero no tenía alternativa, el viaje debía hacerse ahora o de lo contrario
habría que posponerlo para el año entrante.
Llegado el día tanto doña Elminda Herodías
como don Confesor hallaron que sus hijos
no habían amanecido en el hogar y se les heló el corazón imaginándose toda clase
de acontecimientos terribles, sobre todo don Confesor quien la noche anterior
había visto un macabro especial sobre tiburones en el Discovery Channel. Pero a
pesar de toda la organización y a pesar de todas las maniobras y tácticas
dilatorias, no obstante a los sobornos que nunca llegaron a manos de los nuevos
guardiamarinas, a pesar de las velas encendidas al santo niño de Atocha, a la
Virgen de los Mojados, al Buda negro, a Papá Candelo, y a todo el rosario de
dioses de mampostería visibles e imaginarios; la operación fracasó. El comandante
de la división de vigilancia costera rechazó tajantemente la proposición que
recibió de parte de la asociación internacional de traficantes de carne humana.
Se ciñó el cinto de la decencia y la sensibilidad humana y ordenó bajo las
imprecaciones más severas que cualquier oficial, o alistado de cualquier
jerarquía que fuera sorprendido ya fuera aceptando cohecho o permitiendo los
viajes por lenidad sería severamente castigado. Así Manolo el gran e invencible
Capetón, fue apresado junto a las cuarenta personas que fueron capturadas antes
de salir por la playa de Miches, los primeros en declarar quien era el
organizador fueron el Papi Chulo, e Hipólito, de quienes Manolo juró vengarse.
Cada aurora en el barrio era un verdadero
acontecimiento de sentimientos entremezclados con los colores del alma, aquella
madrugada no obstante el barrio amaneció más melancólico que de costumbre. A la
distancia se podía divisar la misteriosa luz fluorescente que emanaba del único
farol que pudo lograr escapar en los días de la poblada de abril cuando los
francotiradores de la marina hacían puntería lo mismo con las cabezas de los
chicos 'cabeza caliente' que con las bombillas del alumbrado eléctrico; pero
era sin malicia: se debía simplemente a tantos años de ociosidad, tantas
décadas de ejercicios militares sin sentido aparente, era porque las balas se
estaban poniendo viejas y al gobierno le era preciso darle uso antes que
también se le acusara de dejar dañar los pertrechos militares que tanto dinero
del erario público habían costado, era porque el pueblo podía perder el sentido
de su identidad si las cosas se resolvían de otra manera que no fuera a tiros,
y era porque el pueblo creía por efecto de un extraño artículo no hallado nunca
en los anales constitucionales que el populacho infeliz y marginado podía lanzarse
a las calles a obtener liberación desvalijando a los que ellos eligieran según
su predilección como sus opresores y que no
habría una respuesta contundente, rápida y eficaz de las obedientes
fuerzas del orden.
Esa madrugada en el cielo la luna todavía
reinaba y alrededor de ella un tenue anillo de luz semejante a un huevo frito que,
dependiendo de a qué parte del país se perteneciera, podía significar que un
campesino andaba sobre un burro a buscar agua al pozo o que María estaba
lavando y se le acabó el jabón. Según el día fue ganándole terreno a la noche
la delgada neblina fue descubriendo las pocas siluetas que parecían a lo lejos
los trazos casi ininteligibles de un cuadro impresionista. Entre las pocas
ánimas que a esa hora ya compartían información vital para aderezar las
extenuantes horas del hastío producido por la rutina diaria se hallaban dos
viejos amigos.
— ¿Damián,
te enteraste de la última?
— ¿Depende?
— ¿Depende
de qué?
—Bueno últimamente hay mucho que contar.
—Bueno
pues entérame, parece que estas mejor informado que yo.
—Suelta
lo que vas a decir y después cotejamos.
—Ahí te
va la primera.
—Supiste
lo de don Emmanuel.
— ¡Coño,
como no me iba a enterar, medio mundo lo sabe! Y qué, te sacó lo tuyo.
—Ese
viejito es el diablo, ¿sabes cuánto me dio?
— ¿Cuánto?
—Mil
pesos.
— ¡No,
coño! Estas relajando.
—Lo que
oyes.
—Bueno,
pensándolo bien, ¿Aha, y que querías? él fue el quien se lo sacó.
—Se sabe,
pero Ponte en mi lugar.
—No, yo
sé, el ancianito es tacaño, es duro, pero da gracias que al menos te dio eso,
otros no dan nada.
—Eso es
cierto.
—Parece
que sigue siendo cierto que Dios le da barba al que no tiene quijada. Este
maldito viejo con seis casas alquiladas, jubilado de las Fuerzas Armadas,
recibiendo un cheque sin trabajar, con un hijo ingeniero que esta en la papa
con las contratas del gobierno y ahora da un tumbe en la lotería, ¡coño, que más
se puede pedir!
—Lo dices
y no lo sabes, la vida es así, pero no hay que quejarse de Dios, que Dios a
cada cual le da lo que le corresponde.
—A no,
eso sí, a mi lo que me corresponde es que me lleve el diablo en asociación con
el tuberculoso de la difunta doña Vertilia en este colmaducho de tercera que
ahora me está dejando todo el trabajo duro a mi, y que nada más viene por aquí
a ver lo que falta y a llevarse lo que sobra.
—No seas
mal agradecido, sabes bien que si no es por él te hubieras quedado en Barahona
sembrando plátanos el día entero. Y además acuérdate que él es el socio
mayoritario; además, a mí qué me dejas, viviendo de estos papelitos que ponen a
gozar a otros, y no me quejo.
—En eso
tienes la razón, no hay que olvidar la mano que te alimenta, hay que sacarle su
comida aparte.
—Aha, ya
veo….mira, saltando del gallo al burro: dicen que el socio tuyo esta más para
allá que para acá.
—Eso se
oye.
—Cómo que
eso se oye, tú más que nadie sabes como anda la cosa.
—No creas,
él es muy reservado, solo hablamos de los sacos de habichuela, las latas de aceite,
de las cuentas por pagar y los beneficios por cobrar, lo que si sé con toda certeza
es que la meretriz de la mujer es la que lo tiene como un fleje, dicen las
buenas lenguas que ella fue la que le pegó el SIDA.
—Pero por
fin ¿qué es lo que tiene: tuberculosis o SIDA?
—SIDA, al
menos eso es lo que todos dicen.
En medio de la conversación llegó un niño
al colmado pidiendo unas papas y media libra de bacalao para acompañar la cena.
Damián, le hizo señas a Virgilio que se aguante un rato hasta que atendiera al
mozalbete y con empeño se deshizo del niño despachándole, cobrándole y devolviéndole
con una eficiencia que ni él se imaginaba que estuviera dentro de sus habilidades.
Inmediatamente despachó al muchacho reentabló su dialogo con Virgilio.
— ¿Y
haber dime tú cuál es la otra noticia que se comenta?
—Supiste
que a Manolo lo metieron preso,
—Aha, ya ves,
esa si que no me la sabía.
—Si
señor, tú sabes que él además de bregar con la cosita aquella era organizador
de viajes en yola.
—Así
supe, algo de eso oí.
—Pues
como lo oyes. El muy bandido esta preso en la cárcel de laVictoria.
—Nada, horita
sale, tú sabes que esos narcotraficantes tiene muchas relaciones, y hay muchos
jueces de mano blandita, que tienen la casa a medio talle y la querida deseando
visitar San Martín.
Se sabe.
Pero al menos van cayendo las sabandijas, hay menos lacras sueltas.
Las hojas de los últimos árboles que se
resistían a ser parte de los ciclos anuales también terminaron cayendo pero el
barrio no experimentó mudanza alguna porque en el caribe hay solo dos
estaciones claramente definidas, verano e
infierno. La única noticia que parecía ser nueva todos los días sin
importar el paso del tiempo era el malicioso rumor que daba cuenta de que a Steve,
el cuernero hijo de la difunta doña Vertilia, la mujer lo habría infectado de
SIDA, se rumoreaba además, que si ella no mostraba signos de enfermedad se
debía a que ella era de los que son portadores sanos.
Las brisas destructoras de los vientos
huracanados de septiembre devolvieron a su paso
la vida a los estanques de la comarca;
la lluvia se precipitaba a diario en horas de la tarde y el diluvio era
puntual en la madrugada. El servicio de meteorología había anunciado al menos
12 tormentas de las cuales 3 se estimaba que podían alcanzar categoría de
huracán, pero aunque la expectativa de un huracán era de temer por el estado en
que se hallaba el desvencijado ranchito, Steve no halló ánimo suficiente para
hacer lo perentorio para preparar la vivienda para la hora aciaga que se cernía
sobre él. El progresivo deterioro de salud al que lo sometía su terrible enfermedad
y más aún la inicua indiferencia con la que su mujer afrontaba sus dolores era
lo que más desarmado lo tenía en aquellas horas negras. Sus padres ya habían
muerto, tanto el que decía ser su
progenitor aunque no sin sombra de dudas y al único que él reconoció en su vida
como tal, y el que definitivamente lo era y que por una maldita casualidad del
destino lo halló al inicio de su desgracia, una gran jugarreta del destino
porque Estefano fue el autor de su vida y de su extemporánea muerte, ya que él
mismo murió de un cáncer fulminante, porque el mal tal como el lunar, estaba
escrito en sus genes; aun habiendo hallado al hijo que tanto había buscado no
lo reconoció, todo a causa de su condenable cobardía y mediocridad que fueron
siempre su buque insignia y que no le permitieron ni en sus días postreros
reivindicar tantos años de abandono.
Después de la muerte de su madre el hombre
se pasó todo aquel día en su casa acompañado de Tito. A la semana siguiente el
aguacero inicial se había convertido en vaguada, pero Tito continuaba fielmente
haciendo compañía tanto a Raquel como a su amigo, ese día compartían los
recuerdos de juventud junto a varias botellas de ron y una suculenta picadera
aportada por el recién llegado, aunque Steve no bebía sino un abundante café
negro cuyo aroma entremezclado con el olor del alcohol se había impregnado de
la salita.
Por la ventana de la casa, la misma por la
cual Amauricito había mirado los desafueros de Raquel y Manolo, se veían bajar
las abundantes gotas de agua que corrían por los cristales del elegante Peugeot
406, el vehículo que tanto soñaron tener tanto él como Steve. Entre tanto Raquel
permanecía rodeada de en un extraño mutismo y se concentraba en la cocina dividida
por paredes de playwood y una cortina
que ya gritaba por el polvo y el sucio acumulados.
—¡Raquel!
—la llamó:
—Trae algunas
cubetas que están cayendo algunas goteras aquí en la sala.
—Si
fueran algunas gotas no fuera nada, querrás decir que está lloviendo dentro y
escampando afuera.
—Como
sea, te apuras que no estoy para discusiones bizantinas: de paso me traes el
ungüento que esta en la gaveta del armarito porque me duelen todos los huesos.
— ¿En qué
gaveta del armario? Nosotros no tenemos armario, lo que tenemos es una caja de
madera que la hiciste tú mismo, por cierto. No tienes que intentar simular
delante de Tito.
— ¡Cállate
hija de….! me quieres convertir la vida en un infierno, a qué viene esa vaina,
nadie te lo esta preguntando.
La expresión del rostro de Steve no podía
ser de más rabia e impotencia, razón por la que Tito intentó desviar el curso
de la conversación para evitar un posible altercado en su presencia, sobre todo
porque a la postre tendría que inclinarse a favor del amigo sin importar quien
tuviera la razón y de paso se buscaría un problema con la hembra, cosa que él
esquivaba como el diablo a la cruz.
— ¿Y dime
Steve, en qué paró lo de la universidad?
Un breve silencio se apoderó de la casa. Aquel
había sido un filoso tema de discusión entre él su madre y su hermana ya que
ambas culpaban a su mujer de todas las desgracias que le habían sobrevenido sin
exclusión, por lo que aquel tópico era tema tabú en su hogar. Después de
articular adecuadamente su respuesta le dijo:
—¡Qué te
digo! Ya sabes… tenía intención de seguir pero…
Volvió a meditar largo rato antes de
decirlo, porque le afectaba mucho y jamás lo había aireado. Se sentía un
fracasado porque casi todos sus amigos habían logrado terminar sus carreras e
inclusive algunos ya hacían maestrías, mientras que él ni si quiera pudo
terminar su primer semestre. Miró alrededor por ver si la esposa se había
distraído del tema, pero no era así, estaba notoriamente atenta a su respuesta,
a la expectativa de que la acusara a ella de sus desgracias, porque tenía la
respuesta exacta que le daría en caso de que le endilgara a ella sus fracasos.
Pero él decidió no echarle más leña al fuego.
—Me duele
decirlo, pero tomé algunas decisiones antes de tiempo, pero ya…. ¡Que más da!
Todo está hecho.
— ¿Steve?
—Preguntó Tito al amigo:
—Dime.
—¿Y qué
te ha pasado? ¿Porqué tu casa esta…así…?
—¿Abandonada
quieres decir?
—Aha, ¿Es
que ese colmado no te deja nada?
—Sí, si deja,
lo que pasa, es que el año pasado mamá hizo una gravedad, la tuvimos al borde
de la muerte, ya te lo imaginas, para poder costear el internamiento de ella y
seguir sobreviviendo tuve que coger un préstamo, y ya te puedes imaginar, ahora
he quedado encharcado, todo el dinero que produce el colmado se va en pagar los
intereses y en sobrevivir.
—Ya veo,
pero nunca me llamaste.
—Si te
llamé, pero acuérdate que me dijiste que te mudaste y que te pasaste unos meses
sin teléfono.
—A si, es
verdad… —Sabes, te noto algo demacrado.
—Muchacho,
mírame bien el rostro, porque así como ya no ves a la vieja y no la volverás a
ver, de la misma manera pasará conmigo.
— ¿A qué
te refieres, no te entiendo?
—Los
médicos me diagnosticaron un cáncer terminal, y me dieron a lo sumo seis o siete
meses de vida; y ya hacen tres meses del diagnostico,
Tito no
sabía como reaccionar, quería saltar de la alegría, pero debía ocultar sus
malas intenciones. En el fondo lamentaba que a Steve le estuviera pasando eso,
pero sin embargo, el que fuera así facilitaría más aún las expectativas que
tenía con Raquel Pimentel su amor platónico, la mujer con que siempre soñó
estar antes de marcharse del país, y a la que nunca olvidó.
Cuando los tentáculos de le negra noche
pusieron sus candados de siete llaves sobre el cofre mágico donde guardaba al
sol Tito decidió marcharse, pero Raquel se opuso a que el compadre manejara
pues había bebido mucho.
—Sí
quieres quédate, ––le dijo Raquel.
A Steve
no le pareció tan sana esa idea, así que le propuso llevarlo.
— ¿Pero
Steve, si me llevas cómo regresas después? además no te ves muy bien.
—Lo que
cuenta es lo de adentro compadre, no te engañes que yo no estoy tan mal como
aparenta, lo mío es más del espíritu que de la carne. —le dijo, mientras le
dispensaba una perspicaz mirada a la
mujer.
—Usted,
mejor que nadie sabe como se siente mi compadre.
—Bueno,
podemos hacer dos cosas, —le propuso Steve, yo puedo pedir un taxi, o puedo traerme
el vehículo y pasarte a buscar temprano, de todos modos íbamos a salir mañana, Tito
estuvo de acuerdo en la última propuesta.
Cuando salieron ya la noche era un hecho certísimo,
sus tentáculos recorrieron el mundo con voracidad. No existía ya ningún atisbo
de luz solar. La calle desolada era ahora propiedad de toda clase de perros y
sabandijas. El pavimento se había vuelto azul marino, la ciudad yacía inerte,
muerta, agotada y vencida por el fragor de unos días solo calificables de
infernales, era como sí después de aquellos sucesos, esa noche anunciaba un
merecido descanso.
Carmen decidió quedarse, pero Steve se
opuso; ya le habían llegado ciertos rumores a los cuales él no daba crédito,
pero por sí las moscas prefirió llevarse la mujer consigo.
Aquella noche no había viento pero hacía
un frío de proporciones glaciales. Los únicos dueños de la calle a aquella
hora, eran los espectros de unas pocas golfitas que se vendían baratas y que
discutían acaloradamente, en una de las esquinas que el poderoso vehículo
dejaba atrás. Aparentemente la discusión se debía a un trabajo hecho en
mancomunidad, cuya paga no se había repartido equitativamente.
Los negros postes no decían nada. Lo veían
todo, pero lo callaban todo. Un gato sobre un techo de concreto inspiraba un
temor reverente, ante su sigilo y pulcritud se experimentaba la sensación misma
de algún evento aciago por venir, «animal del diablo» —masculló Steve—. Los ojos
esféricos del animal brillaban ante la
lejana y tenue luz de uno de los pocos
faroles del alumbrado público que aún se encendía cuando se nublaba. La lluvia
arreció y la visibilidad se hizo más difícil, el vehículo tenía el limpia
vidrios izquierdo dañado, el compadre ya dormía.
Mientras cruzaban el puente Mella y se
dirigían hacia Gazcue Carmen suspiró,
con un preocupante gemido de resignación.
— ¡Ay el fuiche!
Steve
quiso disipar.
—Esto es
seguro una nube pasajera.
—Será,
—apoyó Carmen.
Por fin
la lluvia cesó cuando casi llegaron a un semáforo, en el preciso instante en
que éste estaba a punto de atravesarlo rogó que estuviera verde; era como una
apuesta personal por la simple satisfacción de ganar.
—Te fijas,
te dije que era solo una nube pasajera, ya dejó de llover.
Ella lo
miró con más sueño que deseo y le respondió pesadamente
—«Sí
profeta».
Al llegar al semáforo y cruzarlo la luz
aún estaba roja. No obstante notó que por la hora y la ausencia de tránsito
podría cruzar. Al atravesar la luz en
rojo lo hizo sin ambages, y sintió la gloriosa sensación de violar la ley sin cargar consigo ni el más
mínimo dolor de conciencia. Al llegar a la casa de Tito, carmen volvió a caer
en los pecados del ayer, volvió a medirse por la medida de los otros y no
cordurosamente por su propia medida. Volvió a revolverse en sus anhelos
irresueltos y pensó que con Tito las cosas irían aún mejor que con el mismo Manolo.
Al fin y al cabo pensó, «lo de Manolo es pura obsesión, es fogoso, pero también
es un loco consumado, el día menos pensado me mata si me meto a vivir con él,
estos últimos años ni la sombra me ha dejado de seguir». Para Raquel no era
relevante si amaba al hombre con quien estaba o no, estaba harta de soñar, de
desear y no tener de tan solo ver y no tocar. Por lo mismo ya le daba igual que
fuera Pedro o Juan o como se llamase, tan solo le interesaba su bienestar y
grande fue su admiración al ver la paz que se respiraba en todo el entorno del
residencial en que vivía Tito; con sus calles anchas y sus casas antiguas y
bien decoradas, las aceras adoquinadas con breves espacios de verde y bien
cuidado césped, adornadas por hileras interminables de caobas centenarias; el
increíble silenció en medio de aquella noche mágica, húmeda y discreta. Fue entonces
cuando se percató claramente de cuán miserablemente había estado viviendo y de
qué debía hacer para safársele a su miserable destino.
Para esa semana se había anunciado la
primera tormenta de la temporada, inusualmente las autoridades habían
desplegado una sarta de informaciones que si bien procuraban informar a la
población de la inminencia de un huracán de proporciones cataclisticas, no
hicieron sino confundir a los ciudadanos que no sabían en definitiva si habría
un día de regocijo nacional o una cesantía laboral por motivos preventivos, o
se desatarían con furia los cuatro jinetes del Apocalipsis. Sin embargo para Raquel
Pimentel. Que por aquellos días se sentía más hastiada que nunca con los
insistentes recados que Manolo le enviaba desde la prisión, y por el reciente
altercado que se había armado con Steve, cuando debajo del florero del armario
de pino americano había hallado una de las notas que Manolo le enviaba, solo se
salvó de una escaramuza mayor, porque por precaución Capetón nunca firmaba los
recados, por si alguno de los custodias del penal interceptaba la misiva. Para
empeorar las cosas Steve ya no tenía la fuerza de antaño y vivía adolorido
aunque disimulando el martirio de la enfermedad con mucho estoicismo. De no
haberse estado en aquella grave situación habría reforzado la casa con algunas
maderas nuevas, «una clavadita por aquí y un ajuste por allá y así todo queda
listo y hasta la temporada siguiente», siempre fue ese su lema: «no hay que preocuparse más de la cuenta, ni
buscar problemas que ellos suelen presentarse solos».
Venida la tarde soplaron vientos y
crecieron ríos por toda la geografía nacional. Eran vientos huracanados acompañados
de abundantes lluvias de gracia que desarraigaron plantíos enteros, devolvieron
a los ríos antiguos sus cauces verdaderos arrasando con todo, mudando casas de
la loma al valle y diezmando las pocas reses que habían quedado por efecto de
la sequía del año anterior. Los damnificados se contaban por miles y los
muertos a causa del desbordamiento de las presas del granero del sur no fueron
más porque las cifras oficiales reflejaban la incapacidad de las autoridades
hasta para realizar las operaciones más elementales de la suma.
A pesar de las insistentes súplicas de la
esposa para que fueran a pasar la noche en casa de la Morena, Steve se empecinó
en la idea de que aquella no era la primera tormenta que él había pasado en su
rancho.
—No se
puede ser tan terco, acuérdate que después del huracán David y San Zenón, aquí
prácticamente no hemos tenido huracanes. No has oído lo que dicen en la prensa,
que probablemente como éste huracán de ahora no volvamos a ver otro.
—No creo,
pienso que la gente está exagerando las cosas, además
las autoridades no tienen ese punto de vista, más bien han llamado a la
ciudadanía a mantener la calma. Imítame, haz como yo que no me preocupo
innecesariamente.
— ¿Steve?
— ¿Aha?
—Acuérdate que
la condición de esta casa no es la misma de cuando la levantaste hacen dos
años.
—Son solo
algunas maderitas que están flojas. —insistió él—.
—No, no son
solo unas maderitas: el caballete de la casa esta flojo, los dinteles están
podridos, el zinc se levanta y está despegado en varios lugares y ya ves el
reguero de goteras que hay por toda la casa.
—Ten fe,
confía en mí y ya verás como mañana, me levanto a clavar un poquito por aquí y
otro poquito por allá, y así queda todo mejor que como estaba al principio.
Dios me va a dar otra oportunidad, ya verás, yo se lo estoy pidiendo con tesón.
—Steve, me vas
a perdonar pero yo prefiero aceptar la oferta de tu hermana la
Morena, mejor nos vamos ahora que toda vía el viento no está muy fuerte.
—Nada de
eso, aquí nos quedamos ambos, nadie me va obligar a mí a andar dando pena como
si yo no tuviera un rancho.
—Un
rancho que es un tiesto.
—Pero es
mejor que nada ¡carajo! y no se hable más del asunto.
—No estoy
dispuesta a morirme aquí contigo.
–– ¿Y…
con quién estarías dispuesta a morir entonces?
— ¿Sabes
qué Steve?
—No, no
sé, ¿Qué?...
—Estoy
más que harta de las pendejadas que dices.
—Yo sé
bien lo que digo. —le aseguró él
—Se ve de
verdad que tú no me conoces, yo no estoy en planes de joderme por nadie y
menos….
— ¿Qué
ibas a decir, no temas no voy a hacerte daño?
La mujer
lo observó discretamente de la cabeza a los pies, famélico y desmedrado,
haciendo promesas a diestra y siniestra, muy cerca del delirio, con la voz
quebradiza y los ojos hundidos y lejanos; se llenó de una profunda compasión
entremezclada con una perplejidad que la dejaron en un insoportable limbo
sentimental que no atinaba a comprender, así que deseando no llevar las cosas a
los extremos optó por callarse.
Pero aun cuando la razón de la negativa de
Steve era no dar lástima a su hermana la
Morena, con la cual no pasaba demasiadas
palabras después del duro encontronazo que tuvieron la noche de bodas de ellos,
por su incisiva recriminación al desobedecer a su madre casándose con —«la pata por el suelo esa», «la aprovechadora
esa», «la puta esa» que eran los títulos
reales con los que era conocida en ese entonces Raquel Pimentel en el seno de
la familia del esposo—. A pesar de todo ello, a media noche el orgullo hubo de
de irse por la cañería ya que tuvieron que huir a la casa que mejor construida
se veía a corta distancia y la que estaba más al alcance sobre todo por lo
dilatado de la hora y la reciedad del temporal.
«Steve sacó fuerza de los cojones»
contaría Raquel Pimentel al día siguiente ante la insistente pregunta de los
vecinos que, habiendo observado desde sus hogares la manera en como el viento, primero
estremeció la casa, luego la desplomó por completo y por último esparció todos
los elementos que la constituían, con tal furia, que aun en varios kilómetros
de distancia se podían hallar restos de las maderas, los trastos y la puerta de
la nevera que fue a dar al patio de don Emmanuel. Los pececillos que eran su
adoración también se colaron por los arroyuelos
de aguas mansas que salían incesantemente de la pecera de cemento limosa
y ennegrecida.
En la casa de los King el ambiente era
cálido, solo a veces un sonido desgarrador parecido a un quejido que sacudía
las paredes de las habitaciones lejanas sacaba a los presentes de total
concentración. A pesar de que la visita era forzosa, con todo, se estaba muy a
gusto entre los King pues ellos se esmeraron en lograr que los refugiados se
sintieran como en casa, Steve no pudo más que rememorar los días cuando su
padre vivía, aquellos días en que gozaban del respeto de toda la comunidad y de
la hermosa felicidad de que habían disfrutado bajo el cuidado de su padre, él,
su hermana y su madre. Pero aquella noche habían llegado como dos huerfanitos,
mojados como dos pollos en medio de la lluvia torrencial sin el amparo de las
grandes alas de la mamá gallina, él se veía aún más desamparado que ella por
los estragos de la enfermedad, vacío de pie a cabeza, a mano pelada había
llegado hasta la casa de la mujer que en silencio disputaba su amor sin que el
mundo se enterara. Raquel al menos pudo conservar la cartera, no la dejaría
aunque temblara la tierra o cayeran meteoritos, pero él salió completamente
desamparado.
— ¿Quién
dices que está ahí?
Preguntó
intrigada doña Tina King mientras impasible en la mecedora de mimbre color
canario entretenía las largas y ociosas horas de su jubilación enterándose
hasta del porqué del vuelo de los mosquitos. Yacía echada en aquel estado de
lóbregas tinieblas y abandono social hacía al menos diez años desde cuando el
gobierno de la soñada transición democrática la despidió con honores, tras
veinte largos años de magisterio y después de la ceremonia en la que se habló
más de la bondad del presidente que de los méritos de la maestra, la echaron al
olvido con una pensión miserable que de tiempo en tiempo debía volver a
reclamar por los disturbios, trastrueques y trapisondas de los subalternos de
las administraciones siguientes.
—Es Steve Mamá.
Contestó Anita
con una ostensible alegría de rostro. Aunque no lo mostraba a todo dar estaba
eufórica por dentro; se sentía en su punto de ebullición por el milagro de la
providencia divina, por la generosidad de no tener por sí misma que arrastrar
al hombre de sus sueños hacia ella, sino de traerlo a él a rastras a pedir el
maná de su clemencia, pues aún a pesar del triste estado en que se encontraba
Steve ella lo continuaba amando como el primer día.
— ¿Cuál Steve
es ese? —insistió la ciega.
—El hijo
de doña Vertilia mamá, no se acuerda de él.
— ¡Ah! El hijo
de mi prima la difunta, claro mija, como no me iba a acordar si es un muchacho
tan bueno y tan gentil. ¿Cómo te va mijo?
Steve no hallaba las palabras exactas,
había quedado absorto con la inesperada huida, mirando por la ventana cómo el
viento se llevaba todo lo que tanto trabajo le había costado obtener.
Cariacontecido le respondió a la anciana en tono irónico:
—Ya ve usted
doña Tina, aquí en su casa haciendo guardia hasta que salga el sol.
—Hay
mijo, ¡Ja, ja, ja! Que cosas se te ocurren si el aguacero sigue como va, mañana
no vemos el sol ni en pinturas.
Raquel Pimentel lloraba silenciosamente. Todo
el legajo profético que había estado acompañando a Steve hasta ese momento se
había vuelto vana palabrería y sería en cambio aquella inconsciente frase la única
de todas sus fallidas predicciones la cual habría de cumplirse al pie de la
letra.
Mientras Anita buscaba ropa seca para proveerle
a Raquel Pimentel y a Steve, apareció en la acogedora sala de estar la figura
imponente de Ramón King; un espécimen formidable de pies a cabeza, un moreno
corpulento y de mirada audaz. Sin perder tiempo se acercó a los inesperados
invitados y les brindó su mano amistosa impidiendo que se pararan a saludarlo, reiterándoles
la satisfacción y el honor de tenerles en su casa. Sin embargo por más que lo
intentó no pudo disimular la aversión que le causó ver el estado de deterioro
físico en que se encontraba el visitante; «se veía disminuido, y amodorrado,
los ojos estaban exactamente en el sitio que anunciaba su destino». —Contaría más adelante a sus amigos—. Y
era cierto los movimientos de Steve eran lerdos y erráticos y no podía mantener
la mirada fija por mucho tiempo, después que se sentaron, entonces ya no se fijó
tanto en Steve, sino en lo saludable que estaba la mujer del primo, con el
color mismo del bienestar, sus guedejas negras como el ébano, sus piernas como
dos árboles gemelos de perfecta corteza vegetal, ambos paciendo junto a un
sauce de aguas generosas. Observó sus pechos firmes diríase de paquete, sin uso
alguno o sostenidos por un buen brasiere
y aquella mirada endiablada que arrastraba a los hombres hacia las
imaginaciones más inicuas y pecaminosas después hasta del más breve contacto
con su presencia.
— ¿Saben?
aquí hemos sentido mucho lo de la difunta, y también sentimos lo de tú casa Steve.
—Eso es
muy cierto.
Secundaron
la ciega y Anita.
—En
verdad gracias, ustedes son el tipo de personas con las que uno sabe que
siempre puede contar. —reciprocó Steve.
—Eso no
tienes ni que decirlo Steve. Sabes que aquí somos tuyos.
Apoyó
Anita. Raquel Pimentel callaba. Steve con la idea de cambiar el tono fúnebre de
la reunión dijo saltando de la magnesia a la gimnasia:
—Dime
Ramón, ¿Cómo va lo del carro?
—Mejor
que nunca, no me lo creerás.
—No
digas.
—Sí, le
acabo de cambiar el motor y le reparé las puntas de ejes que realmente era lo
que me había estado dando problemas. Tuve que hacerlo urgente porque como tú sabrás
el moro es de ahí que sale.
—Sí eso
es cierto, no puede uno descuidar el pan diario.
—Eso es
así… aunque en realidad estoy pensando en venderlo.
— ¿Aha, y
por qué?
—Bueno,
es que tú sabes que Tito llegó deportado de New York y entonces…
—
¿Qué?....
El viento
soplaba cada vez con mayor intensidad, Anita regresó de la cocina acompañada de
un aromático chocolate caliente y después de repartirlo democráticamente aunque
empezando por Steve como era de esperarse, se incorporó al seno de la
conversación. Los rostros de Raquel Pimentel y Steve habían quedado en suspenso
ante la noticia que acababan de escuchar. Después de una amistad tan sólida Steve
se sentía abotagado por todos los traspiés que la vida le hacía dar. No podía
creer que su amigo del alma en quien había confiado durante tantos años le
había fallado de una manera tan grosera.
—No, lo que yo escuché no puede ser correcto.
— ¿Qué? ¿Lo
de la deportación, no me digas que no te habías enterado, si medio barrio lo
sabe?
—Aha. Será
quizá porque yo normalmente tampoco estoy muy al corriente de todo lo que pasa
en el barrio y él, además, no me ha enterado de nada.
—Bueno,
no es tampoco que uno esta a la expectativa de todo cuanto acontece, pero hay
cosas que cuando se saben, se saben. Por su puesto, no creerás tampoco que él es
tan pendejo que lo anda contando a todo el mundo.
—Será… Pero
no te olvides que Tito y yo no tenemos una amistad de “todo el mundo.”
—Claro,
eso se sabe, y por eso con mayor razón te ha estado ocultando la verdad. Al
igual que seguro a ti, le anda vendiendo a todo el mundo el cuentecito de que la mujer falleció en un parto
difícil, y lo cierto es que a ella la mataron en medio de una balacera que se armó durante un
intercambio de drogas en el que prácticamente la vendió a ella para salvarse
él; así que, como ves, más cierto no puede ser. Nos enteramos porque tenemos un
primo en la policía, y el me dijo que a los que deportan los vigilan por un
tiempo, para ver en que andan, tú sabes, por si las moscas. Al primo mío lo
asignaron al caso de Tito, y ya ves, así me enteré.
—No lo
puedo creer. —Se lamentó Steve.
—Ese
muchacho era bueno, pero ustedes ya ven le pasó igual que a Capetón, que creyó
que nunca lo iban a atrapar y miren donde está ahora, cogiendo lucha en la
Victoria. —sentenció la ciega.
—Es
verdad, —apoyó Anita. —Yo recuerdo que cuando él regresó de su primer viaje,
apenas trajo unas franelas que parece que las compró en una reguera en
Manhattan, por lo malas que eran, todo para que los amigos no fuéramos a decir
que se olvidó de su gente. Ustedes lo recuerdan.
—¿Quién
lo podría olvidar? —Los demás asintieron.
—Pero ya
en el segundo viaje de regreso, el hombre compró un Lexus y una finquita en San
Francisco de Macorís. ¿Ustedes se creen que taxiando en New York, se puede
comprar carro bueno y finca?
— ¡Huuuf!
Ni en sueños.
Suspiró Raquel
Pimentel, rompiendo su silencio, al escuchar un tema que le interesaba mucho
porque constituía el virtual desvanecimiento de otra gran oportunidad.
Steve muy decepcionado no emitió juicio de
valor; él tenía primero que confrontar al amigo, pues por más verdad que hubiera
en el relato, entendía que alguna terrible y justa razón lo habría llevado a
prostituir su moral de una manera tan baja. Ramón King por su parte, sin pena
ni gloria sobre lo dicho, retomó el tema:
—Pues
bien, el asunto es que estoy esperando que se enfríe un poco la situación de
Tito porque le quiero comprar uno de los carros que él está vendiendo ya que
está en una malaria diabólica según me dijo; así vendo éste que tengo ahora y
me compro uno más representadito.
— ¿Para
seguir conchando? —indagó Raquel Pimentel.
—No, —se
adelantó Anita a responder como un asunto de honor, aunque sin dar más
detalles.
—Trabajaría
como taxista en una pequeña compañía que estamos formando el Papi Chulo, el
hijo de doña Elminda, el Hermano de Alicia y otros amigos.
Dijo
Ramón completando la idea.
Cuando por fin se fueron a acostar Anita
condujo a los refugiados hasta su recamara, que era la que ellos habrían de
ocupar por aquella noche. El pasillo era espacioso aunque escasamente se podían
distinguir las cosas debido a la tenue luz de la lámpara de trementina, las
paredes estaban desérticas y la pintura algo descuidada pero olía a limpio por
doquier. Cuando entraron a la habitación Steve sintió por primera vez el
perfume de la inocencia y la devoción estallando a borbotones. Fue como volver
en sí. Era increíble que sus ojos se fijaran con tanta precisión en la foto
encima de la mesita de noche a pesar del tumulto de recipientes de cosméticos y
de utensilios usados para transformar la realidad. Le llamaba la atención
porque ahora que sabía que su hora estaba cercana buscaba con diligencia hallar
el punto preciso en el cual sus pasos empezaron a deslizarse, el origen de sus
muchas desazones y la causa oculta de todos sus anhelos irresueltos. La foto
era especial porque en ella aparecían los muchachos de antaño en aquel tradicional
viaje de convivencia organizado por la iglesia a la que asistieron en aquel
entonces Manolo, Tito, la Morena, Anita, la difunta Vertilia y él por supuesto.
—Espero
que lo pasen bien, —se despidió Anita con una falsa gentileza.
—Gracias,
tú no te preocupes por nada que esta noche no nos moveremos demasiado. —le
respondió Raquel con una frase mal lograda, de doble sentido, que no perseguía
sino fastidiar a la muchacha. Pero Anita hizo como que no se dio por aludida,
aunque ambas eran conscientes del afecto y las esperanzas que siempre se
cifraron en ella.
Al quedar solos Steve tomó la foto en sus
manos y la contempló con una ostensible nostalgia. Raquel empezó a desvestirse
pieza por pieza mientras charlaba con él. Él, en tanto, la escuchaba sin ponerle
demasiada atención pero de buenas a primeras saltó:
—No
debiste decirle eso a Anita.
—
¿Decirle qué?
—No te
hagas.
—Es una
puta, qué querías.
— ¡Por Dios! Cuida tu lengua, estamos en su casa,
podrían escucharte.
—Lo
siento no quise herir tus sentimientos.
—Mejor lo
dejamos ahí, ¡estamos!
Raquel Pimentel le hizo algunas
observaciones a Steve, que de no ser por su terrible estado de ánimo le
hubieran quitado el mal humor y le abrían suministrado una luz de esperanza.
— ¿Viste
como te miraba la loquita esa?
— ¿Quién,
Anita?
—No, la
Vieja Belén… ¡Quién iba a ser!
—No
pienses mal, esa muchacha es un angelito.
—No me
digas, ¡Un angelito! y no te quitaba la mirada de encima, sabiendo que eres un
hombre casado.
—Le llevo
más de seis años, ¡Te fijaste!
— ¡Y qué,
a mi me llevas más de cinco!
—Sabes
bien que somos familia.
—Primos
son ustedes, pero primos súper lejanos.
—Si, es
cierto, ni yo mismo sé bien dónde es que se juntan las familias, mamá siempre
me decía, pero nunca le puse mucho caso.
—Aún así,
los primos se exprimen.
— ¡Esa
vaina es del campo de donde tú vienes!
—La vi
rara, eso no se me va olvidar.
— ¡Aha! ¿Y
entonces? Acaso mi fidelidad depende de que me miren o no. En vez de averiguar
el cómo ella me miraba, debías examinar cómo la miraba yo a ella. Y si hallaras
falta en mi, entonces podrías reclamarme a mi, pero jamás a ella porque ella no
está casada contigo.
—No, eso
sí, te vi bien serio. No le hiciste el favor nunca a la chivirica esa.
—En
cambio Ramón no te dejaba de mirar.
La mujer
calló.
—Y a
veces… tú…
— ¿Qué?...
—Bueno
según pude percibir….hasta medio lo mirabas. Y a ratos mirabas para mi, como
para ver en dónde estaban mis ojos, y yo me hacía como que no era con migo.
La mujer
no supo que decir.
—Si tu
preocupación de ahora fuera en otro contexto, —bajo un ambiente de diafanidad total, quiero
decir— hasta me pudiera alegrar, pero a
veces siento que te amo tanto, y que te asedian tanto, y que tú te niegas tan
poco, que no te oculto que he pensado hasta en matarte.
—No Steve,
no digas esas cosas, tú eres muy cristiano y no debes ofender a Dios, ya sabes
que Dios tiene ojos en todos los lados.
—Te
alegra mucho mi cristiandad, ¿verdad?
—Como no
me iba alegrar. Si eres tan tranquilo, tan pacifico tan…
— ¡Tan
Pariguayo! Y hasta cuernudo me dicen por ahí. ¡Coño!
Raquel
Pimentel no dijo palabra y se durmió. Él
en cambio, la observó rendida en su sueño inocente, «tan linda mi mujer, —se decía— la que yo
elegí, el deseo de todos los hombres, la envidia de todas las mujeres, la que
se robó mis ojos y nunca me los devolvió». La continuó observando en un verdadero
estado de transportación hasta que un incontrolable estado de sopor se apoderó
de el. Fue en aquel estado en el cual tuvo su último y más decisivo encuentro
con Manolo; desde aquella vez hacían ya tres años completos. Iba caminando por
el callejón de los sanjuaneros, sin mirar a nadie en especifico, ese día andaba
buscando un aguacate entre las verduleras de la barriada que vendían de todo:
el santo y las flores, agua de rompezaraguey, la pócima del amansa guapo, mejorana,
raíces de anamú, flor de tilo, hojas de guanábana, tallos de sábila, semillas secas de chinola,
así como agua de manantial y pociones para la mala racha y el mal de amores.
Pero él tan solo deseaba un aguacate para aderezar el almuerzo. Tomó el que le
gustó, el que se veía más grande y de pronto otra mano también agarró el
aguacate.
—¡Diache
primo, usted no cambia, siempre tratando de coger la fruta más buena y la más
grande!
—Suéltalo Manolo, que no quiero pleitos
contigo.
El primo
lo empujó sin pensarlo dos veces y lo hizo quedar en ridículo ante la risa y el
asombro de los curiosos del mercado. Steve con más miedo que vergüenza, se
intentó levantar del muladar en el que
yacía, pero descubrió para mayor deshonra
que las piernas no le respondían, tal como sospechaba que sucedería
cuando llegara ese momento. Se quedó mudo en medio de las hojas podridas de los
repollos y las raíces de espinacas que ya no servían para nada. Al rato Raquel
Pimentel lo escudó gemir:
—«Soy un mierda, soy un cagao, maldita sea,
yo no sirvo para nada, le tengo miedo al buen pendejo ese».
La mujer
no entendía lo que el marido murmuraba, pensó que sus quejidos eran producto de
los dolores de la enfermedad y se volvió a dormir.
Al amanecer, el vendaval y la lluvia
torrencial habían cesado. Pero los vestigios del desastre eran más que evidentes
por doquier. Desde la orilla del río se veían subir y bajar en romería las
familias que habían quedado damnificadas por los efectos del huracán que
cargaban lo poco que habían podido desenterrar de entre el lodo, porque el río
impetuoso en un acto de generosidad no se había llevado todo, en las arenas
grises colindantes con el río se veía un fétido espectáculo de peces raros
diseminados por toda la orilla y a la distancia se distinguía un tumulto de
curiosos que examinaba el cadáver de un joven a quien la corriente había
arrastrado junto con un mar de lilas e islas de residuos de los platanales de
la rivera del Isabela, tal vez el cuerpo del joven provendría de una de las
grandes cañadas de aguas negras de las zonas altas, quizá de los Guandules o
Guachupita o de cualquiera de los muchos deprimentes tugurios que circundaban
el río histórico.
Steve permaneció acostado hasta que la voz
dulce de Anita lo estimuló a dejar las sabanas:
—Steve,
levántate que hay un mundo de cosas por hacer.
—Pues que
las haga otro, porque lo que soy yo, estoy pago. —Le respondió en tono de broma, mientras trataba
de localizar la procedencia del delicado aroma de jazmín que se había apoderado
de sus narices, sentía como si sus
labios y los de Anita hubieran estado juntos toda la noche; pero apartó aquella
idea infiel de su mente al vuelo.
Después de un rato salió del baño y cuando
salió a fuera, un sol que le hería las sienes vitalizaba el mundo.
— ¿Anita?
—indagó intrigado. — ¿perdona que te pregunte; pero anoche me pareció que
además del viento se oían como unos gemidos extraños, tú que dices?
Ella
aprovechó el momento para acercársele dejando una incómoda distancia para él de
medio metro entre ambos, la cual fue cerrando poco a poco hasta que pudo
escuchar el jadeo de su aliento.
— ¿Ruidos
raros dices? ¡Ah, sí! Seguro te refieres a Aris.
— ¿Quién
es Aris?
—Sé que
te va a parecer algo extraño, pero es mi medio hermano, él es algo retardado
por eso lo tenemos encerrado en su cuarto. Hace algún tiempesito esta viviendo
en la casa con nosotros, antes de eso estaba en el sanatorio.
—No sabía
que tuvieras un medio hermano.
—Honestamente
yo tampoco lo sabía, esa fue la herencia que nos dejó papá antes de terminar de
joderse.
—Ya veo,
¿Dónde dices que estaba antes?
—En el
sanatorio.
— ¿En el
28 quieres decir?
—Sí, más
o menos. Ya ves, nos dijeron que ellos ya no lo pueden tener allá y tuvimos que
traérnoslo para la casa.
—Es muy
triste saberlo.
— ¡No te
apenes! Uno se va acostumbrando poco a poco, es asunto de aprenderlo a amar.
— ¿Y no
es violento?
—No, a
veces no.
Cuando terminó el interrogatorio puso
rápidamente sus manos en los hombros de ella, pues lo que ocurriría a
continuación era más que evidente si algo no lo impedía. Cuando la tocó observó
como sus senos se ponían erectos, fue entonces que advirtió que había cometido
un error, retiró rápidamente sus manos de encima de ella e introdujo una
conversación maromera con la que intentó distraer su atención del momento
crucial en que se hallaban, pero ella no estaba en el mismo espíritu que él. Lo
asió de la mano resueltamente; pero de pronto, se escucharon los pasos de Ramón
King que se acercaba por el pasillo que dividía las habitaciones, él se le
soltó de prisa.
—Te me escapaste,
bandido. —Le advirtió.
—¡Carajo!
Se cumplió lo que dijiste, ––le dijo la mujer en una broma mal lograda,
acompañada de una visible orfandad de seguridad interna, al tiempo que él la
recorría con lentitud desde la altura de la cintura hasta que sus ojos
inocentes se toparon con aquel rostro duro e inmisericorde labrado en el
inhóspito pedernal de la indiferencia, la contempló molesto y por primera vez
en mucho tiempo supo que lo que sentía por ella no era aquella compasión y
condescendencia por su falta de virtudes, sino un doloroso odio en ciernes.
—Siempre
te dije que era una cuestión de fe, ––le respondió con ironía.
—Sí,
tienes razón.
Replicó
la mujer ostensiblemente impaciente por llegar a algún sitio específico con la
conversación:
— ¿Y?….
Steve la
miró como adivinándole el pensamiento. Ella se detuvo a mirarlo a los ojos,
pero le temblaba la mirada.
—Ya sé lo
que vas a decir…
—Perdóname,
yo soy así.
— ¿No me
lo vas a creer?
—
¿Qué?...
—Parece
que por primera vez no tengo esa respuesta… No sé que vamos a hacer. Pero no te
apures ya se me ocurrirá algo.
—Aha,
pero tiene que ser de aquí a horita. Porque estamos en la calle.
Raquel
Pimentel estaba llorando. Él estaba asombrado. Nunca había visto a la mujer en
semejante estado de desamparo. La tristeza de ella le manaba por los poros y sin
embargo, él se sintió alegre de ver que a pesar de todo esa loba sin dueño por
la que había perdido todo concepto y respeto por sí mismo, muy en el fondo, en
su oxidado interior tenía algún sentimiento, aunque fuera mezquino y egoísta,
que aparentaba ser humano.
—No te
apures ya pensaré en algo.
—Sí pero
tiene que ser rápido.
—Ya lo
sé, crees que no me doy cuenta.
—Aha.
— ¿Aha
qué?
—Que si,
que veo que estas en eso.
— ¡Ah! Ya
verás algo se me ha de ocurrir.
— ¿Cómo
qué?
—No sé….
Podemos hablar con Damián y podemos compartir el local del colmado en lo que el
hacha va y viene.
—Sí me
hubieras escuchado a estas alturas la cosa fuera distinta.
—No es
momento para recriminaciones, tratemos de llevar la fiesta en paz ¡Estamos!
—Sí,
tienes razón. Pero por el amor de Dios, hazme caso esta vez: vete a casa de don
Emmanuel, tal vez esté ahí todavía… y… tú sabes, él preside la comisión…
háblale, explícale… dile que nos está llevando el diablo.
—Eso
jamás, hay que tener orgullo, dignidad...
—Steve,
el orgullo no te lo puedes comer. Tíratele a muerto, porque si no, nos quedamos
en la calle. Steve tienes que hacer algo, las cosas conmigo ya no están como
antes, si no obras tú lo haré yo.
—Todavía
tenemos un terreno.
—Pero no
tenemos dinero con qué construir.
—Bueno,
pero podemos vender uno de los terrenos y construir en el otro.
— ¡Vez Steve!
Ya vamos progresando. De todos modos tienes que tratar de que la Morena ceda lo
que le corresponde.
—Ella
cederá, después que vea lo que ha pasado, estoy seguro que entenderá; sí, ya
verás que lo hará.
—Sí Steve,
pero acuérdate que debes lograr que Emmanuel te inscriba en la lista del
partido para que así el gobierno nos ayude en la construcción del rancho, y
quién sabe, si le caes en gracia al viejo quizá hasta te da algo de lo que se
sacó.
—No sabía
que don Emmanuel se hubiera sacado nada.
—No me
digas, ¿No sabes que don Emmanuel es millonario? Y ¿En qué mundo estas
viviendo?...
Con el ánimo renovado Steve se dirigió sin
dilaciones a casa de don Emmanuel. Al llegar el patio del anciano al igual que
los demás lugareños había experimentado los embates del meteoro, el jardincito
parecía una escena extrapolada de una jungla del período precámbrico; se hizo
paso entre las palmas caídas y las ramas desarraigadas de los numerosos árboles
de la propiedad. Campeando entre la maleza divisó entre el frondoso follaje de
la mata de mango y el pino gigante y milenario
los trazos azules de la pintura de la casa más insigne del barrio, al
dejar el maizal caído e internarse en la acera de mosaicos desalineados y mal
combinados, el asedio de unos perros rabiosos le descompusieron el ánimo y la
compostura que inexplicablemente había experimentado tras la noticia de la
buena suerte del anciano. Desgarbado y
sin la misma firmeza del principio permaneció inerme ante el escándalo de los
perros que amenazaban con devorar lo poco que quedaba de su endeble figura.
— ¡Se
callan, perros del coño!
Les voceó
el Ingeniero, esposo de la Morena a los dos canes, quienes al escuchar la voz
del amo de inmediato le soltaron los pantalones a Steve.
— ¡Me
salvó cuñado! Si usted no aparece pronto estos perros me comen vivo.
—
¡Perdone usted cuñado, usted sabe estos son los guardianes de la paz de esta
propiedad!
—Se sabe
cuñado, se sabe.
—Y dígame
¿Qué le pareció lo del almacén?
Steve no
tenía ni idea de lo que le estaba hablando el Ingeniero, pero por no dar la
imagen de no estar al tanto de las cosas del cuñado le hizo creer que sí sabía
y que le parecía bien.
—Me
alegra mucho cuñado.
El
Ingeniero era un hombre de pocas palabras, que acostumbraba a mirar a todo
mundo por encima del hombro, había sido criado en estricta disciplina militar, de
modo que era primero militar de carrera y después cualquier otra cosa, pero,
primero hombre de cuartel como lo había sido su padre en los años de la
dictadura. Desde los años del noviazgo con la hermana hasta la fecha no habían
conversado ni diez veces, y siempre era él quien terminaba los diálogos, bajo
el alegato de que andaba apurado en sus negocios y actividades interminables.
El Ingeniero se sintió un tanto culpable
al verlo en semejante estado de desamparo. Ya la Morena lo había puesto al
corriente de la enfermedad que estaba afrontando el hermano, pero hasta dicho
momento no habían tenido la oportunidad de verse.
—A papá
se le olvidó amarrar estos perros antes de irse y ya ve usted el desorden que
hay en esta casa, ahora me va a tocar a mí hacer todo lo que él hacía.
— ¿Dice
usted que don Emmanuel se fue?, ¿A dónde se ha ido, y cuándo?...
— ¿No me
diga que hasta ahora no sabía nada cuñado? Usted sabe, como Papá se ganó el
premio….
—Si, ya
me pusieron al corriente de esa buena noticia.
Le
interrumpió Steve.
—Pues
bien, la semana pasada decidió irse a vivir definitivamente a la Florida, usted
sabe, él siempre soñó con vivir allá, pero siempre decía que era muy caro. Ya
ve usted, Dios parece que lo oyó, y no tendrá que ir sólo de visita, ahora se queda a residir allá, son caprichos de
viejos, ¡que le vamos hacer!
—Si, es
cierto, ¡qué le vamos hacer!… Y…
— ¿Aha?
Usted dirá…
—Bueno….
Yo, en realidad….
—Bueno
cuñado, me va a excusar pero yo tengo
que irme, ya ve usted como ha quedado todo esto en desorden después del
huracán, tengo que juntarme con los obreros para inspeccionar el estado de las
obras que tenemos asignadas, usted sabe siempre mucho trabajo, la misma faena
de siempre.
—Yo lo
entiendo, si, lo entiendo… perdóneme por haberle quitado el tiempo, nos vemos.
—¡Steve!
—Sí.
—Espéreme
un momento, ahora que me acuerdo se me olvidaba que papá le dejó algo conmigo.
Venga acompáñeme a la casa.
Steve lo
siguió lentamente. En el trayecto el Ingeniero mantuvo un hermetismo absoluto.
Pasaron el jardincito lleno de flores arrumbadas y con el terreno algo
erosionado por los efectos del ciclón, pasaron la verja metálica y después la puerta
de caoba primorosamente labrada por manos diestras. Al internarse en la casa Steve
volvió a rememorar los días de su escapada niñez cuando en la puerta trasera de
la cocina de don Emmanuel, su madre, la cocinera en ese entonces, lo atiborraba
en secreto del sobrante de las paellas de berenjena, o del lambi con sabor a
pollo, ensalada rusa y otras peculiaridades culinarias muy propias de las
frecuentes reuniones de oficiales que se realizaban en la casa más suntuosa del
barrio: «estos ricos tienen mucho, —decía— de alguna manera hay que sacarles
algo» de esta manera justificaba
Vertilia las galletas saladas que se llevaba a su casa, el yogurt importado, el
helado de mantecado, los mantelitos bordados, la miel de abejas, el algodón y el alcohol isopropílico,
el hisopo, los pañuelos de seda, el papel de baño, las servilletas con detalles
del Greco y todo aquello que cupiera en su gran cartera o en el inmenso estuche donde guardaba su gran
Biblia. «Es una cuestión de justicia», —se justificaba la anciana, «algunas
cosas las hace el buen Dios, otras debemos granjeárnoslas nosotros mismos».
—Espéreme
aquí cuñado que vuelvo en seguida.
Le dijo
el Ingeniero mientras se disponía a subir las escaleras que conducían a las
habitaciones y al cuarto de insignias del segundo piso.
—No se
apure, no hay prisa.
Le
respondió un Steve esperanzado mientras admiraba la sobriedad de algunos
lugares de la casa, pues la mansión daba la impresión de que albergaba dentro
de sí dos periodos existenciales diferentes; por un lado era evidente que
habían espacios intencionalmente preservados en contra de los embates de la
modernidad, mientras que otros parecían bastante contemporáneos. Se fijó además de la escalera interior con un
pequeño cuadrito con la foto de un anciano por cada dos eslabones, pero la foto
que inauguraba los dos primeros escalones en cierto sentido rompía un tanto con
la armonía de las que le precedían, se trataba, de la imagen de una joven
hermosa con claras facciones europeas. Era la fotografía de la que fuera esposa
de don Emmanuel. Steve supuso que la manera en que estaban dispuestas las fotos
semejaría un árbol genealógico o algo así, contempló el acabado en madera de
las paredes de la sala que llegaba hasta la altura del pecho, dando la
impresión de que se estaba en una habitación del Banco Central, o del Museo de
las Casas Reales. El piso de lozas pulidas algo enlodado por los trastornos de
la tormenta, el largo comedor de cedro con sillas bien talladas al estilo Luis
XV, todo en la casa revelaba al vuelo un gusto exquisito y una mano diestra; la
de doña Xiomara Phipps, La misteriosamente fallecida esposa de don Emmanuel Deligne durante los años de
gobierno del Sátrapa.
De repente apareció la figura del
Ingeniero caminando agarrado del andén de la escalera, Steve entre tanto no dejaba de elucubrar toda clase
de pensamientos sobre cual sería la cantidad con la que el buen don Emmanuel
habría decidido gratificarlo. Después de todo fue con el número de su cumpleaños
que se sacó, y a más de eso él le había prometido una generosa lluvia de gracia
si la suerte le acompañaba; así que no había nada que temer, parecía que por
fin los días tristes se acababan, decía él. «Después de la tempestad, viene la
calma».
Lo vio bajar la escalera sin vacilación,
un escalón, dos, tres y después, dos y tres al mismo tiempo.
— ¡Aquí
tiene cuñado! que lo disfrute.
Steve tomó
el sobrecito Manila, abultado y sellado con cola blanca, las manos le
temblaban, el sudor le bajaba a raudales, no cesaba de mojarse los labios con la
lengua, parecía una mosca frotándose las patas, su expresión total era la de un
indigente ante una amigable manifestación de caridad. El Ingeniero se percató
que el hombre se hallaba en estrecho. Lo miró con cierta pena, y le dijo:
— ¡Ah!,
se me olvidaba decirle Steve:
—Aha, usted
dirá.
—Papá le
dejó dicho que lo que hablaron la otra vez era muy en serio, que no se deje
coger de pendejo, que le ponga el ojo a quien usted ya sabe.
— ¡No sé
de me está hablando, ni qué me quiso decir don Emmanuel! Se defendió Steve.
—A, usted
ve, de eso si que yo no sé nada, fueron cosas que él me dijo que ustedes
hablaron. Me dijo también que le diga: «que lo goces, que lo gastes en ti y en
nadie más, y que no le digas a nadie el monto».
A la única palabra a la que Steve le puso
atención finalmente fue a lo del monto. Obvió la primera parte del mensaje
porque captó al tiro la intención malsana y chismosa del anciano y porque al
pedir que no revelara el monto, estaría implicando que la cantidad era
significativa.
Terminó de agradecer al Ingeniero su
gentileza y después de atravesar el desorden de maíz marchito, salió con la
frente en alto hasta la calle y allí de nuevo vio a la distancia parte de la silueta de la
esposa que lo aguardaba impaciente, tumbada encima de los huacales de refresco del
colmado. Mientras el hombre avanzaba le era imposible ocultar una risa de
satisfacción, al acercarse más, la mujer le notó la alegría, y se contagió del
oculto motivo de gozo de su esposo; Damián le soltó la mano de inmediato a la
mujer, y fingió participar de la escena.
Mientras a penas le faltaba una distancia de un tiro de piedra para
llegar al colmado, su mente no tuvo ni un minuto de sosiego —«que sé yo, tal
vez sean 100 mil pesos, qué son 100 mil pesos para un millonario, o mejor aún
tal vez 200 mil, él sabe que ahora el dinero no rinde para nada. O quizás sea
mucho…. Sí, quizá es mucho pensar, tal vez sean solo 150 o a lo mejor 80, ¡Alabado
sea Dios!, lo que sí sé, es que la cosa está entre 90 y 150 mil. No puede ser menos,
eso está claro, el sobre está bastante abultado. Sí señor, eso no se duda. Si
los billetes son de a mil, fácilmente caben aquí 80 o 100 mil pesos, eso no lo
despinta nadie, sí Señor».
Alicia había vuelto nuevamente a la casa
del amante, había tomado posesión de ella en ánimo de quedarse a vivir como
dueña y señora porque la situación de Manolo aparentaba que iba para largo.
Desde el balcón de la habitación contempló el patio de la rival, con una risa
maliciosa se regocijaba porque de los rastros del rancho apenas habían quedado
unas pocas hojas de zinc dobladas y ennegrecidas apoyadas por las cuatro maltrechas
paredes de concreto desnudas que una vez fueron usadas como baño, algunos pocos
palos del armazón de la casa enhiestos que en una mirada poética semejaban los
vencedores de un duro torneo de gladiadores, un reguero de ropa esparcida y
algunos pocos trastos y sillas que no volaron porque lograron anclarse en
lugares imbatibles. Lo único que pudo observar había quedado intacto después
del huracán, era el piso de argamasa pulida y la pecera llena de las aguas
diluviales pero sin un solo de los adorados peces de Steve. Esa misma tarde se
hizo la promesa solemne de hacerle la vida lo más miserable que se pudiera, a
la mujer por la cual entendía se había fugado el corazón del hombre de su vida.
Salió del balcón después de observar el barrio en total desorden; prolijamente
barrido por la furia del viento implacable que había azotado el país toda la
noche anterior, se sentó nuevamente frente a la hermana y de nuevo le instó a
dejarle a ella el problema:
—Creo que
este huracán ha sido más fuerte que el David.
—Hasta yo
lo creo, además no es que el David fue tan terrible como este, lo que pasó es
que cuando se pensaba que se iba, entonces se devolvió.
—Sí, es
cierto. Mucha gente murió también por desconocimiento, porque cuando pasó la
primera parte de la onda del huracán, la gente pensó que ya todo había
terminado y no se daban cuenta que aquello era solo el ojo del huracán, la calma
antes de la segunda parte del desastre.
—Hablando
de todo como los locos, ¿cómo anduvo todo por tu casa?
—Todo
bien, a la que no le fue muy bien fue a doña Elminda.
— ¿Qué le
pasó?
—Tú sabes
que ella estaba levantando un cuarto detrás de la casa para que el hijo viviera
ahí, porque según ella le hacía la vida imposible….
—No me
digas, la interrumpió Alicia. — ¿y el viento se la llevó?
— ¿A ella?
— ¡Claro
que no! ¿Qué me entendiste?
— ¿Que si
se llevó a la vieja? —Respondió Rosa.
—Que
bruta eres. Claro que no me refiero a la anciana, me refiero a la casa; déjame
terminar…
—Esta
bien, Sigue. —La animó Rosa.
—No se la
llevó, pero la desplomó de arriba a bajo.
—Bueno,
al menos, solo tiene que levantarla; no como el caso de la rastrera del patio
de atrás.
—Lo
triste de todo es que pagan justos por pecadores.
— ¿A qué
viene eso?
—Ella es
una arpía, pero Steve es un alma de Dios.
—Se sabe,
la mala es ella.
—Tan buen
macho, para tan mala mujer.
—Así es
siempre. Como lo de don Emmanuel, ¡Dios le da barba al que no tiene quijada!
—Así es la
vida.
—Aha ¡Que
se la va hacer!
—Me cansé
de hacerle ojo bonito pero él parece que aspiraba algo más refinado, ¡Que coja
ahora!
—Rosa,
¿No sabía que Steve te gustara?
—Te estas
tratando se hacer la boba conmigo, todas las muchachas del barrio se descorazonaban
por Steve.
—Pero yo
no, a mí siempre me pareció demasiado pariguayo y cursi.
—Y ahora
es que parece un fleje de verdad, el pobre se está muriendo. Dicen que tiene
SIDA.
— ¿Qué?
— ¡Aha!
¿No me digas que no sabías nada?
— ¿Tú
estás segura?
— ¿Cuál
es el problema? Hasta el rostro te cambió.
—Todavía
lo preguntas, si Steve tiene sida, entonces ella también lo tiene.
— ¡Mija, descubriste
la formula del agua tibia!
Alicia la
tomó por un brazo y la hizo reflexionar.
— ¡Hija
de puta! ¿Todavía no caes?, coño, sí ella tiene el SIDA entonces yo también.
Rosa
instintivamente le soltó el brazo en forma repulsiva, y solo atinó a exclamar
con un único y potente golpe de voz:
— ¡Ay!
Steve
se internó en la media luz de la casa detrás de la cortina de la puerta trasera
del colmado. La euforia se le veía a lo lejos, la esposa se mantuvo cauta todo
el tiempo, pero los ojos le brillaban como a un gato en las tinieblas. En la
casa había una fetidez embriagante proveniente de toda una ristra de
inmundicias que Damián había dejado acumular durante dos largos años; había
calzoncillos enmohecidos guindando por doquier, restos de preservativos
amontonados en una caja de cartón de Margarina Manicera, cajas de arenque para venderle
a los niños que se iniciaban como limpiabotas y un caudal inagotable de basura
apiñada en una esquina del catre como si el hombre se deleitara en examinar el origen de cada uno de los
desperdicios allí depositados.
Steve rompió el silencio, le dijo a la
mujer que Dios había premiado su fe, que Dios había usado a don Emmanuel para
bendecirlos, pues él mismo fue quien le inspiró el número que debía jugar y que
ella ya no tendría nada porque avergonzarse de él.
— ¿Es
cierto?
—Tan
cierto como el alba anuncia al sol de justicia en cada amanecer. Ahora me verás
con otros ojos.
—Yo nunca
me he avergonzado de ti Steve, no digas esas cosas.
—Yo
pensaba que sí.
—No, tú
sabes, una a veces se siente algo desdichada, pero eso se pasa.
—Si es
cierto.
— ¿No lo
vas abrir?
—Mejor lo
abres tú.
—No el
honor es tuyo.
—Si tú
insistes… no hay de otra, ¿parece que hay mucho dinero aquí? ¿Cómo cuánto crees
más o menos?
—No sé,
me lo entregaron así, aunque ya hice mis cálculos.
—La
verdad es que ese don Emmanuel es buena gente después de todo.
—Yo
siempre dije eso, la que siempre lo dudaste fuiste tú.
La mujer
asintió, no a sus palabras, sino a la nueva alborada de dicha que suponía
aquella noticia para lo que ella consideraba había sido una larga pesadilla
junto aquel moribundo hombre, en un instante perdió la compostura, se abalanzó
sobre el esposo lo abrazó y le dio un besó mojado.
—¡No
sabes lo feliz que me haces!
El se
sintió renacer después de tantos meses de hostilidades.
—Tú sabes
que esa es mi mayor alegría.
—Lo sé,
si lo sé.
—Ábrelo,
no te tardes más.
—Claro,
ya lo abro….
—Huele
mal aquí.
—Si, un
poco. A ver… cincuenta, cien, trescientos….
— ¿Cuánto
hay?…
—Mil
quinientos pesos.
—¡No lo
puedo creer!
—Pues
Créalo mister Steve. Esa vaina no da para nada. ¡Carajo, ese don Emmanuel si es
un viejito sinvergüenza!
—Déjame
ver, eso no puede ser, tal vez te
equivocaste.
—Yo no sé
mucho de letras, pero de números si sé.
—No me lo
tienes que jurar, ya sé que te has vuelto completamente metálica.
—Yo seré
lo que a ti te de la gana, pero tú no eres más que un cabrón de arriba a bajo.
No ves lo que te dije que el Viejito azaroso nos iba a dejar encharcados a
todos. Pero está bueno que te pase por pendejo, te creías de verdad que don
Emmanuel te iba poner en las manos 20 ó 30 mil pesos por tu linda cara.
El hombre calló. La mujer lo había tomado
por la yugular y lo había dejado sin respiración. Nada sabio o atinado arribó
hasta sus sentidos para refutar los acres ataques de la mujer, que solo pararon
cuando le faltó el aliento, lo único que sentía era un deseo inmenso de
abofetearla hasta que se callara, y para que de una vez y por todas se enterara
de quien era el macho, pero ni siquiera osó intentarlo, su complexión física
desmentía cualquier intención de beligerancia, mientras que la mujer no podía
estar en una salud más notoria, si había perdido la batalla verbal no podía
ahora exponerse a perder la batalla de las trompadas.
«¡Cuantas
vainas tenemos que aguantar los pobres!»
Suspiró.
Unidos por los lazos irrompibles de la
morbosidad sin límites que los caracterizaba a ambos, Ramón King y Tito Cedeño
Phipps, el deportado narcotraficante, planificaban paso por paso la fina
urdimbre que debía culminar dentro de dos meses con la salida de Manolo de la
prisión, el restablecimiento de los viajes en yola, y la reactivación del punto
de venta de estupefacientes en casa de Manolo.
Después de logrados estos objetivos intentaría volver a suelo
norteamericano con un machete que un amigo de la dirección de pasaporte le
estaba gestionando.
—Te has
fijado en lo entera que esta la hembra de Steve.
— Quien
no, esa maldita esta como quiere, ¡Esta más buena que el diablo! Pero esa mujer
es intocable.
— ¿Por
qué?
—Dos
simples razones:
— ¿Aha?
—Dicen
que tiene el SIDA.
— ¿Quien
dijo esa vaina?, esa mujer esta más sana que tú y yo. Si eso fuera cierto Steve
me lo hubiera dicho.
—Como te
lo iba a decir, si él se está muriendo de la enfermedad.
—¡Mentiras
de los deslenguados de este barrio misérrimo! Steve tiene cáncer, no SIDA.
—Es lo
mismo.
—No, no
lo es, el SIDA se pega, se contagia; el cáncer en cambio es hereditario, o
simplemente surge, pero no se pega; me captas.
—¿Y tú cómo
sabes lo del cáncer?
—Él mismo
me lo confesó.
— ¡Carajo,
como va ser! Medio barrio anda diciendo que el tipo se esta pudriendo por el
SIDA, y que la mujer es una puta, que ella fue quien lo contagió.
—En fin,
ya sabes lo que te toca hacer...
—Claro,
estoy al tanto.
—Sabes,
esa pollita me la tiro yo.
—No te lo
aconsejo de todos modos.
— ¿Por
qué? ¿A ti también te gusta?
—No te lo
voy a negar, siempre me gustó, pero no es por mí.
— ¿Y
entonces, cuál es el misterio?
—Capetón
es su chulo.
—No me
digas.
—Sí,
desde joven está emperrado con ella, pero tu primo que también es primo de
manolo se le adelantó. Hasta llegó a planear matarlo. Pero al final la tipa cayó
y el decidió ahorrar unos chelitos y llevársela del barrio. En eso estaba
cuando lo agarraron preso.
— ¡Aha!
No sabía nada.
—Si Capetón
se entera de que alguien más le quiere arrebatar la pollita se lo lambe, tú lo
conoces mejor que yo.
—Te creo,
te creo. Ahora bien, la tipa es enferma, porque o yo estoy muy bueno, o ella le
hace ojo bonito a todos los hombres.
—No te
confundas, ella mira así, lo tengo comprobado.
—Bueno,
no se hable más. Ya sabes lo tuyo, no me falles que esta vaina es para gente
con cojones.
—Antes de
irte debo advertirte que Steve seguro te va a indagar si es verdad que yo le
dije en lo que tú estabas…
— ¡Como! ¿Le
dijiste lo mío?
—Aha, que
querías, todavía no te me habías acercado; además lo tuyo se sabe, el único
pendejo que se tragaba tus cuentos era Steve.
—Es mi
amigo y somos familia, a pesar de todo, yo lo aprecio mucho.
—En fin,
me pones como un mentiroso si se te acerca, lo niegas todo.
— ¡Que
imbécil eres! Ya lo dañaste todo no me atrevo a volver por su casa, seguramente
ya desconfía de mi.
Después de una tortuosa semana matizada
por una encarnizada guerra verbal entre él y la esposa, que le disminuía la
vida a grandes sorbos, Steve decidió acercarse a la hermana con la idea de
dirimir el asunto de la propiedad.
— ¡Cómo
me vas a salir con esa vaina! ¿Qué te has llegado a pensar? ¿Desde cuándo
quedaste nombrada albacea familiar. —Le recriminó con expresión adusta.
Ella lo
miró con rabia, pero no le respondió palabra.
—La
verdad es que se necesita mucho descaro para actuar así. —Prosiguió.
—Mantén
el tono, ¡Estamos! Yo no podía adivinar que tenías planes con la propiedad, no
me habías dicho ni pío sobre esa vaina, además Francisco me dijo que te habló
del asunto y que le dijiste que todo estaba bien, ahora no te vengas a echar
para atrás, tienes que mantener tú palabra.
—
¡Maldita sea! Ustedes no se sacian de tener, ¿no te da vergüenza hacer planes
con lo ajeno?
—Sin
ofender, —le respondió con vehemencia. Sin ofensas, mejor «no saquemos los
puñales, para no tener que sacar los machetes», porque si la cosa es así yo puedo decir
lo mismo de ti. Este asunto ya no está en mis manos, mi marido es el que se
está encargando de eso.
—Pues que
lo eche para atrás, en esa propiedad no se va a construir ningún almacén, esa
propiedad es el patrimonio de la familia. ¡No faltaba más! Es decir, que a
parte de que quieren cogerse el terreno de mamá también me van a plantar otro
negocio casi frente al mío, ¿Qué es realmente lo que quieren? Ese terreno es de
la familia.
— ¡Aha! Tú
y yo somos ahora la familia. ¡Estamos! Y hasta donde sé, tienes tú casa, o lo
que queda de ella, ¡Que más da! Y además tienes tú colmado, ¿Qué más quieres?
—
¿Todavía lo preguntas? Como si no supieras que en la gravedad de mamá me tuve
que echar la deuda de la clínica encima.
—No, tú
solo no. Vamos a ser más justos. Si mal no recuerdas, se te dijo claramente… no
me acuerdo ahora con quien se te mandó a decir…
—Con Raquel
de Readman, —interrumpió él advirtiendo el desprecio con el cual la hermana
prefería soslayar a su esposa antes que mencionarla.
— ¡Aha!…
Con ella…. —Prosiguió— Que tu aporte a la deuda sería la mitad de la deuda.
—Ella
nunca me dijo eso.
—«Esos
son otros quinientos»,
no es mi problema, son asuntos de ustedes pero si quieres pregúntale. En fin,
la cosa es que lo que tú pusiste fue a penas la tercera parte del total, el
otro dinero lo buscamos Francisco y yo.
—Tampoco
lo pongas así, porque para tu información, todavía estoy pagando intereses del
préstamo que tuve que solicitar para poder conseguir ese dinero.
—Lo siento
mucho, que yo sepa, ni mamá estaba enterada de que habías solicitado un
préstamo. La cosa es que ya Francisco le compró a los otros propietarios y ya
le sometió los planos al ayuntamiento, esa vaina no tiene vuelta atrás.
—Morena…
Yo soy tu hermano, considérame.
—Si
hubieras empezado por ahí, tal vez. Pero el asunto es que eso ya no está en mis
manos. Siempre te dije que ibas a llorar lágrimas de sangre por la mujer esa.
—Eso no
viene al caso.
—Claro
que viene al caso.
—Ah, ya
sé. Entonces es por eso. Quiere decir, que para ti es una venganza.
—Steve,
no se hable más del asunto. Esto no tiene vuelta atrás.
—No, esto
va hasta las últimas consecuencias, si he de ir a los tribunales lo haré, ¿Y
sabes por qué?
— ¿Aha?
—No por
el terreno, sino por el abuso.
—No
pierdas el tiempo con eso; llevas la de perder.
— ¿Eso
piensas? Allá tú, el golpe avisa.
—Querido,
acuérdate que son terrenos del estado, y nosotros somos los que estamos en el
gobierno.
—No
importa, mamá estuvo veinticinco años viviendo en esa casa, ya tiene derecho de
propiedad.
—Sí, quizá
sea verdad, pero no tienes papeles.
Al oír
esa palabra Steve no porfió más.
Damián había decidido dar termino a sus
relaciones comerciales con Steve Readman a pesar de las suplicas con las que
este intentó frenar su decisión. El viejo y fiel compañero de negocios a quien
ayudó a salir de Barahona cuando no era más que un peón sin otro futuro que no
fuera hacer lo mismo de todos los días hasta que el cuerpo no diera más en la
parcela de un tío suyo; ahora abandonaba de golpe y porrazo a su generoso
redentor en su hora más oscura; había tomado la decisión porque las perdidas
del negocio eran más que evidentes, y su patrimonio se estaba descapitalizando
ya que Steve solo se había limitado los últimos cuatro meses a sacar dinero
para pagar la deuda contraída con el banco y a suplir las necesidades de su
hogar, los imprevistos de sus parientes y el costoso tratamiento de su voraz
enfermedad. La noche que Damián lo citó en el colmado para comunicarle la
decisión aún permanecía una aguda helada, causada por una honda estacionaria
que era el resultado de las secuelas del huracán. El ambiente en la calle era
húmedo y el paseo era todo un infranqueable lodazal. En las esquinas los adolescentes
compartían ron y té de jengibre para combatir el intenso frío.
Cuando Steve llegó al colmado casi a rastras,
ostensiblemente desmadejado por la enfermedad que ya no podía ocultar, el
hombre lo miró y no pudo más que sentirse miserable por lo que pretendía hacer,
pero que no podía dejar de hacer.
—«Siéntese mi compadre»
Lo saludó
con una mezcla de deferencia y lástima, a la vez que le ayudaba a acomodarse,
pero Steve rechazó el gesto con un discreto ademán de sus lánguidas manos.
—Espéreme
un momento mi compadre que ya regreso.
Le dijo Damián
apresurándose a entrar al cuartito de la parte atrás del colmado. Estaba
sudando a pesar del frío, comenzó hurgando levemente algunos harapos y después
moviendo aquí y colocando allá hasta que la encontró. Uno y dos. Uno y dos,
cuatro tragos largos y bien fondeados.
— ¡Ah! —
Exhaló largamente y cuando volteó para entrar de nuevo al negocio se topó
frente a frente con aquella figura opaca y cadavérica.
— ¡Carajo
compadre! No me haga eso, que susto me
acaba usted de dar.
—Parece
que lo que viene es fuerte que te tienes que dar algunos petacazos antes de
decírmelo. Pero, déjame ver si mis dotes de profeta todavía siguen conmigo….
Hizo un
silencio teatral y dio algunos pasos repetidos en un ángulo de noventa grados
alrededor de Damián, y entonces mirándolo a los ojos profetizó:
—Estoy
casi seguro de que deseas que te dé tu parte del negocio porque ya no deseas
seguir aquí, ¿O me equivoco?
— ¡Usted
sigue siendo profeta compadre, de eso no hay duda!
—Aunque
esta vez más que nunca, me hubiera gustado equivocarme.
—Ya usted
ve compadre, no es que sea yo mal agradecido, ni es tampoco que el negocio no
deja, la vaina es que usted sabe que estoy por meterme en mujer y Consuelo me
propuso que con los ahorros de ella y los míos, podemos hacer nuestro propio
negocio. A mi la idea no me pareció mala, entonces ahí es donde está el
problema, yo lo quisiera seguir ayudando compadre, pero no puedo atender todos
los cartones a la vez; si usted es sabio me va a entender.
—Pongamos
las cosas en orden; primeramente tú no me estas ayudando, tú estas trabajando
por dinero, que quede claro. Ahora bien, yo te entiendo y te doy la razón. Pero
espera al menos dos meses.
—Yo
quisiera, créame, pero nos mudamos en menos de dos semanas.
—¿Pero
porqué no me habías dicho nada?
—Perdone
mi compadre, es que todo ha sido muy rápido, usted sabe que los mejores viajes
son los que no se organizan.
— ¡Damián!
— ¿Aha?
—
¡Mírame!
Damián lo
miró no sin cierto azoramiento, mientras Steve hacía una gran inflexión:
—Date
cuenta que yo no duro dos meses si acaso.
Damián
permaneció en silencio.
—No me
gusta sacarle nada en cara a los amigos, pero acuérdate que cuando te traje de
Barahona, eras iletrado, y qué hice yo, te ayudé en esa parte hasta que te
alfabeticé. Hay que ser agradecido.
—Yo sé,
yo sé. Nunca se le ha dejado de agradecer.
— ¿Aha y
de qué manera? Acuérdate que tú viviste en mi casa dos meses mientras yo
instalaba el colmado porque tú no tenías ni donde poner el pie, y quién sabe,
con lo buena que es mi esposa, tal vez hasta te hizo el favor una de esas
mañanas que yo me levantaba temprano para ir al mercado, ¿Quién lo sabe?
—No
compadre, eso jamás, usted ofende mi amistad.
—Y tú
ofendes mi inteligencia. Acuérdate que aquí no pusiste ni un centavo, que
viniste prácticamente con una mano por delante y otra por detrás. De ser un
hombre sin norte te di no solo un trabajo, sino también la oportunidad de ser
empresario, dándote a ganar el cincuenta por ciento de los beneficios del
colmado, que bastante que ha servido para ti y para mi; y eso sin tomar en
cuenta, que he hecho caso omiso a las lenguas viperinas que no dejan de
susurrarme que tú eres un zorro y yo un pendejo; que has puesto ya dos colmados
a costillas de este sin que yo me de cuenta,
he oído todo eso, y ¡que bah! Yo no he dejado de confiar en mi buen
amigo y tú mejor que nadie lo sabes porque hasta hoy nada te había referido de
este asunto.
—Todo eso
es cierto mi compadre, pero es mejor que partamos ahora.
— ¿Pero
cual es la prisa?
—Yo no
quería hablar de eso, pero usted ya lo hizo por mí.
— ¡Ah! Es
porque me voy a morir.
Damián se
encogió de hombros.
—Si yo
muero todavía queda Raquel, ella puede hacer la partición.
—No creo.
— ¿Por
qué lo dudas, piensas que mi esposa no es honesta?
—Si ella
es seria o no es asunto de usted y ella.
— ¿Coño
Damián, qué estas insinuando?
—Nada mi
compadre, nada, lo que pasa es que me enteré de lo que le hizo la Morena, y
tengo miedo de que después que usted falte, esa gente sea capaz hasta de echar
a su mujer a la calle y de apropiarse del negocio, por eso también es que
quiero espantar la mula a tiempo.
—Pues no
se hable más del asunto, deja que yo me encargo de dejar eso arreglado, los
traigo a ellos delante de ti y así todos juntos, el asunto queda aclarado.
—Mejor
que no compadre, esta unión aquí se acaba.
—Así tan
frío.
—Mi
compadre, no me lo ponga más difícil, usted no sabe lo que usted significa para
mi; allá en Barahona, mi familia lo tiene a usted como un santo en el altar.
— ¡Si, ya
me lo imagino!
Steve viéndose
traicionado, decidió no suplicar más, pero tampoco pudo contener el dolor que
venía arrastrando con aquella ininterrumpida cadena de decepciones:
«Me
vendió mi hermana, y no me ibas a vender tú… ¡Bandido!» le endosó con evidente
deprecio.
—Compadre,
aunque usted piense lo peor de mi, yo siempre voy a pensar de usted lo mejor,
ahí esta Dios de testigo. ¡Ah! Por cierto compadre; su mujer me dijo que
ustedes iban a necesitar el local al menos por una semana, sepa compadre que
por mi no hay problema, se pueden quedar desde esta noche que yo me las
arreglo.
Steve no
le respondió.
Al salir del colmado vio pasar a Alicia
quien lo saludó por no faltar a las mínimas normas de cortesía, y él a su vez
le reciprocó el saludo en los mismos términos, ambos eran ya consientes del
rumor real acerca de los desafueros amorosos de sus respectivos compañeros, aunque
él nunca daba total crédito a la especie. Esa noche no se dirigió directamente
a la casa, prefirió irse al malecón en donde frente a las olas furibundas del
mar inquieto dejó volar su pensamiento hasta llegar al punto deseado en que
sencillamente no estaba pensando en nada, simplemente se sabía existente y su
existencia ni dañaba ni beneficiaba, era un espectro en medio de la noche que
buscaba soledad. Sus ojos se clavaron en el cielo estrellado mientras
una vez más clamaba a Dios en absoluto silencio, «Señor dame una oportunidad de ver tú bien, por amor de tú
buen nombre». Cuando más
elevada estaba su digresión espiritual, un travestí lo confundió con un amigo
suyo y dándose cuenta que no era quien pensaba, decidió tantearlo por ver si
lograba algo, sin embargo solo consiguió sacarlo de sus casillas; espetándole:
«mariquita sinvergüenza» se alejó del lugar mascullando algunas recriminaciones
sociales… «Antes se podía venir a este sitio y disfrutar sanamente, pero los
malditos pájaros estos han invadido el lugar»
Cuando llegó por fin al local, notó que
las puertas corredizas del colmado estaban cerradas. Era correcto que así fuera
pues eran ya las once de la noche. Miró para el final de la calle y a la
distancia vio dos sombras que se acercaban apenas discernibles con la luz de neón
proveniente del único farol encendido del alumbrado eléctrico. Tuvo miedo.
Tenía una necesidad apremiante de recostarse pues los dolores corporales solían
extremársele en las horas de la noche, además la humedad del aire lo tenía un
tanto entumecido y empezaba a sentirse desorientado e incorpóreo. Bordeó el local pero al contemplar las
rendijas no vio las luces encendidas; retornó cuidadosamente una vez más a la
parte frontal del local y reconoció a la distancia a Virgilio el villetero y a
Michelle el haitiano vendedor de conconetes, quienes venían prendidos por la
borrachera casi al borde de la disolución. Supuso que vendrían del bar de
Catanga María y ya no tuvo tanto miedo, —«son del equipo» —pensó—. Después que
los saludó en baja voz y ellos le hubieron reciprocado el saludo al menos tres
veces en voz alta, continuó preocupado por la manera en que se introduciría
ante la mujer; se sintió acongojado cuando a la distancia escuchó un fragmento
de la conversación que los borrachos habían iniciado a pocos segundos de
saludarlo.
—Es
tuberculoso que está.
—No
¡animal! Ya te dije que es SIDA que tiene…
Se acordó sin embargo que tenía una grave
urgencia urinaria así que se abrió la bragueta, se bajó el calzoncillo y se
sacó el lembo, después colocó ambas manos contra la pared sin empañetar en
posición de: ¡Alto ahí! y sintió la catarsis de desalojar de sí aquella agüita
amarilla.
— ¡Ah!... ¡Hum!...
Suspiró
largamente; se lo agarró por la punta, se lo examinó escrupulosamente y a
seguidas lo exprimió con cierta delicadeza paternal, lo notó flácido y tan
desamparado como él. «Le
convendría tener fe»
recordó esas palabras que meses atrás le fueron dichas por el doctor Rossi,
pero Rossi ya había pasado a mejor vida, según escuchó; le hubiera gustado que
no fuera así, pues a pesar de todo quizá hubiera intentado buscar en Rossi la
compasión que todos los que él amaba le negaban. Mientras meditaba esperó
impasible hasta que las últimas gotas desalojaran el conducto urinario; sintió
un relajante cosquilleo que le recorría desde los pies hasta la cabeza y
después un escalofrío que de niño le habían dicho que era causado cuando un
muerto le pasaba por el lado a una persona. Miró nuevamente la calle oscura y
vacía, a pesar de aquel breve lapso de autoconmiseración, en sus pupilas tenía
grabado el rostro agreste de la mujer. Se reposicionó el lembo, se subió la
cremallera, y haciendo un esfuerzo sobrenatural dio tres pasos largos y
decididos; cuando estuvo a penas a un metro de la puerta se detuvo. Con las
manos metidas en los bolsillos miró hacía la inmensidad sideral y contempló el
cielo azul sembrado de estrellas que titiritaban en orden y armonía perfecta.
—«Dios,
tú existes» —reflexionó.
Pensó en
su muerte, se miró el cuerpo desmedrado y sintió pena de sí mismo, tenía la
respiración pedregosa y se mantenía en pie solo por su titánica fuerza de
voluntad. «En qué te beneficia mi muerte Dios mío, dame otra oportunidad» —dijo
suplicante con lágrimas en los ojos. Al final después de un gran suspiro de
resignación tuvo el valor para tocar la puerta trasera. Al entrar al ambiente
calido del local e internarse en el cuartito de atrás notó que la mujer lo
estaba esperando despierta. Hacía como que leía con avidez un artículo de la
revista VANIDADES, pero él sabía que no era más que una pose, un preámbulo para
dar inicio a la siguiente reyerta verbal de ese día, lo sabía porque rara vez
su mujer leía de noche. Notó así mismo que Raquel Pimentel se había empeñado en
convertir el chiquero en que dormía Damián en un lugar menos inhóspito y más
decente, lo que a su vez le produjo más
miedo, pues cuando la mujer se dedicaba con mucho esmero a las tareas
domesticas siempre al final se le viraban los ánimos y se tornaba irascible y sarcástica
por no poder conservar el orden ideal que con tanto esmero había logrado. Steve
intentó ir directo al colchón tirado en el piso frío, pero ella se lo impidió.
— ¿Dónde
has estado Steve?
—Por ahí.
— ¿Te
dijo Damián?
—Me dijo.
— ¿Y
entonces?
—
¿Entonces qué?
—No
empecemos de nuevo por favor.
—Pues no
jodas de nuevo por favor.
—Esta
bien, no te voy a joder más, como tú dices; solo te advierto que si de aquí al
viernes esta pendejada no se ha resuelto te vas a acordar de mi.
— ¡Carajo!
No me amenaces.
—No es
amenaza, no es amenaza...
De pronto
sintió que el mundo se le desmoronaba, se iba a desmayar pero logró superarlo.
Se sintió desamparado y ella lo notó. Se acercó entonces como un niño a
suplicar la gracia de sus brazos y el maná de su compasión.
— ¡Raquel!…. Yo te quiero…
Pero ella
lo paró en seco, estaba como enloquecida, y no podía controlarse.
—¡Suéltame
buen pendejo! —Le gritó de tal manera que se enterara todo el barrio.
Él no quería escándalos únicamente deseaba
su compasión, la bendición de sus palabras de apoyo, la mirada de su santa
esposa que lo ayudara a afrontar las duras pruebas de Dios; pero ella le negó
resueltamente toda posibilidad de ayuda o reconciliación. Steve la contempló
desde el colchón, estaba asustado, sabía que la mujer hablaba en serio y que
sería capaz de hacer cualquier cosa; sabía que en pocas palabras la había
perdido. Se sentía enojado con Dios y le echaba la culpa a él por sus
desgracias, no entendía el alud de problemas que se habían volcado sobre su
persona. Tirado en aquel chiquero de mierda que era ahora su vida, con la
mirada puesta en el cielo raso, tres veces lanzado al piso en un solo día,
vencido por todos los frentes, rodeado en medio del coliseo y asediado por las
más crueles fieras irracionales, Por
primera vez aquella noche deseó la muerte como la prenda más preciada y como la
panacea de todos sus males.
Transcurridas tres semanas después de
aquella fatídica noche el deterioro de Steve era cada vez más evidente. La
última vez que entró al colmado fue aquella mañana, fría de diciembre. Se
levantó temprano, con sus fuerzas disminuidas. La calle pelada del barrio
melancólico yacía desértica, a esas horas las pocas personas que transitaban
por la calle de tierra parecían espectros fantasmagóricos a la distancia en
medio de la espesa niebla de navidad que bañaba las mañanas con su blanco
embrujo. El hombre yacía solitario después del abandono de la mujer, de la cual
se decía que se había ido a vivir con Manolo, quien habiéndose fugado del penal
de la Victoria había vuelto a sus negocios de drogas y viajes ilegales y se había
radicado en otro barrio a no mucha distancia, de la calle triste, aunque él no
daba crédito a aquellas injurias, seguía creyendo que la mujer se había ido al
campo a vivir con sus tíos tal y como se lo había expresado en aquella desoladora carta, en el amanecer
de aquel último viernes de noviembre. Abrió la puerta que daba al colmado y al
adentrarse en el lugar lo embargó la sensación
de estar invadiendo espacio ajeno. A pesar de todos los desmandes que su esposa
hacia contra él mantenía sus principios. Al internarse en el negocio sintió de
inmediato el vapor del ambiente guardado y el penetrante olor a arenque
entremezclado con golosinas, mantequilla al detalle y toda suerte de virutas de
conconetes, salchichón alimentado con veneno de ratones, así como las vitrinas
repletas de toda clase de bisuterías. Fue a la caja del dinero pero apenas había unas pocas
monedas. Los últimos meses no se había estado vendiendo prácticamente nada, eso
lo tenía muy preocupado. Todavía era temprano y aún tenía sueño, así que se
echó un rato a dormir, por última vez encima de unos sacos de arroz
apostados junto al mostrador, lo hizo
para esperar que fuera más temprano. Pero después de ese momento pasarían
muchos días bajo la incertidumbre de si Steve Readman volvería a abrir los ojos.
Desde el
momento en que Anita King se enteró de la desventura de Steve; se hizo cargo
del él como un asunto más humanitario que por algún otro interés ulterior.
Nadie se hubiera atrevido a pensar que fuera de otro modo ya que el hombre
estaba ostensiblemente arruinado por la enfermedad. Había sido llevado al
hospital por mediación de ella misma, pues fue precisamente ella quien lo halló
desmayado aquella mañana.
A la Morena hubo que localizarla en Costa
Rica donde se encontraba haciendo un curso enviada por la Cancillería en donde
trabajaba como abogada, pero no pareció que la noticia le mereciera tanta
importancia, pues no solo no interrumpió su estadía, sino que se quedó en San
José dos días después de lo previsto, porque ella no podía salir de Costa Rica
sin conocer sus lugares representativos: la ciudad antigua, Cartago, Puntarenas
y Limón.
En el hospital le recomendaron a Anita y a
su hermano Ramón que lo que más le convenía al enfermo era permanecer en casa
el mayor tiempo posible, le recomendaron mayor higiene, cuidado en los
alimentos y sobre todo mucha paciencia y comprensión; aparte de que era verdad
todo lo recomendado, también lo despacharon porque el hospital estaba
abarrotado de gente, como de costumbre, y solo lo hubieran internado si hubiera
llegado con un tiro en la cabeza, un brazo mochado o si su situación hubiera
sido critica en extremo.
La
pobre Anita que tanto había soñado con aquellas nalgas varoniles, con aquel
pecho atlético, con aquellas platicas pletóricas de bienes espirituales, con
aquella erudición y caballerosidad rendidas a sus pies; se había tenido que
conformar con un verdadero adefesio pues el lastimero estado de envejecimiento
prematuro que presentaba su cuerpo al final de los días de diciembre era
verdaderamente intimidante. En vez de charlas enriquecedoras había tenido que
soportar sus quejidos desaforados pues al final ya no tenía dominio de si
mismo, había tenido que soportar que la llamara por el nombre de la mujer,
porque él ni siquiera reconocía a las personas de una primera mirada. Había
llorado al ver como, «Esa otra» Que era como se refería eufemísticamente a la mujer
de Steve: «Se ha comido la carne y me ha dejado los huesos» Pero aún así ella
en lo más íntimo de su ser, creía en que un milagro podía suceder.
En las largas tardes en que le colocaba
aquellos indescriptibles compuestos pastosos sobre la espalda mientras le
masajeaba cariñosamente las carnes enjutas para que tuviera algún descanso, en
aras de aliviar sus dolores entonaba cánticos religiosos que al enfermo le
infundían una fe y un valor que por momentos hasta lograban ayudarle a
olvidarse de sus penas. Él, por su parte, cuando tenía lucidez y reconocía a
Anita, solo atinaba a agradecerle su bondad con un repetitivo pero sincero: «
¡Eres una santa, hija mía, una santa!»
Aun
cuando esa expresión no movía ninguna de sus terminaciones nerviosas, ella las
aceptaba porque a ciencia cierta ya no había nada en él que pudiera
estremecerla como antes, excepto, el recuerdo añejo de los días pasados en que
practicaba la sensación gratificante de flirtear con él, aunque él no lo
hiciera con ella. «Él cae» Se consolaba
ella en aquellos días. Y sin embargo el nunca llegó hasta ella. El único
recuerdo verdaderamente grato que conservaba de él, era la experiencia de
aquella mañana después del huracán en que aprovechando que la esposa había
salido de la habitación y que él aún dormía, lo había besado sin que se diera
cuenta. Lo de ahora sin embargo era un ministerio sacerdotal que ella debía
cumplir como la fiel esposa imaginaria que siempre fue de él.
— ¿Te
sientes bien Steve?
—No me
siento tan mal.
—Te
comprendo.
—Yo sé
que tú me entiendes y en verdad te lo agradezco.
—No, por
favor no me lo agradezcas, me suena a un favor y yo no lo hago de favor.
Él se
mantuvo en silencio por unos segundos.
—Tú sabes
bien porque lo hago, pero siempre ha sido como si yo no existiera.
—Yo sé
que tú me entiendes en el fondo Anita. —Repitió él.
— ¿Eso
crees? Pues te equivocas, la verdad es que no. No entiendo.
—Soy un
hombre casado, después que me casé no he tenido ojos para otra mujer que no sea
Raquel. Si se hubiera tratado de ti, estoy seguro que te hubiera agradado que
tu esposo se mantuviera fiel a ti, eso es lo que he hecho.
—Sí al
menos ella no te hubiera tratado tan mal, no te digo, pero ya ves…tú no has
tenido ojos para más nadie y ella sin embargo….
—Mejor no
hablemos de eso.
—Yo te he
amado Steve… —le declaró con todo su corazón en un premeditado tiempo
pretérito.
Suspiró
profundamente después de haberlo dicho, como si se hubiera quitado un gran peso
de encima.
—Nunca te
lo había dicho abiertamente, pero esa es la verdad, además ahora ya no importa.
— ¿Por
qué no importa? ¿Porque me voy a morir?
—No mi
amor, tú no te vas a morir, no te puedes morir.
—Ten
cuidado Anita, no quiero que sufras…
—Es lindo
poder llamarte mi amor, me siento liberada…
Alicia se había enterado de que Raquel
Pimentel y Manolo estaban juntos de nuevo; su odio hacia la rival había crecido
hasta alcanzar niveles peligrosos, pues sabía que tarde o temprano, más por
orgullo que por honor tendría que actuar y lo que más le inquietaba, era saber
que a quienes debía enfrentar supondría la posibilidad de que la sangre llegase
al río. Antes de descubrir los amoríos de su amante con Raquel Pimentel su
problema se limitaba a la incertidumbre de si serían ciertos o no los rumores
que sobre el particular rodaban de boca en boca en cada esquina del barrio.
Pero después de descubrir a Manolo in fraganti en su descarado engaño, tenía
otro tipo de preocupación. Ahora el problema giraba alrededor de las amigas que
comenzaban a azuzar el conflicto acusándola de chopa, la manera insistente en como
la hermana atizaba el odio que Alicia sentía para que resolviera la situación
de manera ejemplar o de lo contrario se lo dejara a ella «que yo me basto sola
para la perra esa». Y por aquello de que las profecías de malas nuevas
difícilmente se atrasan en su cumplimiento; un mal día Alicia que por
instrucciones de la hermana ahora andaba para arriba y para abajo con un puñal de
doble filo en la cartera «porque tienes que saber que esa mujercita te declaró
la guerra, y donde quiera que te vea te va a volar encima» según el
adoctrinamiento de Rosa para con Alicia. Se halló sin saberlo, caminando en una
diligencia personal en la misma calle donde ahora vivían semi clandestinamente
Manolo y Raquel Pimentel a distancia de unos escasos tres metros. Raquel
Pimentel se encontraba de lado tratando de abrir la puerta delantera de la
casa, esa tarde había ido a visitar a Steve a la clínica en que yacía
agonizante y acababa de llegar. Cuando Alicia advirtió que se trataba de ella
trató de cruzar al otro lado para que Raquel Pimentel no la reconociera, pero
fue inútil. Sus miradas se encontraron irremediablemente. Alicia pensó que no
podía dar la imagen de tener miedo, Raquel al darse cuenta que ella le corría
encima terminó de empujar la puerta de un golpe mientras lanzaba un grito
desesperado. Mientras Alicia se apresuraba a sacar el puñal, Raquel le voceaba
a Manolo que corriera, pero este no atendió a tiempo. Alicia se metió
apresuradamente en la habitación separada por una simple cortina de suave tela
blanca, y con la respiración contenida alzó el puñal tres veces. Cuando hubo
terminado respiró. Cuando Manolo llegó a la escena, vio a Alicia manchada de
sangre, anegada en llanto y a su amada Raquel Pimentel tirada en el piso
revolcándose de dolor. Manolo enloquecido por la rabia no lo pensó dos veces
para hacerlo. La mató en el acto de un solo balazo en la sien.
Después de caer en cuenta de que había
estado extraviado en un profundo trance, reflexivo y que yacía ubicado en medio
de la nada; rodeado de espejismos venidos de su conciencia advirtió que había
recuperado la lucidez, pero que no podía despertarse. Quienes lo rodeaban en
aquella hora aciaga notaron que su rostro lucía distinto, rozagante y limpio; tenía fija una expresión
contagiosa de bienestar que a todos les inspiró mucha esperanza. Anita King le
tomó de la mano con toda delicadeza y después de unos breves segundos se
sobresaltó pues sintió que él le correspondía.
Los allí
presentes la miraron con cierta lástima y perplejidad.
— ¡Bueno,
sí sigue así, habrá que sacarla.
Murmuró
Ramón King.
—Me
parece que sí.
Asintió
la Morena.
Ellos tenían sus razones para dudar de la
subrepticia mejora del pariente. Los doctores que lo habían estado atendiendo
aseguraban que su deceso era más bien cuestión de horas «uno no es Dios,
verdad, pero es difícil que amanezca».
Sin
embargo la percepción de la Morena cambió cuando al acercársele para confesar
sus iniquidades atinentes a todas las trapisondas que ella llamaba «malos entendidos del pasado». «Pero tu me sabrás perdonar, manito;
porque sabes que fueron cosas de juventud»
“cosas de juventud” se justificaba ella, aunque el almacén no se dejó de
construir, ni él recibió el dinero que justamente le correspondía como hermano
que era de ella, y aún cuando nunca rectificó el no haberle entregado el dinero
que le correspondía por la venta llevada a cabo por su tío, —el único hermano
de doña Vertilia— de algunas tierras en la que ella como representante familiar
—por ser la que sabía de leyes— siempre bajo el alegato de que la cosa no
avanza, que el tío no se decide, que los requisitos son muchos, que así son
estas vainas, que hoy un reenvío, que mañana una audiencia, que el juez se
enfermó; y en fin ni siquiera a la mamá le reveló que hacían dos años que ella
había dispuesto de ese dinero para sus negocios particulares y al tío, que para beneficio de ella, había
muerto un año después de la venta lo engatusó siempre rogándole que no le
dijera nada a la madre, porque le quería dar una sorpresa construyéndole una
casa en un terreno que había adquirido. Nada más falso, pues en verdad tomó el
dinero y lo colocó con la ayuda del marido a plazo fijo a la mejor taza del mercado.
A pesar de todo, trató de emblanquecer su ennegrecida conciencia, con unas
lagrimillas escasas y un llanto sordo y ridículo. Estaba arrodillada en la cama y cuando le tomó
las manos sintió nuevamente que estas se movían.
— ¡Jesús
sacramentado!
Exclamó
asombrada.
—Movió la
mano, estoy segura, llama pronto al doctor.
De
inmediato el doctor Alquímides Simientes entró a la habitación, un hombre joven
de unos cuarenta y cinco años, saludable y varonil. Adornado con una barba
rubia elegante y bien delineada la cual le daba la apariencia de más edad y
erudición de la que en verdad era poseedor.
A Anita King no le agradó el que cuando
ella fue quien manifestó que él se había movido la ignoraran, y que ahora al
mandato de “traidora” que era como ella la consideraba, se vienen cagando casi
rompiendo la puerta por ver lo que ocurre,
“claro como ella es la que paga la cuenta de la clínica”
Sin embargo cuando el medico se presentó en
la habitación, lo halló más inmóvil que una roca, de hecho, después de aquella
vez Steve no se movió más; permaneció en la
sala de cuidados intensivos bajo la vigilancia estricta de varios aparatos
incapaces de devolverle el sentido de la existencia, estuvo hospedado en
aquella pulcra habitación bajo las más exquisitas atenciones, las que hubiera
querido tener cuando aún tenía aliento, y que ahora no le devolverían las ganas
de vivir.
El doctor harto por la larga tarea del
día, se introdujo sin mirar a nadie, aunque tropezando a su paso con todo
mundo, tenía cara de no preguntas, de no jodan, y de quitense del medio jodidos
familiares. Cuando comenzó a observar al paciente lo hizo con movimientos
pausados y ostensiblemente actuados, porque él ya sabía el claro diagnostico
del paciente, «ese
se muere de hoy a mañana».
—Lo seguiremos
manteniendo en observación.
Les dijo
el médico secamente sin afirmar ni negar nada de lo que se decía, antes de
salir de la sala intentó distraerlos con algunas argucias en un inteligible
lenguaraje médico y después de dejarlos más confundidos que al principio salió
finalmente de la habitación.
Pero Ramón King siguió al doctor hasta el
pasillo porque tenía necesidad de enterarse de la verdad ya que sentía urgencia
histórica de que cuando él y sus amigos de tragos se juntaran a departir algunas
frescas pudiera él tener información de primera mano que le permitiera exhibir
el protagonismo que de otro modo no podría tener, porque si algo era cierto en
su persona era la indiferencia ante el dolor ajeno.
—Doctor,
dígame la verdad, ¿El hombre se va o no se va?
—Eso está
claro.
—Aha… ya
veo, pero ¿se va o no se va?
—Ya le
dije, es difícil que amanezca.
—Usted
sabe, yo le preguntaba porque las mujeres dicen que lo sienten y eso…
—Olvídese,
esto ya es un asunto de hoy a mañana. Esa mejoría que ellas dicen que tiene, es
como usted sabe, la mejoría del que se va morir.
—Entiendo
doctor, es una pena.
—Si es
una gran pena, ahora me excusa, tengo otras cosas…
Steve
había permanecido cuatro largos días en un apacible estado de vacuidad hasta
aquella tarde de la muerte de su amada Raquel Pimentel cuando sintió aquel
electrizante zarpazo de luz que lo sacó por breves instantes de su aletargada
inconciencia, fue como si la providencia divina le diera la oportunidad de
escoger entre las ventajas del sueño eterno y la milagrosa oportunidad de
rebasar su estado de gravedad, fue de esta manera como Después de caer en cuenta que había estado en
un agudo trance reflexivo tuvo aquella visión que le dio la fuerza necesaria
para convencerse de que debía rendirse. Se vio un sábado en una tarde
abigarrada de colores opacos, con cúmulos de nubes tan densos como si se
tratase de una representación pictórica de
la hora sexta del calvario. Así sus ojos recorrieron la tierra que lo vio nacer
y contempló al país una vez más bajo el dominio de los colorados que mandaban a
hacer más zanjas a diestra y siniestra sin ningún propósito aparente, que seguían
haciendo ríos para justificar la construcción de los puentes, que continuaban repartiendo
lo mismo pescozones que billetes de veinte y de cincuenta pesos y fundas
coloradas con avena americana y sardinas japonesas que no eran sardinas sino
ancas de maco bien criados, y de ñapa botellitas de aceite vegetal; pudo ver a
su amada hermana siendo sustituida por una rubia bien formada y más dócil y
maleable que ella, porque el ingeniero se cansó del deseo de ella de quererlo
mangonear; vio el pleito histórico que los dos echaron para ver cada cual se
quedaba con qué cantidad y con cuál de las muchas propiedades de la infinita
hacienda que compartían, y la vio llorar de rabia mientras se le desmoronaban
sus fortalezas cuando oyó al marido pronunciar aquella frase lapidaria,
favorita suya, en otras épocas en que la ilusoria sensación de tener al mundo
agarrado por las asas le hacía atropellar hasta a la madre de los tomates sin
ningún tipo de consideraciones: «que conmigo no hay pleito que valga porque yo
estoy en el gobierno, mujercita pendeja» así la vio humillada y sustituida con la misma
facilidad con que se cambia una muda de ropa. Fue ese mismo día y en ese
preciso instante que se vio sentado en el sofá de medio uso de la casa de Anita
King, vio a la Ciega dormida como una muerta, bañada en sudor en la mecedora de
mimbre encogida por el implacable embate de los años, empacada en su inmensa bata
de tela de carpa tan arrugada como si la hubiera masticado un burro. Se observó
aspirando con pesadumbre la atmósfera enrarecida por el olor embriagante de la
orina de la Ciega, que se le salía voluntariamente por los estragos de los años.
Allí en aquel rayo de lucidez de su hora más amarga se halló en medio del
mueble de medio uso aquel sábado de junio en un atardecer maldito, matizado por
un calor infernal, con el televisor de tubos de vacío en frente, con Anita, ya
entonces su mujer, a mano izquierda, quien no dejaba de sobarlo por todas
partes sin ningún reparo de la hora, y del lugar y sin el menor respeto por la
anciana y por el hermano; a quien también vio a su derecha en la visión,
acariciándole con una mano cada recodo del cuerpecito de la gata de la Ciega con
un cariño algo sospechoso, con la otra mano se embizcaba un cerveza Presidente
la cual uniría a otras seis que habían vacías en la mesa de una sola pata,
apostada al lado del mueble de medio uso y dándole grandes palmadas por la
espalda cada vez que el partido se calentaba. En la visión se observó
soportando con gran estupor los pedos ininterrumpidos que la Ciega se tiraba
con el mayor desparpajo «Porque si no me
los tiro me fuño, y me paso toda la noche con unos dolores horribles» siguió los pasos sigilosos y la mirada
atrevida del gato maldito que él tanto odiaba el cual se rozaba una y otra vez
con las faldas de sus pantalones y hasta
los usaba como lima para amolarse las uñas. « ¡La pinga, —se dijo así mismo—
cuantas vainas tenemos que soportar los pobres!»
Esa tarde en que se vio rendido al destino
irrenunciable de los jodidos, y sin embargo, feliz de entregar su voluntad al
Señorío de Jesucristo; escuchó al final
del pasillo los alaridos del loco, el hijo drogadicto que había dejado de
herencia el esposo de la Ciega, quien recitaba de memoria todo un rosario de
malas palabras impublicables; los truenos intimidantes que amenazaban con
derrumbar el orden del sistema de cosas, la euforia de los fanáticos quienes
vitoreaban por el Home Run más largo de
la historia del béisbol; los comentarios pendejos que Ramón hacía durante todo
el partido, la risita estridente de la hermana que le celebraba todos los
chistes y más adelante los pasos apresurados del loco que llevaba en la mano un
zapato de tacón alto, el partido a una sola carrera para decidir el juego y a
seguidas: uno, dos, tres, cuatro pasos largos como zancadas que el loco dio. Miró
cuando todos voltearon para ver porqué gritaba el loco, y cómo quedaron en
suspenso e incrédulos por las intensiones claramente malsanas del
desequilibrado, que sin darles oportunidad a nada lanzó el tacón muerto de risa.
— ¡La
pinga, ya nos fuñimos todos!
Gritó la
ciega cuando escuchó la explosión de la pantalla del televisor.
— ¡Hijo
de puta!
Le
gritaba Ramón King una y otra vez al Loco mientras lo dejaba sin aire por la
burda caricia que le hacía en el cuello. A Anita que lloraba desconsoladamente tratando de
lograr que Ramón soltara al desquiciado.
Y así mismo, cuando perplejo ante lo que veía solo atinó a decir.
––¡Jesucristo!
No lo
pensó dos veces y se murió.